Páginas Marcadas de Antonio Ostornol. La vacuna contra la utopía: El fin del “Homo sovieticus”.

por La Nueva Mirada

El siglo XX revolucionario estuvo marcado por el peso del pensamiento utópico marxista, con una primera versión canónica leninista y luego, china y cubana, disputándose la hegemonía del liderazgo revolucionario. Parte del sentido común de la época, era que quienes nos situábamos en esos espectros históricos, negábamos el lado sucio de todo proceso que se impone a través de la guerra. En mi caso, me costó mucho aceptar las distorsiones brutales de la sociedad soviética y del socialismo real en general. Otros cerraron los ojos frente a China o Cuba. Todo dependía del matiz político e ideológico que nos rigiera.   

Cuando tenía quince o dieciséis años e ingresé a militar en las Juventudes Comunistas de Chile, había dos libros que se recomendaban como lectura obligada para la debida formación de un militante. Uno de ellos era la novela Así se templó el acero (1930), del escritor ucraniano soviético Nicolai Ostrovski, que narraba la vida heroica de Pavel Korchaguin, joven comunista en la lucha contra los contrarrevolucionarios blancos; y el otro era la novela chilena La base (1958), de Luis Enrique Délano, que narra las vicisitudes de una pareja de jóvenes comunistas en el marco de las movilizaciones populares de abril del 1957 en Chile. Ambos relatos, más allá de sus méritos literarios (la nuestra, posiblemente, mucho más lograda que la soviética), conectaban al lector –y por lo tanto al militante- directamente con la épica revolucionaria. Todo el rigor de la guerra civil, en el caso ruso, y de las luchas obreras, en el chileno, tenían sentido por la búsqueda de una nueva realidad donde las injusticias desaparecerían y la felicidad se encontraría a la vuelta de la esquina. Definitivamente los revolucionarios del siglo XX nos nutríamos del poder que nos otorgaba estar en el lado éticamente correcto de la historia. El propósito revolucionario era tan digno, tan justo, tan deseable y humano, que cualquier sacrificio valía la pena con tal de asegurar su triunfo y legarlo a las generaciones futuras. Muy probablemente, sin esta profunda convicción, nacida en buena medida por oposición a un mundo pleno de injusticias, habría sido imposible imaginar los grandes cambios sociales que la idea comunista produjo en el mundo, marcando las fronteras de lo político durante el siglo pasado.

La bondad de la promesa, sin embargo, no nos permitía ver sus males. Quizás nos habría bastado preguntarnos con un poco más de exigencia por qué los regímenes soñados desde nuestra utopía y concretados en buena parte de la tierra, solo habían podido subsistir en estados fuertemente policiales, con un control absoluto de la población y una represión brutal para quienes se salían del libreto oficial. No tuvimos oportunidad de leer muchos de los libros que, generados al calor de las refriegas revolucionarias, descartamos en su momento. Hablo del tiempo en que uno se hacía acreedor de los peores estigmas contrarrevolucionarios si leía, comentaba o recomendaba a autores como Babel o Búlgakov, Cabrera Infante o Arenas, Ajmátova o Pasternak. Y en nuestro pequeño reino, Persona non grata, de Jorge Edwards podía llegar a ser sospechoso.

En esos años del siglo XX, todavía no se había producido el colapso de la Unión Soviética y la caída estrepitosa de los regímenes comunistas de Europa. Después de décadas de gobiernos donde se construía el socialismo, estos países se movieron en unos pocos años hacia el capitalismo más ortodoxo, como si lo construido en esos años hubiesen sido castillos de arena. Una década atrás, tuve oportunidad de conocer a una mujer checa, profesora universitaria, que estaba de visita en nuestro país. Durante la conversación, a propósito de comentarle mi pasado comunista, desplegó un discurso que contenía una rabia casi irracional contra el gobierno comunista y sus sostenedores soviéticos. Esa rabia me recordó, sin duda, mis propios sentimientos hacia la dictadura y sus ejecutores. Me recordó también, como no, cuando mi padre, que había estado un año y medio preso sin juicio, de forma completamente arbitraria, y luego estuvo quince años exiliado con prohibición de entrar al país, me dijo en tono de confesión: “puedo entender todas las razones políticas de lo que vivimos –se refería a la dictadura-, pero no puedo perdonarles el ensañamiento y la crueldad a la que nos sometieron”. Mi amiga checa y mi padre hablaban desde el mismo lugar: el de los oprimidos, el de la carencia de libertad, el del castigo simplemente por ser quienes eran.

No parece ser este un tema de derechas e izquierdas, sino el corolario nefasto de la política conducida desde la supremacía moral. Los bolcheviques originarios, aquellos de la revolución de octubre, los inspirados por Lenin, Trotsky y Stalin se asumían como los portadores de la historia, los llamados por ella a alcanzar el reino de la felicidad, los destinados a construir el paraíso en la tierra. Eso y no otra cosa es aceptar el rol dirigente de la clase obrera –y sus partidos- en la lucha de clases. Y si es esa la función auto asignada a la vanguardia, esta vanguardia se siente con el derecho y la responsabilidad de asegurarse que los ciudadanos se ajusten a la nueva sociedad. Pero en esos tiempos todavía no se había escrito El fin del “Homo sovieticus” (Acantilado, 2015), uno de los últimos libros de la bielorrusa Svetlana Aleksiévich, que obtendría ese mismo año el Premio Nobel. Cuando llegó a Chile, se agotó rápidamente. Ya está de vuelta y su lectura es, por una parte, reveladora y explica en buena medida, no solo la rabia de mi amiga checa, sino el derrumbe dramático de la Unión Soviética y su transformación en una sociedad icónica del neocapitalismo, donde los altos dignatarios de ayer se transformaron en los grandes multimillonarios de hoy.

Si hubiésemos leído este texto en vez de los poemas épicos del realismo social, probablemente no habríamos persistido en sostener la ideología marxista leninista dominante en aquellos años. ¿Por qué afirmo esto? Muy simple: el talento de Aleksiévich nos permite escuchar al pueblo soviético sin las barreras y los límites que, a punta de policía secreta, detenciones arbitrarias, tortura y desapariciones, el partido comunista de la Unión Soviética les había impuesto. Bajo esos regímenes, no ser militante del partido era un problema, pero no el más grave. Lo complicado era pensar distinto, hablar fuera del discurso oficial, porque eso, militante o no, se castigaba sin derecho a réplica. El libro ordena decenas de testimonios grabados por la autora en el transcurso de los años del gran cambio en la URSS, desde los albores de la perestroika hasta la disolución de la federación de estados y la prohibición del partido comunista. Y la gente, aunque todavía conserva algo de miedo, habla. Las imágenes que se van conformando se explican por sí mismas. Los horrores de las guerras, de los campos de trabajo forzados, de las detenciones y juicios arbitrarios e inventados, de las ejecuciones sumarias, de las hambrunas, en fin, el horror normalizado en la nueva sociedad socialista. Es impresionante. Es como si al instalar la violencia en el origen, esta siguiera tamizando toda la vida social, volviendo inútil cualquier intento por humanizar la revolución. Un texto de Lenin, desclasificado de una reunión del politburó del partido, instala el terror como método y también como posibilidad: “Hay que colgar (y digo colgar, para que el pueblo lo vea) a no menos de mil kulaks inveterados, a los ricos… Despojarlos de todo el trigo, tomar rehenes… Y hacerlo de tal manera que a cientos de verstas a la redonda el pueblo lo vea y tiemble de miedo. [Lenin, 1918]”.

Ellos no sabían que si la revolución se hace desde la muerte no florece la vida. Al frente tenían un enemigo dispuesto a ejercer una crueldad equivalente y, seguro, sintieron que no tenían opción. Pero un método excepcional de supervivencia no puede transformarse en una forma de gobierno permanente y deseada. Esta ha sido la tragedia de la mayoría de las revoluciones. Quizás, en este tránsito de país que estamos viviendo, nos convendría tenerlo presente. Sobre todo, para el día después del 4 de septiembre.

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1 comment

Manuel agosto 30, 2022 - 12:41 pm

El arrepentido, de alguien así no te confíes nunca

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