Pedro Lastra Releído y anotado en su cumpleaños ochenta y nueve. Por Micaela Paredes

por La Nueva Mirada

Nosotros lectores del poeta Pedro Lastra acudimos al llamado, como el hablante de “Espero cada día que cante la sirena”, y hacemos del que habita sus poemas ese otro que nos transparenta y nos permite, a través del cumplimiento de nuestro propio deseo, llegar a ser lo que somos.

                                                                  I

Cualquier verdadero lector de poesía, es decir, cualquier persona que al encontrarse con las palabras de esos otros, muertos y/o desconocidos con los que padece y ama en el espacio de la página abierta, sabe, porque así lo siente, que esos momentos compartidos fuera del tiempo pueden ser igual y tanto más decisivos para la propia experiencia vital que lo que acontece en el estrecho transcurrir cotidiano e histórico, al que se retorna no sin desconcierto — desolación a veces— una vez cerrado el libro (o apagada la pantalla, por no desestimar la experiencia lectora reciente), como si la vida real, la verdadera, estuviera allá y no de este lado, más acá del poema.

Ese ejercicio lector, que es también ejercicio espiritual, de hacerse otro al dejarse decir —descubrir— por las palabras de alguien más es la experiencia de la que toma nota el Pedro Lastra de los años setenta en un texto llamado “Del sentimiento de equidistancia (Para una poética del lector)” y que él mismo reproduce en el prólogo a la primera edición de su libro Noticias del extranjero, de 1979[1], para dar cuenta, de manera sucinta y sagaz, de los estímulos que han trazado su experiencia literaria, y que devienen no sólo en una poética sino también en una ética, en tanto manera de habitar la palabra y el mundo. De su vocación lectora nos dice:

Para ser invoco el distanciamiento, y esa es la distancia de la página en que se dibuja una presencia que reconozco. Vivo la pasión de un poema porque mi lectura ocurre en un punto equidistante entre el momento originario (la escritura y la voz) y mi propio momento. Entonces esa palabra es mía: en ella me hago transparente y me veo como nunca me vería si no la conociera.

Esa distancia dada y necesaria para la lectura es solo aparente, o transitoria, porque al devenir en transparencia lo que hace es, al decir de Juan de Yepes, juntar amado con amada; propiciar la salida y olvido del yo hacia el tú convocante —hacia la palabra ajena, que termina por ser también la propia.

Sin embargo, esa experiencia total del Pedro que se vuelve otro a través de la lectura —que es una forma de la escucha, del silencio— no es vivida con el mismo entusiasmo y certeza por el Pedro que habla. Este último asume que, cuando es él quien dice, no comunica; que, tanto cuando recita la palabra ajena en voz alta como cuando profiere la suya propia, no es capaz de generar esa equidistancia para los otros: “Si mi palabra me enturbia o me oscurece es porque soy incapaz de ubicarme al mismo tiempo en un dentro y un afuera de mí y del otro que me escucha, y así estoy siempre por debajo de mi pasión y de mi deseo”. Y en este punto puedo estar de acuerdo sólo parcialmente. Porque si bien es cierto que la experiencia de lectura —cada experiencia de lectura, de cada lector particular— no es transmisible sino de forma precaria e incompleta, ya no como transparencia sino como reflejo, lo que olvida el Pedro lector es que en su rol de poeta puede, y así lo ha hecho, abrir un espacio, el de su propia palabra, que permita a otros —esta vez lectores no con él, sino de él— generar su propia equidistancia. Nosotros lectores del poeta Pedro Lastra acudimos al llamado, como el hablante de “Espero cada día que cante la sirena”[2], y hacemos del que habita sus poemas, ese otro que nos transparenta y nos permite, a través del cumplimiento de nuestro propio deseo, llegar a ser lo que somos.

                                                     II

El poema “Posdata”, que cierra Noticias del extranjero y que no es de Pedro Lastra sino de su amigo —su otro— Enrique Lihn, concentra en verso la poética recién esbozada: “Para decirlo todo en dos palabras / sobre tu poesía: Pedro Lastra: / digo que ya eres parte de ella misma”, y más adelante agrega: “… que escribes contigo mismo como / si fueras el papel frente a la pluma”. He ahí el meollo: el Pedro Lastra intrapoético al que se refiere Lihn es el Lastra lector, el que se ha descubierto en la poesía de otros y que al tomar la palabra —al dejarse escribir por el Lastra poeta— lo que hace es embarcarse en la tarea imposible, reconocida como tal de antemano, de convertirse al mismo tiempo en quien lee y escribe: es el lector leyéndose a sí mismo como a un otro. En este caso, la distancia primera que impone la lectura, en vez de anularse al convertirse en transparencia, en mismidad, se desdobla y se convierte en un exilio sin término, en desfase insalvable entre el que dice y el que escucha. Parte de esa experiencia es la que registra el poema “Escribo en nombre de Nerval”:

recuerdo un verso y lo repito
es su palabra la que digo
la que recuerdo y alguien dice
y no soy yo y el balbuceo
de su palabra es el silencio
(¿quién habla aquí, quién está aquí?)

A diferencia de otros poemas en que el sujeto poético se vuelve otro mediante del uso de máscaras, que son las de esos personajes entrañables a los que el Pedro lector ha conocido y amado a través de los libros —don Quijote, Aquiles, Alvar Núñez, Teseo, entre otros— aquí no se produce la identificación total entre el yo y su persona, sino que se habla desde el papel asumido de impostor. No es Nerval quien dice; se dice en su nombre, y en ese juego de querer encarnar una palabra ajena desde la consciencia de la diferencia, el sujeto termina por desdibujarse, y ya no sabemos, porque él no sabe, quién es: si el que dijo originalmente, si el que lo repite ahora, si el que se escucha decir en nombre del que dijo, que es los dos y ninguno. Aquí el impostor aparece como fenómeno verbal, que surge en la intersección entre el yo y un texto, pero su realidad trasciende la dimensión del lenguaje en otros poemas, al experimentarse también en la cotidianidad exterior a la lectura —“No eres más que un mono melancólico / que entra y sale de mí, / alguien que piensa a veces, / que se piensa”[3]— y sobre todo en la dimensión del sueño, que es ponderada muchas veces como un lugar, si no de reencuentro y conciliación definitiva entre las dos mitades del uno, al menos como un espacio de descanso transitorio, que mientras dura es sentido como el territorio al que verdaderamente se pertenece: “El desterrado busca, / y en sueños reconoce su espacio más hermoso, / la casa de más aire”[4].

                                                      III

No todos los lectores de poesía tienen la fortuna de llegar a conocer, fuera del poema, a la persona que escribió esas palabras que en el espacio íntimo y solitario de la lectura lo interpelan y le revelan una parte de sí. Y dentro del grupo de esos que sí llegan a entablar diálogo con el ser humano de carne y hueso del que surgieron esos versos salvíficos, muchos hubieran preferido no llegar a hacerlo —porque hay que reconocer que el poeta, como cualquier ser humano, anda con sus miserias al aire, en estado bruto, y no como aparecen en sus poemas, transmutadas en verdad y belleza. La desilusión que provoca constatar un abismo entre el que vive dentro y fuera del poema puede ser devastadora. No es este el caso del poeta que nos convoca —quien esté siguiéndome ahora y conozca a Pedro Lastra fuera de sus poemas lo sabe muy bien.

Conocí a Pedro hace seis años, y desde entonces —estas cosas lamentablemente no cambian— son sesenta los años cronológicos que nos separan. Lo digo así pues antes de conocerlo en persona no nos separaba más que la distancia entre mis ojos y sus palabras. Cuando estamos con un poeta a través de sus poemas no pensamos en su edad ni en la nuestra, porque durante el tiempo que dura la lectura ambos somos inmortales. Sin embargo, el milagro del que es capaz Pedro Lastra hombre, en el que lector y poeta no se nos aparecen en conflicto, como en la página, sino encarnados en una sola presencia armoniosa, es el de suscitar con su conversación cotidiana el mismo efecto del que son capaces sus poemas, ese sentimiento de equidistancia. De alguna extraña manera, la transparencia de su voz y de su mirada es capaz de transmutar a quien la acoge, y de hacerle también transparente. A través de la palabra siempre justa, de su oído generoso y su memoria prodigiosa, los momentos a su lado se sienten como fuera del tiempo.


[1] Este texto introductorio, titulado “Una experiencia literaria en su contexto”, que fue escrito originalmente para una lectura en la Universidad de Chicago en 1977, no aparece en las siguientes ediciones de Noticias del extranjero.

[2] “Yo no pienso taparme con cera los oídos: / Apenas cante la sirena / bogaré hacia la orilla / sorteando las aguas resonantes, / las agitadas olas que dibujan tu rostro.”

[3] Del poema “Diálogo”, en la edición de 1979, que sufrió modificaciones en sus versiones posteriores.

[4] Poema “El desterrado busca”.

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