Páginas Marcadas de Antonio Ostornol ¿Podemos transformar lo triste en esperanza?

por La Nueva Mirada

En unos pocos días más habremos concluido lo sustancial del proceso constituyente: tendremos nueva constitución, o no. Y el sistema político (gobierno, parlamento, partidos, organizaciones sociales, ong´s, colectivos, etc.) estará de cabeza buscando las explicaciones del caso, ya sea para explicar el triunfo o la derrota. El tema seguirá abierto y, con mayor o menor sinceridad, nos preguntaremos si este será un paso hacia la esperanza o hacia una profunda tristeza.

Me parece que, independiente de qué opción gane, es evidente que los cambios en el orden constitucional tendrán que producirse, sí o sí. He aquí mi esperanza. Esto porque casi el 80% de los ciudadanos se pronunció en ese sentido hace un par de años y nadie lo discute y porque la historia de los últimos diez años (a lo menos) indicaba que el modelo, que en algún momento nos generó muchos beneficios, había tocado fondo y era urgente su transformación. Si no se había producido, era exclusiva responsabilidad de una derecha ultraconservadora que ejerció sus ventajas constitucionales, derivadas de la constitución del 80 para oponerse, aunque fuera minoría. Ahora sabemos que existe un amplio consenso para profundizar una democracia más moderna: incorporación de nuevos mecanismos de participación ciudadana, reglas más universales que garanticen representación paritaria en los órganos de poder, reconocimiento constitucional de los derechos de las minorías, un nuevo estatuto para la efectiva repartición del poder entre centro y regiones, el nuevo pacto con los pueblos originarios y su reconocimiento con estatus y derechos constitucionales. En estos temas, hay voces claras que tienden a coincidir y que se mueven desde la derecha hasta la izquierda de nuestro espectro político. También, seguramente, esos consensos podrían encontrarse en temas tan cruciales como la necesidad de garantizar derechos sociales básicos, como la vivienda, la salud y las pensiones dignas. O sea, es verdad que debiéramos estar viviendo un momento glorioso sin embargo habrá mucha crispación al día siguiente del plebiscito y nos estaremos preguntando por qué.

La ministra Orellana, en una entrevista publicada el fin de semana, decía que no había que empezar a echarse la culpa si los resultados no eran los deseados. En cierto sentido, tiene razón: el gobierno deberá seguir gobernando y, en cualquiera de los dos escenarios, tendrá una tarea gigantesca. Si gana el apruebo, habrá que poner en marcha la nueva constitución y hacer todo lo necesario para que, si el texto no hubiese logrado concitar un apoyo categórico, en el proceso de implementación lo alcance. La misma responsabilidad tendrán los partidos de la coalición oficial. Pero responsables de que no se logre el apoyo contundente que los niveles de consenso suponen, los hay. Ahora bien, si ganara el rechazo, con mayor razón debieran aparecer los responsables.

En mi opinión, el texto final que se nos propuso para votar no estaba pensado para alcanzar grandes acuerdos. La estructura del mismo da cuenta, más bien, de la instalación de las diferencias identitarias como compartimentos estancos y excluyentes de las otras identidades, por cuanto reconoce el derecho máximo de cada una y no necesariamente las reglas de compatibilidad entre ellas. Cualquiera puede encontrar algún elemento que lo irrite lo suficiente como para mitigar sus ganas de apoyar este texto. ¿Y eso no fue tomado en cuenta? ¿No se discutió cuáles podrían haber sido los mínimos que concitarían los apoyos amplios y categóricos? Esta perspectiva, al parecer, no estuvo presente. La lógica aparecía muchas veces como la de la imposición de una mayoría que no tenía clara conciencia de su eventualidad. Esta lógica explica que sectores que claramente suscribirían todos y cada uno de los temas que planteé al inicio del artículo, se hayan situado en la opción rechazo. ¿Son todos y todas, una manga de reaccionarios y conservadores que quieren mantener a toda costa sus privilegios, como lo ha dicho, tuiteado y escrito tanta gente? Por supuesto que no. A muchos de ellos los conocemos de años, han estado en momentos difíciles de la política, se han jugado la vida. Eso no se puede desmentir. Entonces, el que a dos años de una categórica expresión de la voluntad ciudadana por los cambios estemos caminando, según dicen, en una delgada línea entre el apruebo y el rechazo, habla de algo que las fuerzas por el cambio no hicieron bien.

Desde mi perspectiva, los errores surgen de dos dinámicas diferentes: por una parte, una lectura equivocada de los resultados de la elección de convencionales, en el sentido de que el veinte por ciento de las ideas de derecha representadas en el órgano constituyente era un espejo de la adhesión ciudadana y, por lo tanto, debían vivir su condición de minoría; eso no era exacto, porque el universo cultural que representa la derecha es más que un veinte por ciento y, una parte de ello, está por realizar los cambios (las elecciones posteriores advirtieron de esto). Todo indica que esta constatación no fue un factor al momento de redactar el texto.

Y la segunda dinámica equivocada, a mi juicio, fue la preeminencia de la lógica refundacional. El pensar en que todo debe ser nuevo, como recién inaugurado, y no una nueva etapa de un proceso que tiene antecedentes sólidos, constitutivos de nuestra identidad, y otros que deben ser radicalmente modificados. ¿Qué sentido tiene cambiar el nombre del senado o del poder judicial? No son aportes significativos y, como enunciación simbólica, restan más que suman. Aquí se expresa una discusión más vieja que el hilo negro, entre los cambios revolucionarios y los graduales. Y frente a eso, se toman posiciones. Yo creo que el prurito de la gran transformación es una herencia romántica de los siglos XVIII y XIX, que se consagró como utopía en la Rusia de los soviets, como tragedia en las revoluciones de mitad de siglo (China, Cuba, Vietnam, Camboya, etc.) y como parodia en el siglo XXI (Venezuela, Corea del Norte). En esto hay un siglo de frustraciones y traiciones al ideario. Y resultados paupérrimos en términos de calidad de vida y dignidad (en aquellas experiencias que lograron los mejores indicadores de calidad de vida (la RDA, por ejemplo), el poder revolucionario se mantenía porque el país se había transformado en una enorme cárcel). Este siglo XX revolucionario demostró que la constitución de grandes mayorías políticas por los cambios es, a la larga, más fructífera en términos de garantizar la democracia y la calidad de vida de las personas, que los cambios radicales que obligan al uso permanente –y muchas veces abusivo- de la fuerza.

Entonces, si bien no hay que “echarse la culpa”, como dice la ministra, hay que asumir las responsabilidades. ¿Serán de los convencionales, en cuanto sujetos individuales? No lo creo. Ellos se entregaron a una tarea urgente y, en términos personales, de una gran entrega. Las responsabilidades son políticas y de los colectivos (que son políticos), organizaciones sociales (que también lo son) y los partidos propiamente tal, que tenían la capacidad de incidir y participar de este debate. Esta es la parte triste del proceso: podríamos haber logrado más si hubiésemos tenido más voluntad política.

Pero la parte esperanzadora sigue vigente: desde el día después, habrá que salir a buscar y hacer realidad esos consensos, los del plebiscito de entrada, los de la consulta de los alcaldes, los de los dos millones de chilenos que marcharon en octubre.

También te puede interesar

Deja un comentario