El proceso constituyente es, en mi opinión, el hecho más relevante de los últimos años en la política chilena. Por eso hablé de que nuestros representantes son verdaderos héroes. Pero no son dioses, sino simples personas. Y se pueden equivocar.
El verano no ha pasado en vano. Estuve en un deliberado proceso de desintoxicación y volví abruptamente al fárrago noticioso. ¿No les pasa, de repente, que tanta información, mucha de ella parcial, intrascendente, y marginal, se transforma en una especie de masa informe donde es casi imposible separar el trigo de la paja? Es verdad que los medios de comunicación masiva hacen su negocio al transformar la noticia en espectáculo, donde el esfuerzo periodístico pasa a ser más importante que lo reportado. Y como todo proceso de masificación, este importa una significativa simplificación. Y, como escribió mi amigo Robino, en estos tiempos suele confundirse la opinión con los pareceres. Los pareceres nacen del momento, de la emoción absoluta, de la fugacidad del instante. Los pareceres no admiten discusión, solo fragor combativo. Entonces, si nos quedamos en el parecer, viene la pelea, la necesidad de arrasar con el, la o lo otro. No se trata de más o menos pasión, sino del método. En el parecer no hay mediación entre el estímulo que lo genera y el escrutinio más distante sobre el mismo. La opinión, en cambio, surgiría, según mi amigo, del ejercicio de valoración en el tiempo, de sopesar, comparar, relacionar, sustentar, confrontar con otros pareceres y con otras historias, para conformar determinadas convicciones.
Al tomar distancia de la saturación noticiosa, se me hizo más evidente que en muchas de nuestras conversaciones sobre los temas constitucionales, nos estamos dejando llevar más por los pareceres que por las opiniones. Y, creo, lo que necesitamos es ir construyendo opiniones respecto de lo que la Convención le propondrá a los ciudadanos al final de su proceso. Poco importa, entonces, si tal o cual acuerdo o preacuerdo es o no maximalista o minimalista, si se está redactando con el tejo pasado o con espíritu revanchista. Esas actitudes podrían explicar el tenor de lo que se está construyendo. Pero no somos quienes para evaluar desde algún lugar privilegiado las intenciones de los otros y, ni mucho menos, desde ahí descalificarlas simplemente por atribuirles una determinada intención. La discusión pública no debiera estar centrada en si la hegemonía la tiene el sector tal o cual, o si las minorías son o no son escuchadas. Los ciudadanos debiéramos tratar de entender qué es lo que se está proponiendo, cuáles son las normas precisas y los cambios efectivos que contendrá el documento que deberá ser plebiscitado al final del proceso. Debiéramos preguntarnos si las normas constitucionales que se nos propondrán reflejan el tipo de país en el que queremos vivir o la forma en que queremos relacionarnos. Los ciudadanos tendremos oportunidad de expresar nuestra opinión, una vez que hayamos entendido y valorado lo que se nos proponga. Entonces cada uno dirá si está o no de acuerdo con el nuevo texto constitucional. Es nuestro derecho y, sobre todo, nuestra obligación.
Para eso acudimos a las urnas y mayoritariamente estuvimos de acuerdo en iniciar un proceso constituyente y generar los cambios en forma democrática. Por eso la forma en que se eligió a los constituyentes y los mecanismos que equilibraron la representación. Pero, sin duda, el momento de mayor expresión ciudadana deberá ser el Plebiscito de salida y frente a él, cada uno de nosotros estará llamado a expresar su opinión respecto de lo que se nos está proponiendo.
Me parece importante que desde todos los sectores se acepte esta idea, porque en mayo del año pasado elegimos personas y no constituciones. El proyecto de constitución debemos estudiarlo, discutirlo, conversarlo. Debiera ser tarea de cada votante: en esto no hay, creo, elecciones corporativas al viejo estilo: si pertenezco a tal espectro de la sociedad, tengo que votar de cierta manera. La nueva constitución no puede ser el fruto de un acto de fe, como hace unas décadas la constitución que se nos impuso fue un acto de poder dictatorial. Hace varios meses atrás, en estas mismas páginas, escribí que la apertura del proceso constituyente me parecía uno de los hechos políticos más relevantes de nuestros tiempos y que, si los representantes elegidos democráticamente fueran capaces de proponer al país un documento de alto nivel de consenso, se transformarían en los verdaderos héroes de esta época. Y cuando digo que mi expectativa es que la propuesta concite un amplio consenso, parto de la base que esta debe implicar básicamente cambios estructurales en ejes tan relevantes como los derechos sociales, la representación democrática, la flexibilidad del sistema político para sortear sus crisis y reconocer los inevitables cambios en la opinión ciudadana, el ejercicio de las libertades personales, el fortalecimiento y mejoramiento de la política, el reconocimiento de los pueblos originarios y sus derechos, la integridad de la nación, etc. Seguro se me escapan aspectos tanto o más importantes que los mencionados. Y la verdad es que –aunque una gran mayoría, que va desde la derecha a la izquierda, reconoce la necesidad de los cambios- no todos comparten ni los alcances, ni la profundidad, ni la dirección en que ellos deben producirse. Por lo mismo, sin perder un ápice de legitimidad, un ciudadano cualquiera, que votó por el apruebo en el plebiscito de octubre, podría rechazar el proyecto de constitución elaborado por la Convención. Sería su derecho, incluso su obligación.
Hay sectores que creen que por el solo hecho de haber elegido a sus representantes en la Convención, deben aprobar de cualquier forma lo que de allí salga. Eso no es así. El plebiscito por la aprobación o rechazo de la propuesta de la Convención es una nueva elección y el grado de apoyo de esta depende, básicamente, del arduo trabajo de los constituyentes y de la naturaleza del texto elegible. Por ejemplo (hipotético, por cierto), si en mi opinión el proyecto de nueva constitución no garantizara la integridad del voto popular o la libertad de prensa, o peor aún, no le otorgara al estado la función precisa de garantizar derechos sociales (salud, vivienda, trabajo, educación) o bien, si la nueva constitución tuviera tal cantidad de amarres que, al estilo de la constitución pinochetista, fuese imposible de modificar, posiblemente no me sumaría. Un momento tan trascendental en la historia política de nuestro país, requiere de la mayor libertad de cada uno para decidir su voto. A fin de cuentas, nuestros constituyentes son personas y no dioses.
Espero que cuando la propuesta esté lista, haya un fuerte despliegue para comunicar su contenido y amplios espacios para discutirlos, antes de votar. Tarea para la Convención, para el Gobierno, para las organizaciones sociales y los partidos políticos, para las instituciones y, sobre todo, para los ciudadanos.