El presidente Joe Biden parece haber agotado en menos de ocho meses el escaso capital político con el cual llegó a la Casa Blanca. La coalición abigarrada de grupos con intereses diversos que le sumaron votos no duró mucho y, encarado con la política simple de obstrucción del Partido Republicano, Biden cae en las encuestas y encara la posibilidad de tres años sin éxitos.
De numeritos
Entre las varias consecuencias de un sistema político bipartidista combinado con un alto porcentaje de abstención de los votantes se cuenta la realidad de que ningún presidente en las últimas décadas haya tenido un verdadero mandato ciudadano para llevar adelante un programa eficaz.
En la elección de noviembre de 2020, concurrieron a votar unos 155,47 millones de ciudadanos, esto es el 66,7 % de los habilitados (un 71 % de los blancos, un 54 % de los hispanos, y un 63 % de los negros). El candidato demócrata Biden recibió 74,22 millones de votos en un país con 258,3 millones de habitantes mayores de 18 años de edad.
Esto significa que el ganador de la elección presidencial el año pasado, inició su gestión en enero de 2021 con la oposición de los 81,28 millones de ciudadanos que votaron por Donald Trump, y el silencio de otros 102,8 millones de personas que, indiferentes ante ambos candidatos, no se preocuparon por hacerlo, o no están habilitadas para sufragar.
Pero la ausencia de un claro mandato ciudadano no se limitó a la presidencia de la república.
En el Senado, el Partido Demócrata obtuvo 50 curules, el Partido Republicano otros 50, lo cual, teniendo en cuenta la política inflexible de los republicanos que a todo se oponen, hace imposible lograr los 60 votos necesarios en las legislaciones de mayor alcance. En otros temas, el voto de desempate lo da la vicepresidente del país, Kamala Harris.
En la Cámara de Representantes, donde los demócratas tenían ya una mayoría de 235 escaños sobre los 199 de los republicanos, la “victoria” demócrata de 2020 los dejó con una ventaja de apenas ocho escaños 220/212.
El panorama electoral de Estados Unidos ha estado dominado por más de un siglo y medio por dos grandes bandos que se denominan “Demócrata” y “Republicano”, y que a lo largo de las décadas se han metamorfoseado y han cambiado de identidades en varias ocasiones.
Al votante común se le presentan sólo tres opciones reales: el uno, el otro, o la abstención.
Estos partidos son, en realidad, aglomeraciones de intereses económicos, sociales, regionales y hasta “raciales” con solo una característica notable: el Partido Demócrata es un conjunto de facciones que tiran cada una para su lado y promueven multitud de programas, en tanto que el Partido Republicano se concentra en una política básica: bajarle los impuestos a los ricos con la promesa de que eso traerá prosperidad para todos.
Joe, el veterano
Biden es una figura con medio siglo de historia en la política de Estados Unidos. Fue senador por Delawar, fue vicepresidente en el gobierno de Barack Obama y, en su papel legislativo, ha metido la baza en asuntos de política internacional, laboral, del sistema judicial y leyes laborales.
En 2020, agitados sus espíritus por los dislates, las mentiras y las groserías de Trump, los demócratas y los independientes que con ellos simpatizan, iniciaron una temporada de elecciones primarias con casi dos decenas de aspirantes a la candidatura presidencial. Supuestamente, había llegado el momento de renovar al partido, de ser audaces o “progresitas”, que fue el término de moda. Era la oportunidad de lanzar políticas ambientales radicales, de emprenderla contra los cabilderos de las armas de fuego, de aumentar los impuestos a los ricos y generar una “economía verde” al amparo de programas ambiciosos para lidiar con el cambio climático.
En comparación con algunos de sus competidores más jóvenes y entusiastas, Biden aparecía como un candidato viejo, avejentado, casi obsoleto. Y no obstante ello, su candidatura avanzó hasta el reto último con el senador independiente y dizque socialdemócrata Bernie Sanders, de Vermont.
A tiempo el Partido Demócrata reconoció que la candidatura de un “socialista” podía ahuyentar al votante estadounidense medio dándole la victoria a Trump, y la maquinaria partidista consagró a Biden como candidato presidencial.
En la misión de vencer a Trump, progresistas, socialistas, ambientalistas, feministas, LQBTistas, sindicalistas, quienes abogan por los inmigrantes, los osos polares, los delfines, los bosques y los ríos, los cristianos comprometidos con la justicia social, los oportunistas y los “moderados” de siempre que saben que siempre saldrán ganando, se unieron tras Biden y le dieron el triunfo.
Desde entonces
El 11 de marzo, Biden promulgó el Plan de Socorro con 1.9 billones de dólares para continuar la gigantesca inyección de recursos iniciada un año antes por Trump a fin de lidiar con el impacto económico de la pandemia de la covid-19. Los 220 demócratas en la Cámara de Representantes, y los 50 en el Senado dieron su voto a favor. Ningún republicano apoyó la medida.
Ése ha sido, hasta ahora, el único logro legislativo real del gobierno de Biden.
Porque ya, a esa altura, “progresistas” y “moderados” dentro del Partido Demócrata retornaron a sus pujas particulares debilitando la capacidad del presidente que se ha visto enzarzado en otros asuntos, como la retirada de tropas de Afganistán al término de una guerra de veinte años, y la persistente crisis en la frontera sur, donde migrantes de todo el mundo siguen llegando, y una pandemia que rebrota cada tres semanas.
Las presiones de quienes abogan por los migrantes son constantes y, a la vez, inconvenientes y fútiles. Es cierto, hay unos 11 millones de migrantes indocumentados o con visas temporarias cuya situación es difícil, injusta y de larga data. Pero, por mucha justicia por la cual clamen al cielo y al Congreso quienes por los inmigrantes hablan, la realidad es que esos inmigrantes no votan. Es decir, cuando ya la atención empieza a enfocarse en las elecciones de medio término, en noviembre de 2022 en las cuales estará en juego la magra mayoría demócrata en el Congreso, esos inmigrantes, aún si fueran legalizados de inmediato, aportarán nada. No pueden votar.
Biden, quien ha prometido demasiado a demasiados, ha elaborado un presupuesto de 3,5 billones de dólares –cargado con ideas ambientalistas, progresistas, de beneficio para los migrantes, las mujeres trabajadoras, las fuentes alternativas de energía- junto con otro plan por 1,3 billones de dólares para restaurar la maltrecha infraestructura del país.
Todo lo que los republicanos necesitan hacer para que nada de esto ocurra es lo que están haciendo: se sientan y miran cómo los demócratas se pelean entre ellos.
Las encuestas indican que una leve mayoría de los estadounidenses está a favor del plan de infraestructura, pero a muchos les preocupa su costo. El plan, que incluye programas de manufactura, puentes, aeropuertos, puertos, autopistas, expansión de internet de banda ancha- ya recibió apoyo bipartidista en el Senado, lo cual no es sorprendente ya que también los republicanos ven una tajada de empleos para sus distritos.
Pero los progresistas se niegan a votar sobre esa legislación hasta que el Senado apruebe el presupuesto de 3,5 billones de dólares en el cual se incluye una miríada de programas de asistencia social, educación, cuidado infantil y, sí, reforma del sistema de inmigración.
Y en el Senado, donde los demócratas no pueden perder un solo voto, dos senadores demócratas–Joe Manchin, de Virginia Occidental, y Kyrsten Sinema, de Arizona- se oponen al precio de 3,5 billones de dólares y dicen que están dispuestos a votar por algo así como 1,5 billones de dólares, lo cual requerirá que se arríen las velas de los “progresistas”.
En la breve sesión legislativa en curso los muchos gatos en la bolsa del Partido Demócrata tendrán que decidir si optan por lo poco que pueda lograrse o continúan aferrados a sus reclamos máximos en ruta a una debacle electoral el año próximo.