Luego de diez años de negociaciones, en el 2011, el gobierno español y ETA, una organización armada vasca, calificada de terrorista, culminaron un ciclo de negociaciones con el desarme de este grupo. Para lograrlo, hubo política y hubo héroes que silenciosamente arriesgaron su capital político. El documental “El fin de ETA” registra este proceso.
Hace algunos días, en medio de esas navegaciones erráticas por las “oscuras aguas de la red”, vi nuevamente un documental español de hace años (2016). El tema: el proceso que condujo al fin de ETA, como organización política que reivindicaba la lucha armada para alcanzar la independencia del País Vasco, desde 1958, en pleno franquismo, y que concluyó en 2011, con un comunicado de ETA emitido en Francia, anunciando la deposición de las armas. En ese momento, España ya llevaba más de 30 años de reencuentro con la democracia. En ese tiempo, hubo más de 3.000 atentados, casi novecientos asesinatos, episodios de guerra sucia por parte del estado (caso GAE) y, a lo menos, tres procesos de diálogo, incluido el que condujo al término de ETA en cuanto organización armada. El relato fue dirigido por Justin Webster y se basó en un guion de los periodistas José María Izquierdo y Luis Rodríguez Aizpeolea. Ilustra el largo camino que recorrieron los actores políticos, militares y policiales de España y el País Vasco, acompañados de mediadores internacionales de varios países, para llegar a la meta. Asistimos a una narración épica, pero muy diferente al sentido heroico de las epopeyas bélicas.
En este proceso hubo héroes silenciosos, alejados de las cámaras y los reconocimientos públicos rápidos e insustanciales, hombres y mujeres que pusieron todo su capital político, sin calcular demasiado cuál sería el costo a pagar, en pos de lograr un acuerdo y crear las condiciones para que en el País Vasco y en toda España se pudiese vivir en paz. Si las tesis de los documentalistas son correctas, el último proceso de diálogo – al cual se oponía, como es de imaginar, la derecha española y buena parte de la izquierda y los nacionalismos vascos- pudo construirse durante un largo tiempo (diez años) gracias a dos factores: uno, que la fuerzas en disputa habían llegado a un punto muerto en su “guerra”; ni la democracia había sido capaz de derrotar el terrorismo (y ETA lo ejercía explícitamente bajo la consigna de “socializar el sufrimiento”), ni este era capaz de imponerse en la sociedad por la fuerza; y dos, a entender que, si no se lograba constituir una mayoría política que estuviese convencida y dispuesta a entregarlo todo para instalar la paz, como máximo valor social, no habría forma de acercar posiciones. Dicho de otro modo, mientras imperase la lógica confrontacional en la lucha política, sería infructuoso cualquier proceso pacificador.
Hay, sin embargo, otro factor que los guionistas ponen en el centro del relato y que resulta determinante. Se trata del “contacto personal” que, obviamente, requiere de conocerse, aceptarse como otro, definir un territorio común de conversación, dejar espacio para el afecto que nace de un propósito común, de modo que las confianzas puedan emerger. Ese rol, durante el largo proceso de las negociaciones, lo jugaron dos políticos vascos: Jesús Eguiguren –presidente del Partido Socialista de Euskadi entre el 2002 y el 2014- y Arnoldo Otegi –portavoz y parlamentario de Batasuna, organización política nacionalista vasca vinculada a ETA. Más allá de la total o parcial veracidad de sus declaraciones en el documental, hay opiniones y criterios que son reveladores. Uno de ellos muy simples: Eguiguren dice que se conocían de jóvenes, eran más o menos de la misma generación, eran vascos y querían a su país, lo que facilitaba la comunicación. Además, cada uno arriesgaba mucho. Eguiguren, en un sentido más personal, la posibilidad de volverse objetivo de ETA (muchos socialistas ya habían sido asesinados por ETA); y Otegi también tomaba sus riesgos, como, por ejemplo, ser acusado de traición o, frente al fracaso de las negociaciones, arriesgar la cárcel (como efectivamente ocurrió en un momento). Pero también ambos dirigentes arriesgaban sus posiciones políticas. Eguiguren se exponía a ser acusado de favorecer el terrorismo o ser débil frente a él (crítica que quiso instalar la derecha), o derechamente pactar con los asesinos de sus camaradas, mientras que Otegi tenía que poner la cara frente a la sociedad, reconocer los crímenes, aceptar la derrota y reconocer que ya no había ninguna posibilidad de éxito desde las armas. La conquista de la paz fue el fruto de la política y no de la violencia, aunque en España la hubo y no poca.
Develando las estrategias de negociación y los pilares sobre los que se fundó el acuerdo, hay uno que me llamó poderosamente la atención. Para el gobierno del PSOE que decidió entrar a la negociación, había una línea roja que no se podía traspasar: los temas de política (más o menos autonomía, o definitivamente independencia para el País vasco), se discutían en el marco del sistema democrático español; con ETA, se negociaba la deposición de las armas, asumiendo el principio de que, en un régimen democrático pleno, las armas como herramienta política no son tolerables.
Mientras pasaba la hora y media que dura el documental, no había forma de que no se me colara el conflicto en la Araucanía. Guardando las proporciones, ya que ETA ha sido mucho más letal y violenta que los grupos que en Chile han asumido la violencia como parte de sus estrategias políticas (no estoy considerando la violencia ejercida por la dictadura, ya que no es homologable a la de los grupos políticos: es mucho más grave), algo del escenario que, en esos años vivía España, me resuena. La reivindicación de la violencia como estrategia política, la proclamación de una causa mayormente justa, la presencia de una comunidad que, ya sea por convicción o temor, acoge esa violencia en su seno y que, a la larga es la más afectada, podrían ser elementos que, sin ser experto, están presentes en el conflicto mapuche.
Desde esta distancia que, sin duda, distorsiona, más que afirmar nada me pregunto: ¿Dónde está la política? ¿Cuáles son los dirigentes –locales, regionales o nacionales- dispuestos a arriesgar su capital para alcanzar una solución que, a simple vista no es la militarización de la zona ni la tolerancia a la violencia? ¿Qué nos proponen al respecto los candidatos presidenciales? ¿Por qué no están sus declaraciones –ni las de ellos ni de los diputados y senadores enfrascados en el cuarto retiro y la acusación al presidente- en los titulares de los medios? ¿Acaso los han silenciado?
Más allá de cualquier alternativa, al igual que en muchos otros ámbitos, en este tema las dirigencias políticas y culturales de nuestro país han arriesgado poco y están en deuda. Pareciera que este conflicto es una “papa caliente” con la cual nadie quiere quemarse. Mala señal.