El gobierno actual ha venido ampliando las funciones de las fuerzas armadas hacia el campo interno. Cuando las disputas políticas son intensas, como en el actual momento electoral y constituyente, ello acarrea el peligro de politización de esas fuerzas, acentúandelas y arriesgando la misión profesional de las fuerzas armadas, con el consiguiente riesgo para la estabilidad institucional. J.A. Kast, con su visión militarizante de los conflictos, llevaría estas tendencias a peligrosos extremos.
Antes de las elecciones del pasado 21 de noviembre se vivía bajo la atmósfera de una convención constitucional profundamente transformadora, que sería reforzada por un gobierno de izquierda también profundamente transformador. En ese contexto, los medios y columnistas del conservadurismo y la derecha (y otros) venían advirtiendo sobre una intensa polarización política y culpando de ello al reemplazo de la centro- izquierda por un extremismo de izquierda. No pocos hacían veladas referencias o advertencias sobre el descenso a escenarios traumáticos “ya vividos”, es decir, a la ruptura de la democracia por medios violentos. Se llevaba así adelante una operación de mutación de una nueva izquierda con planteamientos esencialmente socialdemócratas, a una izquierda extremista, a la que se culpa de la polarización y que podría llevar a nuevas situaciones traumáticas para el país.
Evidentemente los relativamente sorpresivos resultados de la elección de primera vuelta presidencial, que dieron ganador al candidato de extrema derecha y que entregaron un senado perfectamente empatado y una cámara bastante balanceada, calmaron en parte esas ansiedades. Llevaron, en cambio, a una rápida alineación de toda la derecha, incluidos sus segmentos de autoidentidad moderada, con su ex hijo pródigo que, en vez de regresar contrito a la familia, atrajo a ésta hacia su nuevo sitial, nuevamente cómoda con su simpatía pinochetista. Así, la situación traumática se trocaba en otra, a la que no hacía falta denunciar o advertir.
Las referencias a la polarización, a una izquierda extrema y las advertencias de descenso a situaciones traumáticas, habían aludido sin nombrarlo al actor tapado, el elefante en la cristalería, al que tienen en mente, pero no verbalizan: las fuerzas armadas. Éstas se han mantenido al margen, como debe ser, salvo una o dos situaciones, como la definición de “antichilenos”, en una declaración que hiciera el ejército, a quienes se manifestaban y producían desórdenes en Plaza Italia.
Que diga que se han mantenido al margen puede parecer paradojal, dada su participación en los estados de emergencia declarados luego del estallido social de octubre de 2019 y más tarde en la Araucanía. Lo que ocurre es que ha sido desde el gobierno que se inició una tendencia clara de emplear a las fuerzas armadas en funciones internas, fuera del ámbito de su misión profesional. Ha habido una actitud de que las fuerzas armadas son un recurso de fácil acceso y disponibles para empleos diversos en ámbitos internos, que le ayuden a resolver sus problemas al gobierno. La perseverancia en esta tendencia revela una concepción de que las fuerzas armadas sí tienen funciones internas, amparadas en la visión aparentemente añeja de “seguridad nacional”, que mantiene una fuerte presencia en diversos capítulos de la constitución actual, y que dan espacio a la autonomía militar y su presencia ampliada en campos civiles.
Es el gobierno el que ha promovido la ampliación de roles militares hacia el campo interno, como ocurre en el proyecto de reforma del sistema de inteligencia del estado, en que se abre campo legal a la participación militar en inteligencia interna incluso más allá de las prerrogativas que ya disponen los jefes militares, y limitando las facultades fiscalizadoras del congreso. Algo similar ocurre con el proyecto de asignar a las fuerzas armadas la protección de la infraestructura crítica. Tal tendencia se ha manifestado también en la inclusión de militares en el control fronterizo, así como en el combate a los incendios forestales, y las posibilidades expansivas a partir de su rol en la pandemia. Cada vez que se asignan nuevas funciones, las fuerzas armadas, de acuerdo a su preparación profesional, despliegan necesidades de inteligencia interna hacia nuevas áreas, de logística, equipamiento y formación, generando dinámicas e inercias difíciles de revertir. Generan también en las fuerzas armadas un interés creado en mantener las nuevas funciones y prerrogativas.
Esta ampliación de roles tendrá finalmente efectos perniciosos en la misión profesional de las fuerzas armadas, enfocada en la defensa de la soberanía, debilitándola. Tiene también el efecto negativo de impedir el desarrollo o fortalecimiento de las agencias estatales que debieran estar llamadas a cumplir esas funciones. Se produce así un doble debilitamiento institucional, en aras de resolver problemas políticos de corto plazo.
El punto a enfatizar aquí, sin embargo, es que todas estas dinámicas llevan a acercar más a las fuerzas armadas al campo de las disputas políticas internas. En un contexto o período de intensas disputas políticas, atraer hacia ellas a las fuerzas armadas solo puede acarrear impactos negativos en el modo de desarrollo de esas disputas, distorsionándolas y agravándolas, así como en el carácter profesional, prescindente y no deliberante de las fuerzas armadas. Ya ha habido suficientes experiencias en el campo nacional y comparado que aseguran un pésimo resultado de combinar polarización con politización de las fuerzas armadas, con la consiguiente amenaza a la estabilidad democrática.
El lamentable legado que va dejando el actual gobierno en esta área se vería fuertemente agravado por un fortalecimiento de las fuerzas de extrema derecha que representa José Antonio Kast. Es desde su sector, acompañado por otros como su sobrino Felipe Kast, que se ha venido pregonando desde hace tiempo la necesidad de militarizar la Araucanía. Ya en su programa presidencial de 2017 José Antonio Kast planteaba otorgar nuevas atribuciones a las fuerzas armadas, declarar el estado de emergencia en la zona, el envío de fuerzas militares en funciones de vigilancia y control, y la convocatoria semanal al Consejo de Seguridad Nacional.
El actual gobierno finalmente dio el paso añorado por Kast, enviar y mantener a las fuerzas armadas en la Araucanía, en funciones de control político interno, que rompió una “tradición” de distanciamiento de las fuerzas armadas de tales funciones que venía forjándose desde que se inaugurara la democracia limitada en 1990. La extrema derecha tiene una visión de que todo el problema ahí es la falta de respeto a las fuerzas armadas en esa zona. El programa de gobierno de Sebastián Piñera reconoció, en cambio, que el conflicto en la zona tenía su origen en la ocupación estatal de territorios mapuche. Su política, no obstante, no siguió las conclusiones que derivaban de ese diagnóstico, y avanzó en la perspectiva de Kast de militarizar la Araucanía. Las fuerzas que este representa, inspiradas aun firmemente en las nociones de seguridad nacional y enemigo interno, propulsarían fuertemente esa perspectiva inicial, con el consiguiente aumento de la polarización y politización, en detrimento de la estabilidad institucional.