Escribo mi “Página marcada” número 52. Hace un año, gracias a la generosidad de Lamiradasemanal.cl, tuve la oportunidad de comenzar un proceso de escritura que ha sido apasionante. No había tenido la experiencia de escribir rigurosamente cada semana, con fechas y horas a cumplir, mínimos y máximos de palabras establecidos, y un cierto sentido de urgencia contingente de la tarea emprendida. No ha sido fácil, debo reconocerlo. Este es un ejercicio muy diferente al que he realizado históricamente con la escritura de mis novelas y relatos (quienes me conocen, sabe que me tomo el tiempo). Siento la labor del escritor, aparentemente, mucho más comprometida con la exploración interior, donde el ejercicio de la palabra se transforma en el camino para descubrir lo que se quiere proponer. Estas columnas me han permitido, también, valorar desde otra perspectiva el trabajo de los periodistas de verdad, que semana a semana, o día a día, deben articular alguna propuesta de sentido. Después de un año, he ido aprendiendo a escribir con tiempos, sin límites, mucho más centrado en el proceso de hacerlo que en el producto mismo.
Después de un año, he ido aprendiendo a escribir con tiempos, sin límites, mucho más centrado en el proceso de hacerlo que en el producto mismo.
Cuando empecé este trabajo, me propuse ir haciendo un recorrido de aquellos libros que, por una u otra razón, decidí marcar como relevantes en mi proceso intelectual y creativo. Estoy convencido de que la literatura tiene sentido en la medida en que nos abre nuevas preguntas y nos obliga a mirar la realidad desde un ángulo diferente y nuevo. Si esto es así, las páginas que un lector va marcando podrían llegar a ser una especie de mapeo en clave de citas de sus procesos intelectuales. Marcar palabras, párrafos, páginas o libros enteros, sería una forma privilegiada de la atención selectiva. De alguna forma, los enunciados marcados develan ciertas intuiciones con las que el lector, más o menos consciente, mira el mundo y define su nivel de bienestar o malestar en la vida.
Marcar palabras, párrafos, páginas o libros enteros, sería una forma privilegiada de la atención selectiva.
¿Cuáles son, entonces, los procesos que me han interesado este año? Si hago el recuento de lo escrito, rescato algunas ideas fuerza que sistemáticamente irrumpen en mis columnas. Tienen que ver con dos o tres temas fuertemente anclados en mi experiencia biográfica: la política y el lenguaje. Por ejemplo, en la primera columna sobre la novela Serotonina, de Houllebecq, notaba que la sociedad francesa reflejada por el escritor se “parece mucho al Chile que miramos desde el mercado, el crecimiento inequitativo y la vulgarización del discurso que termina vaciando las instituciones sociales y sus ejercicios.” (4 junio 2019). Dos intuiciones se articulaban en esa lectura. Una, la evidencia de que en la sociedad chilena se incubaba una crisis producto de las condiciones económicas, sociales y culturales de franca desigualdad que se habían consolidado en nuestro país. A mediados de ese año, los diagnósticos eran concluyentes: si bien Chile había crecido y se había ampliado en forma significativa el acceso de muchas personas a los bienes y servicios propios de una sociedad, que había más que duplicado su ingreso per cápita en las últimas décadas, la distribución de dichas oportunidades, especialmente en la dignidad de las mismas, era de una inequidad francamente abismal. Mientras una élite económica, social y cultural, que circulaba en el mundo de los negocios, las universidades, la política y los medios de comunicación, hacía alarde de sus logros (muchos de ellos, probablemente, merecidos; y otros, no tanto), había una enorme mayoría a la que el acceso a los beneficios les costaba sangre, sudor y lágrimas. ¿No podían disponer de lo que tenía esa élite? Probablemente, la respuesta correcta habría sido que lo lograban “bastante”. El problema estaba en el costo de aquello. Mientras a unos –que los tenían en abundancia- les significaba muy poco; a otros, se les iba la vida. Pensemos, por ejemplo, en los viajes. Si bien es verdad que nunca antes en Chile tanta gente pudo viajar, la posibilidad de hacerlo implicaba esfuerzos muy desiguales a las diferentes familias. Y lo mismo podríamos decir de lo que ya se ha hablado largamente, como tener una buena cobertura de salud o de educación. Concluía en esa columna que “este mundo del confort capitalista no permite ver la tragedia de los marginados del sistema o de los abandonados al fracaso, así como esconde las discriminaciones y abusos de todo orden que siguen escondidos en su estructura.”
En junio hice esta reflexión y, el 18 de octubre del mismo año, este escenario donde se mezclaban injusticias, soberbia, falta de sentido y mucha rabia, estalló en nuestras calles. Recordé en esa ocasión, aunque a muchas personas no les guste la referencia, que el presidente Lagos había afirmado en el contexto de su fallida postulación presidencial del 2018, que “no había ninguna posibilidad de que Chile alcanzara el desarrollo con los niveles de inequidad que existían en el país. Según Lagos, salarios, pensiones, sistema de seguridad social, educación de calidad, coberturas de salud, integración territorial, reconocimiento de los pueblos indígenas, no discriminación a las mujeres y respeto a las minorías, serían las prioridades que el sistema político, social y económico debería satisfacer en el futuro.” Y esto no es menor, ya que como se ha ido demostrando a lo largo de este año (pandemia incluida) los cambios en nuestra sociedad son perentorios y de ellos hay que hacerse cargo. En este sentido, creo que el plebiscito para iniciar la elaboración de una nueva Constitución es un momento trascendente para generar el espacio donde se restituya un equilibrio político social a partir de una experiencia democrática. Es decir, si la imposición de las restricciones para realizar cambios fue la olla a presión que posibilitó la actual crisis de representación (léase los amarres dejados por la dictadura), lo que se necesita es un reequilibrio de los poderes para lograr aquello que en las viejas clases de matemáticas del colegio nos enseñaron como el “mínimo común denominador”.
En junio hice esta reflexión y, el 18 de octubre del mismo año, este escenario donde se mezclaban injusticias, soberbia, falta de sentido y mucha rabia, estalló en nuestras calles.
Necesitamos unos acuerdos básicos acerca de cómo queremos que sea nuestro país y la vida que compartimos. Sin ese mínimo, no hay desarrollo posible. Y esto habla de mi segunda obsesión: las formas del lenguaje, la manera en que nos referimos a las cosas y sus consecuencias. Estamos atrapados en discursos cerrados y excluyentes, que aniquilan cualquier propuesta que provenga del eventual “adversario” en la contienda política. Las opiniones se construyen a partir de la descalificación del sujeto que habla, como si atribuirle una cierta condición, intenciones o creencias a priori no lo hiciera apto a opinar o, peor aún, lo privara de ese derecho. De esta forma, las respuestas a las demandas y problemas que tenemos hoy no siempre se evalúan y discuten desde sus propios méritos, sino desde la atribución de “intenciones” difícilmente demostrables y muchas veces, no necesariamente ilegítimas. Nos hemos instalado en un estado de polarización que no permite el ejercicio de la palabra y comienza a prevalecer la violencia como argumento. No ha sido la primera vez que lo vivimos. Todos los que tenemos memoria larga y vivimos los años sesenta y setenta, sabemos que la bipolaridad política sólo engendra tragedias. Al gobierno de la Unidad Popular –mediante una campaña sistemática- se le atribuyó un carácter antidemocrático que no estaba en la esencia de todos los partidos que la integraban (en algunos sí, hay que reconocerlo); y los enemigos de la Unidad Popular no eran una manga de fascistas (aunque los había, y no pocos, hay que reconocerlo). Pero los lenguajes irresponsables, agresivos y descalificadores, cerraron cualquier posibilidad de construir los consensos que habrían, hipotéticamente, aislado y derrotado a los grupos que querían vulnerar la democracia e impedir los cambios sociales que Chile necesitaba.
las formas del lenguaje, la manera en que nos referimos a las cosas y sus consecuencias.
Hoy estamos en un estado de crispación que hace muy difíciles las conversaciones. Hace solo unas horas leí un panfleto digital que rezaba lo siguiente: “Si no aprueban el retiro del 10% de nuestra plata, todos a la calle”. ¿Qué significa esto? ¿El problema es resolver cómo se ayuda a ciertos sectores, o imponer una cierta forma de hacerlo? Ambas cosas se involucran y hay desacuerdos, pero para eso existe el Parlamento, y las mesas de diálogo, y las reuniones políticas y sociales. Allí se deben dirimir las opciones. Para que los proyectos se hagan realidad, hay que construir fuerza política. Esto pone en jaque nuestra relación con la violencia. En junio del 2019 me preguntaba: “¿Cómo fue nuestra relación con la violencia? ¿Cuánto la pensamos y cuánto la aceptamos como una realidad incuestionada? ¿En qué medida estábamos dispuestos a ejercerla en función de los intereses superiores de la revolución? ¿Hasta qué límites?” A veces tengo la impresión de que nos hemos olvidado de las experiencias. Cuando hablo en la primera persona plural, me refiero al amplio y diverso mundo de la izquierda. Cuando era militante comunista en los años 70, frecuentemente me acusaban de reformista. Hace ya un buen rato que no lo soy, y me siguen acusando de reformista.
No me queda más opción que aceptarlo y estas columnas me lo han reafirmado: creo en la política como diálogo, con representación justa y democrática, con horizontalidad y pragmatismo, con cambios, aunque no sean espectaculares ni absolutos ni inmediatos, pero que no dejen de ocurrir.
No me queda más opción que aceptarlo y estas columnas me lo han reafirmado