Vivimos una crisis de orden público profunda, de larga data y que atraviesa el país. Desde las autoridades públicas, este tema pareciera haberse transformado en un verdadero frente de batalla. Si no nos salimos de las trincheras partidistas para abordarlo, poco y nada podremos hacer.
Estamos atrapados en el mundo de la sordera y la ceguera. No nos vemos a la cara ni nos escuchamos de verdad. Frente a cada hecho público, podemos anticipar con casi total seguridad las respuestas de los actores arriba del escenario. Un ejemplo a propósito de los últimos hechos de violencia y represión ocurridos en el país. Hubo una golpiza a un carabinero durante una manifestación en el centro de Santiago. Las imágenes muestran a un policía en el suelo defendiéndose de un grupo de jóvenes que lo patean. La información señala que, en medio del incidente, el policía desenfundó su arma de servicio y disparó. Según entiendo, hubo un joven herido. ¿Qué se dijo acerca de este hecho y su significado?
Desde el mundo más de izquierda, se habló de uso desproporcionado de la fuerza. ¿Qué se quiere decir con eso? Posibles respuestas nunca dichas: uno, el carabinero debería haber aguantado profesionalmente la pateadura, haber extraído su celular y fotografiar a los agresores, y luego conminarlos a que lo acompañaran a la comisaría para el procedimiento de rigor; otra posibilidad, debería haberse transformado en Kung Fu, haber realizado algunas piruetas al estilo de Jack Chang y haber neutralizado –sin daño- a los agresores; o bien, desde el suelo, defendiéndose como gato de espalda, el carabinero de marras debería, entre patada y patada que le caía en el cuerpo, haber dialogado con los muchachos y muchachas que ejercían sobre su humanidad el derecho a manifestarse y rebelarse contra la desigualdad y el atropello de sus derechos.
Desde el mundo de la derecha, en cambio, la lectura habría sido muy diferente. Todo sería culpa del nuevo gobierno que, hasta ayer, “avalaba” la violencia contra las instituciones –incluido Carabineros de Chile- y ahora no tiene cómo decir lo contrario. El evento demostraría que debe condenarse la violencia sin ambigüedades, independiente de su contexto o circunstancias en que se produce. Por supuesto, se omitiría en el análisis el desfondamiento institucional de la policía, la desconfianza extendida en la ciudadanía, el itinerario de hechos de corrupción financiera y policial descubiertos en los últimos años.
Estoy seguro de que cada lector podría agregar varios ejemplos más y, posiblemente, si nos aplicamos conformaríamos un extenso catálogo de argumentos que, en apariencia, nos parecerán excluyentes pero que, si los miramos desde fuera de la trinchera, no lo son tanto. He caricaturizado algo las elaboraciones sobre el tema y tengo conciencia de que me remito a lo que queda como titulares en los medios de comunicación. Puedo imaginarme que, por ejemplo, en una conversación distendida en algún foro académico los razonamientos podrían ser más sutiles, menos bastos, más complementarios. Pero creo que hace rato que el horno no está para ese bollo y la discusión sobre el tema de la violencia se ha transformado en un tema de trincheras, en el esfuerzo sistemático por instalar un discurso hegemónico sobre las responsabilidades políticas de un fenómeno que se ha vuelto cada día más difícil de controlar.
La crisis de orden público que vivimos en Chile (delincuencia, narcotráfico, violencia política, de género, intrafamiliar, xenófoba, etc.) va más allá de un determinado gobierno. Es un fenómeno que se ha ido instalando lentamente hace años. Mucho de la normalización de la violencia se la debemos a la dictadura, período de la historia reciente de Chile donde se ejerció la más sistemática, extendida e impune violencia durante 17 años. Ha acompañado, en forma creciente, a todos los gobiernos del período democrático (posiblemente, el que menos responsabilidad tiene es el actual, pero creo que solo porque lleva poco tiempo). Ha sido promovida por agrupaciones políticas, más o menos organizadas. Se ha hecho parte de cierta cultura policial. La han justificado –explícita o implícitamente- políticos e investigadores, dirigentes sociales y académicos progresistas y conservadores. Distintas personalidades y liderazgos la han ejercido en el espacio público desde lo institucional y fuera del sistema. Es decir, el fenómeno es tan extendido y complejo, que atribuirle la responsabilidad de su existencia a un solo sector social o político es simplemente una ceguera, cuyo único resultado esperable es la inacción.
Mientras pensemos que los únicos culpables de la violencia son quienes pertenecen al bando político contrario, estamos jodidos. Lo poco que como ciudadanos podemos saber nos habla a las claras de que se trata de un problema de carácter nacional, transversal desde el punto de vista social y político, y abordable solo desde una perspectiva integradora. En esto el actual gobierno tiene razón: enfrentar la crisis de orden público requiere respuestas multidisciplinarias. Eso incluye el legítimo, adecuado e irrestricto uso de la represión por parte de las instituciones del estado, atribución a la cual no puede ni debe abdicar. El gran error de la derecha ha sido creer que solo eso es suficiente, sin poner atención a contextos históricos, sociales o económicos.
¿Cómo debiera ser, entonces, una política efectiva, sustentable y exitosa para enfrentar la crisis de orden público? Por supuesto, no tengo la respuesta, aunque me encantaría. Pero de una cosa estoy convencido: si el tema de la violencia sigue siendo un campo de batalla y posicionamiento político, donde no nos escuchamos ni nos miramos a la cara, tenemos la batalla perdida.