El verano avanza, las calles poco a poco se van despejando y nos acercamos a lo que suelo llamar “verano profundo” donde la ciudad de Santiago se vuelve amable por única vez en el año y se puede gozar recorrerla sin encontrar atascos ni energúmenos al volante. De igual forma, nos vamos acercando al día de San Valentín que, originalmente celebraba el amor entre parejas, pero que desde hace algún tiempo (imagino que para ampliar el espectro comercial) ha devenido en el día de la amistad. No es que me moleste, al contrario. Creo que la amistad y el amor tienen similar importancia… y aunque no puedo dejar de mencionar que en el artículo anterior fui sorprendida con una curiosa censura por incluir la foto clásica de Norma Jean Baker (Marilyn Monroe) desnuda, foto hermosísima que ha dado la vuelta al mundo y a las décadas, y que por mostrar los pezones infringió las normas de Facebook, me entusiasmé con un tema que hoy puede lucir pasado de moda porque ya poco o nada se escriben cartas, pero que en la historia de las pasiones amorosas tiene grandes cultores, incluida esta cronista que cuando tiene la oportunidad goza escribiendo largas cartas de amor o… de amistad.
Al parecer, así como existe el sexo sin amor, también existe el amor sin sexo, aunque esta no sea la correcta definición de la manía amorosa o la pasión epistolar. Viajando por las redes descubrí que uno de los más apasionados practicantes de este estilo fue Ernest Hemingway que, durante más de 25 años mantuvo una relación epistolar con Marlene Dietrich, relación que nunca llegó a la cama, pero que mostró ser una pasión en llamas plasmada en una nutrida correspondencia que abarca desde el año 1934, cuando se conocieron, y que solo se interrumpió con el suicidio del escritor en 1961.
«Creo que ya es hora de que te diga que pienso en ti constantemente. Leo tus cartas una y otra vez y hablo de ti con algunos hombres selectos. He cambiado tu foto a mi alcoba y la mayoría de las veces que la observo me siento bastante impotente». Hemingway a Dietrich
Marlene y Ernest se conocieron y se convirtieron en grandes amigos que declararon urbi et orbe la atracción que sentían el uno por el otro, pese a que nunca consumaron un encuentro sexual. Eran amigos, “víctimas de una pasión fuera de sincronía” como describió Hemingway su relación con Marlene, descripción que se incluye en el libro Papa Hemingway: A personal Memoir (A.E Hotchner). Y pese a que su amor fue platónico, no estuvieron libres de enloquecer de celos cuando aparecían rivales del sexo opuesto…
«Sigue enojada todo lo que quieras. Pero detente en algún momento, hija, porque sólo hay una como tú en el mundo, y nunca jamás habrá otra, y me siento muy solo en este mundo cuando tú te enojas conmigo», le escribió Hemingway cuando Dietrich se enojó por el flirteo del escritor con Ingrid Berman, una de sus grandes rivales en la pantalla, la mítica compañera de Bogart en Casablanca.
Pero la historia de la pasión epistolar viaja por el tiempo y nos asoma a grandes amores como el de Napoleón Bonaparte a Rose Tascher a la que él llamaba Josefina y con la que mantuvo durante años una tormentosa historia de amor en la que la infidelidad, la mentira y los juegos de poder fueron los protagonistas. Ni el divorcio fue obstáculo para que compartieran correspondencia hasta cuatro días antes de la muerte de Josefina.
En una de sus numerosas cartas, Napoleón le escribe
Me despierto lleno de ti. Tu retrato y el recuerdo de la embriagadora velada de anoche no han permitido que mis sentidos descansen. ¡Dulce e incomparable Josefina, qué extraño efecto causáis en mi corazón! ¿Os enfadáis? ¿Os veo triste? ¿Estáis preocupada? Mi alma se rompe de dolor, y vuestro amigo no encuentra reposo… Pero ¿lo encuentro acaso cuando, entregándome al sentimiento profundo que me domina, extraigo de vuestros labios, de vuestro corazón, una llama que me quema? ¡Ah! ¡Cómo me di cuenta esta noche de que vuestro retrato no sois vos! Te vas al mediodía, te veré dentro de tres horas. Entretanto, mio dolce amor, recibe mil besos, pero no me des ninguno, pues queman mi sangre.
Por otra parte, Oscar Wilde, de agudo ingenio y rápidas improvisaciones sostuvo nutrida correspondencia, incluyendo cartas que sirvieron para condenarlo a la cárcel y el famoso De profundis, una larga carta llena de reproches que le escribió a su amado desde allí. También diversas cartas de amor que, como dijo un autor, deben ser ridículas, porque de otra forma no expresan la locura temporal que produce el amor y así, es capaz de escribir a su amado y a la historia:
“Mi niño, Tu soneto es encantador, y es una maravilla que esos labios tuyos, rojos como pétalos de rosa, estén hechos tanto para la locura de la música y las canciones como para la locura de besar. Tu delgada alma dorada camina en el medio de la pasión y la poesía. Sé que Jacinto, a quien Apolo amaba con tanta locura, eras tú en los tiempos de Grecia. ¿Por qué estás solo en Londres, y cuándo vas a Salisbury? Ve allá a enfriar tus manos en el Crepúsculo gris de las cosas góticas, y ven aquí cuando quieras. Es un lugar encantador en el que solo faltas tú; pero ve a Salisbury primero. Siempre, con imperecedero amor, tuyo”.
Más contemporáneamente encontramos a Gala y su controversial relación con Dalí, diez años menor, que comenzó cuando ella estaba casada con el poeta Paul Éluard y que originó una seguidilla de cartas mientras Dalí se encontraba lejos. A continuación, una muestra
Si supieras cuánto deseo verte, cuánto me gustaría tenerte conmigo. Sé muy bien que no puedo retenerte, que la abominación de la vida en común no es para nosotros, pero siento como si hiciera años que no te tengo. Y he perdido el gusto por la vida, por los paseos, el Sol, las mujeres. Solo he conservado el sabor amargo y terrible del amor. Si pudiera estrecharte entre mis brazos, volvería a ser el que he sido para ti en algunos momentos. Te adoro, solo tú existes desde toda la eternidad. Mi pequeña Gala, hermosa, querida mía, maia dorogaia, mi pequeña, mi amor, me muero de estar sin ti. Salvador Dalí.
Más cerca, cerquísima, la relación entre Gabriela Mistral y Doris Dana quedó registrada en múltiples cartas que se escribieron (especialmente Gabriela) durante su relación que comenzó a fines de 1948 y se extendió por ocho años hasta la muerte de la poeta en 1957 en los brazos de Doris en Nueva York.
“Cuando tú vuelvas, si es que vuelves, no te vayas enseguida. Yo quiero acabarme contigo y quiero morirme en tus brazos” (fragmento de carta de Gabriela Mistral a Doris Dana, diciembre de 1948).
Por mucho tiempo, decir que Gabriela fue lesbiana constituía un crimen y toda prueba de ello se obviaba, pero hoy, gracias a que se han desclasificado numerosos archivos, existen las pruebas que nos permiten perfilar a Gabriela como la persona que realmente fue, una mujer de carne y hueso, profunda y sensible, capaz de amar con alegría y pasión y, también, odiar con rencor. Una personalidad tan fuerte que la convirtió hasta hoy, en la única mujer de habla castellana que ha obtenido el premio Nobel de literatura.
Mistral, pionera del feminismo sostuvo que la mujer en Chile era “prisionera de la ignorancia” y refiriéndose a su vida en Chile dijo “viví aislada en una sociedad analfabeta cuyas hijas eduqué y que me despreciaba por mal vestida y mal peinada”. Mucho de ese sentir se reflejó en sus cartas a Doris donde abundan los reproches y el dolor de no poder sentirla completamente suya. También la diferencia de edad (era treinta años mayor) y las inseguridades de una mujer que se sintió siempre poco agraciada físicamente.
«Yo no tengo vida suficiente para hacerte comprender que la máquina humana que llamamos latinidad —aunque no tenga ninguna sangre latina tengo hábitos latinos— marcha de modo muy opuesto a la sajona». «El corazón, vida mía. Es órgano tan celoso como un hispanoamericano». «Tú eres de una raza libertaria, yo de una raza esclavista». Gabriela a Doris
Es larga la lista de epistolarios… muchos de ellos no son amorosos (como parte de lo que rescato en Gabriela), pero en medio del verano, entre el calor de los días, me ha parecido pertinente remitirme a ellos…quizás porque el ambiente está espeso, pero el amor sigue flotando sobre los días tórridos.
Y en ese marco, siempre me ha parecido notable la carta de Julio Cortázar a Edith, la mujer que muchos creen inspiró al personaje de “La Maga” en Rayuela. Julio y Edith se encontraron accidentalmente en París, pero volvió a Argentina antes de tener una relación. Al decidir su regreso a Francia, para establecerse y morir allí, escribió esta bellísima carta
Querida Edith: No sé si se acuerda todavía del largo, flaco, feo y aburrido compañero que usted aceptó para pasear muchas veces por París, para ir a escuchar a Bach a la Sala del Conservatorio, para ver un eclipse de Luna en el parvis de Notre Dame, para botar al Sena un barquito de papel, para prestarle un suéter verde (que todavía guarda su perfume, aunque los sentidos no lo perciban). Yo soy otra vez ese, el hombre que le dijo, al despedirse de usted delante del Flore, que volvería a París en dos años. Fragmento inicial de la carta de Julio Cortázar….
Es una larga misiva… una bella reflexión de un joven inseguro frente al deseo de volver a encontrar a aquella que marcó sus recuerdos, una carta donde sugiere salidas a la amada si ya no lo quiere volver a ver, encantándola con sus deseos y humildad… una carta que sigue
Voy a volver antes, estaré allí en noviembre de este año. Y desde ahora pienso, Edith, en el gusto de volverla a encontrar y, al mismo tiempo, tengo un poco de miedo de que usted esté ya muy cambiada, sea una parisiense completa, hablando el lenguaje de la ciudad, y los hábitos de la ciudad, y todo eso que yo tendré que ir aprendiendo poco a poco, con cuanto trabajo. Tengo además miedo de que a usted no le divierta la posibilidad de verme, que, al contrario, le fastidie este recuerdo de Buenos Aires, ya que yo soy un poco Buenos Aires, eso que usted dejo atrás. Por eso le pido desde ahora, y se lo pido por escrito porque me es más fácil, que no vaya a crearse problemas de “buena educación” cuando yo la busque en París. Si usted está ya en un orden satisfactorio de cosas, le pido que me lo diga sin rodeos. ¿Por qué no? Sería mucho peor disimular el aburrimiento. Si le choca este tono un poco vehemente, le pido perdón.
Una carta donde se justifica y la justifica
Sobre todo, cuando nunca le escribí una sola línea, ni hice nada por comunicarme con usted. La verdad es que deseaba volver, no escribir; arreglar mis cosas para volver a París, y allí, un buen día, encontrármela, y seguir siendo buenos camaradas como antes. A usted no le reprocho que no me haya escrito. Me parece perfectamente natural. Demasiado intensamente estará viviendo para dedicarse a las pálidas tareas epistolares. Pero me gustaría que alguna vez se haya acordado de mí, como yo me he acordado mucho aquí, cada vez que el recuerdo de aquel tiempo me volvía como un aire fresco. Creo que estaré en París en la primera semana de noviembre. Gané una de las becas del gobierno francés y, probablemente, iré a alojarme a la Cité universitaire. Por lo demás, estoy quemando aquí las naves, y tengo la firme intención de quedarme en París. Algunos amigos que tengo me buscan en estos momentos algún trabajo para completar mi presupuesto (las becas son miserables y no alcanzan para nada); espero poder irme arreglando. (…) Querida Edith, no se enoje por esta carta, o, si se enoja, que sea un enojo bonito y que pase pronto. Me gustaría que le gustara (vea como repito las palabras, y eso que mi maestra de quinto grado se mataba corrigiéndome el vocabulario y enseñándome sinónimos), me agradaría que le agradara alguno de mis cuentos. Si usted ya no está en la dirección a donde le mando mi carta, y con todo se la hacen llegar, ¿será buena y me mandará su dirección para que yo, una tarde, lleno de alegría, pueda…?
Una carta que termina con una súplica, como la de un niño esperando el caramelo que ansía y no se atreve a tomar
(¡Suspenso! Lo que quiero decir es que no me gustaría encontrar la casa vacía, o que usted se mudó a Burdeos, o a Lyon, o que vive en la tour d’Olivier de Clisson, que tanto me gusta). ¿Verdad que me va a mandar su dirección, si la ha cambiado? Edith, hasta dentro de poco, con el mucho afecto de…Julio Cortázar
Me cuesta cerrar esta crónica porque la correspondencia entre personajes como Hannah Arendt y Martín Heidegger, Simone de Beauvoir y Jean Paul Sartre, Frida Kahlo y Diego Rivera, y tantos otros, da para escribir mucho. Lo dejo aquí con la esperanza de continuar en el futuro y ansiando que sirva para inspirar esos amores de verano de jóvenes y viejos que habitarán los recuerdos que vale la pena cultivar porque, como dijo en una misiva Mary Wollstonecraft a William Godwin hace ya un par de siglos.
“Si el goce de la última noche pasada ha producido en tu salud el mismo efecto que en mi semblante, entonces no tienes motivo para lamentar tu falta de resolución; pocas veces he visto tanto fuego devorando mis facciones como cuando esta mañana, al arreglarme el cabello, los recuerdos —muy gratos recuerdos— hicieron aflorar el rubor del placer.”