¿Es inevitable la guerra? ¿La violencia política en el mundo actual es más o menos que en otros tiempos? ¿Es razonable proponerse vivir en un mundo sin guerras o apenas podemos intentar mitigarlas? Algunas de estas preguntas se nos instalan después de leer el excelente libro sobre la matanza ocurrida en Lo Cañas, al oriente de Santiago, allá por el año 1891.
Un poco antes de las elecciones de segunda vuelta, un gran amigo, político y profesor de historia, me recomendó la lectura de un ensayo titulado “Terror en Lo Cañas. Violencia política tras la Guerra del Pacifico”, de Carmen Mc Evoy y Gabriel Cid (Taurus, 2021). “Te va a gustar”, me dijo, y tenía razón, confirmando así que me conoce bien, lo que se explica por largas décadas de amistad. Es un texto estremecedor, alucinante y provocador. Nos hace pensar la guerra como una de las peores experiencias que puede vivir el ser humano, donde la condición civilizada entra en un paréntesis eclipsado por buenas razones y cada individuo es capaz de realizar las acciones más deleznables, instalado definitivamente en una suerte de supra código moral. Nosotros vivimos interpelados por las historias de violencia a las que fuimos sometidos durante las últimas décadas: los crímenes de la dictadura (los peores, porque además se cometían bajo el amparo del estado y frente a un enemigo desarmado), las ejecuciones políticas, los secuestros, los crímenes como, teóricamente, daño colateral. Para cualquiera que ya tenga unas cuantas décadas viviendo en nuestro país, este tipo de hechos –y me refiero a aquellos con connotación política-, le pueden resultar terriblemente familiares. Después de leer este ensayo, es muy difícil no traer a la memoria esos versos de Luis Advis, en la Cantata Santa María, donde advierte que Chile es “un país muy largo y mil cosas pueden pasar”, entre esas, que “la historia que han escuchado / de nuevo sucederá”.
Las páginas que marco en esta oportunidad nos instalan frente a una evidencia que, en sí misma, tiene una condición trágica: por una parte, nos dice que “este es un libro sobre la guerra. Sobre su crudeza”, refiriéndose específicamente a la guerra civil chilena de 1891, entre balmacedistas y congresistas; y que, por otra, estas páginas abordan “cómo la guerra, la violencia política y la descomposición cívica que enfrentó el país en 1891 confluyeron y dieron rienda suelta a sus furores en la matanza de Lo Cañas”, en una especie de dinámica sociopolítica inevitable, casi como si fuera un destino de la vida en comunidad. Esta lógica podríamos aplicarla, seguramente, a otros momentos de la historia, cuando esa misma dinámica –violencia política y descomposición cívica- se instaló en nuestro país. Entonces, uno podría pensar que sería suficiente con cuidar estos aspectos y el peligro de enfrentarse a una cruel guerra civil desaparece. No está fácil. Como afirman en el libro, “la guerra […] está lejos de ser una anomalía en la historia humana”. Y si alguien tiene dudas, nos ofrecen una estadística de miedo: “En los 5600 años de historia escrita hay registros de más de 14600 guerras: un promedio de casi 3 guerras por cada año de historia”. Esta constatación, tal vez, esté en la base de lo que debiéramos considerar un gran avance en la civilización humana: las leyes de la guerra y sus derechos asociados. Después de leer este libro, uno constata no solo que Chile no ha estado exento de esta especie de ley humana de la guerra, sino que la ha repetido bajo diversas modalidades a lo largo de su historia.
La pregunta que se impone entonces es si vale la pena proponerse como meta de la humanidad terminar con las guerras o eso no es más que una nueva utopía. Me gustaría creer que no lo es y bien debiera ser una bandera de lucha: un mundo sin guerras. Tal vez si pensáramos que, en ese promedio de 3 guerras por año en el mundo, hay territorios, países o sociedades más o menos expuestos a vivirlas, podríamos llegar a creer que esta utopía sería posible. Según el historiador israelita Yuval Noah Harari (De animales a dioses. Debate, 2013), a partir de la segunda guerra mundial “la humanidad ha contemplado por primera vez la posibilidad de la autoaniquilación completa, y ha experimentado un buen número de guerras reales y de genocidios. Pero estas décadas fueron asimismo la época más pacífica en la historia humana, y por un amplio margen”. El historiador admite que “todavía ocurren de vez en cuando guerras internacionales limitadas […] pero las guerras ya no son la norma”. Su mirada es optimista y hay datos que lo avalan.
Pero la experiencia de la guerra, como acontecimiento único que viven personas históricamente determinadas, sigue siendo terrible, aunque las cifras generales o la frecuencia de ocurrencia disminuyan. El libro sobre la matanza de Lo Cañas habla de eso: de cómo un grupo (una cuarentena, al menos) de ciudadanos santiaguinos fueron detenidos, torturados y masacrados por el ejército balmacedista, en los momentos en que se iniciaba la rebelión contra el gobierno central. Habla de las heridas que quedaron instaladas en la memoria de cada familiar, amigo u oponente político. Habla de la impunidad en que quedaron esos crímenes, en los juicios que nunca se cerraron, en los culpables amnistiados. Habla del encono de violencia que marcó esa guerra civil, que se libró en primera instancia en el norte de Chile, y que se selló en los cerros que se ubican en los alrededores de Concón, Viña del Mar y Valparaíso, todos lugares de paso hacia la costa a través de la ruta 68 y caminos interiores. Yo fui un buen estudiante de historia en el colegio. Me gustaba. Sin embargo, en mis libros se soslayaba este episodio y se consignaba una versión blanqueada, de la cual se había expiado toda la crudeza de su violencia. Del mismo modo como las masacres obreras del siglo veinte eran soslayadas en los textos de historia o apenas mencionadas, o como los horrores de la guerra de Arauco y la consecuente ocupación del territorio indígena. Es impactante constatar, por ejemplo, que en la guerra civil en Chile murieron más soldados chilenos que en las batallas para conquistar Lima.
Este libro aporta muchos testimonios de los horrores que se cometieron durante esta tragedia nacional y la siguiente incursión del ejército en la llamada “pacificación” de la Araucanía. Para los autores, la guerra del Pacífico fue la preparación de un ejército que, en su génesis, tuvo licencia para el horror. Interesante. Quienes así lo vivieron no consideraron que esa misma crueldad ejercida contra el “enemigo extranjero” o el “indígena” después, en 1891 se ejerció entre los propios chilenos, en una guerra que cursó en el corazón del estado nación. La revisión de este proceso –el que condujo a la guerra civil- que hacen los autores del libro, más allá de iluminar sobre un acontecimiento oscuro en la historia nacional, nos invita a una reflexión interesante: si no podemos excluir la guerra, podemos conocer algunas de las variables que la hacen más improbable. “La guerra –afirman- incide de manera decisiva en la percepción de la realidad. […] En tiempos de guerra, la visión del mundo se torna binaria, como explica Lawrence LeShan (1995). La capacidad para desplegar matices se anula y el mundo queda compuesto entre polos opuestos, claramente deslindados, entre ellos y nosotros, entre el bien y el mal”. Y este fenómeno reductivo es viable porque “la guerra deviene en un drama histórico de dimensiones épicas”, donde la moral cotidiana, aprendida y ejercida mayoritariamente por la ciudadanía, “es desechada en nombre de la creencia de que fuerzas superiores a nosotros –dios, la nación, la civilización, la revolución, la historia o el progreso- amparan y legitiman nuestra lucha”.
Y aparece en todo su esplendor nuestra tragedia y nuestra posibilidad de una nueva utopía fundada en la paz y no la guerra: solo podríamos evitar la guerra si dejamos de mirar el mundo como un escenario de amigos y enemigos, a los cuales necesariamente hay que exterminar, en función de algún tipo de revelación –laica o religiosa. La posibilidad está, entonces, en como entendemos la realidad y la acción política.