La posibilidad que se impusiera la opción por el rechazo en el plebiscito de salida estaba a la vista. Lo decían todas las encuestas, que esta vez se quedaron cortas. El gobierno lo tenía asumido como posibilidad y ya había fijado su posición frente a este resultado. Un nuevo proceso constituyente, con convencionales íntegramente elegidos. Pero nadie previó una diferencia así, tan inversa y distante a lo que sucediera con el plebiscito de entrada, en donde el apruebo se impuso con un 78 %, ganando en todas las regiones y la inmensa mayoría de las comunas.
¿Qué pasó en este año y medio que varió tan radicalmente la opinión ciudadana, que optara por rechazar la propuesta de nueva constitución por más del 60 % de los votos, contra un 38 % del apruebo?
En verdad, demasiado para explicar este vuelco ciudadano. En primer lugar, se eligió un nuevo gobierno, al que la ha costado su proceso de instalación y generar un clima de diálogo con la oposición. En un escenario marcado por la crisis económica y alta inflación, que golpea duramente a los sectores más vulnerables de la población. Un fenómeno migratorio que no se logra controlar. Un clima de violencia como el que se vive en la Araucanía, además del recrudecimiento de la delincuencia cotidiana.
En la elección de convencionales predominaron los independientes por sobre los militantes de partidos, representando más de dos tercios de la convención. La representación de la derecha estuvo muy por debajo del tercio al que aspiraban como piso para tener derecho a veto sobre los acuerdos. Los partidos de centro alcanzaron una esmirriada representación, en tanto que los de Apruebo Dignidad no superaron la representación de la derecha.
Ningún sector político podía alcanzar la mayoría de dos tercios necesarios para la aprobación de las normas. Y mientras el PC buscaba alianzas con representantes de las etnias originarias y los convencionales del pueblo, el colectivo socialista hacía lo propio con los independientes no neutrales. Al final, se impuso una mayoría que excluía a la derecha, para rechazar las propuestas más extremas y lograr acuerdos de compromiso entre los diversos sectores del progresismo. El peso de los independientes y representantes de las etnias originarias fue decisivo para alcanzar los quórums necesarios y aprobar las casi 400 normas incluidas en la propuesta de nueva constitución.
El propio proceso constituyente no estuve exento de problemas, errores y dificultades. Con propuestas maximalistas, escasa disposición a la búsqueda de acuerdos y no poca confrontación, descalificaciones mutuas y hasta funas y agresiones a algunos convencionales.
La propuesta de nueva constitución emanada de la convención incluye temas controversiales o que se prestan para más de una interpretación, aún para los partidarios del apruebo, tal como lo reconocieran los dirigentes de los partidos oficialistas en el compromiso suscrito, con el aval del presidente, para introducir aclaraciones y correcciones, en la alternativa que se impusiera el apruebo.
Una intensa campaña de descrédito del proceso desde sus inicios por parte de la derecha. En base a infundios, interpretaciones maliciosas y medias verdades, a la que desgraciadamente se sumaron sectores de centro o centro derecha, además de sectores empresariales, como las AFP, que calaron en importantes sectores de la población, que genuinamente temían que con la nueva constitución podían perder sus viviendas o que les obligaran a recibir inmigrantes, estatizar sus fondos previsionales o que la plurinacionalidad quebrantara la unidad del país.
Sin embargo, todo lo anterior no alcanza a explicar por qué los sectores populares mayoritariamente apoyaran la opción por el rechazo. O que, por ejemplo, el apruebo se impusiera en la comuna de Ñuñoa y perdiera ampliamente en la Pintana. O que comunas con mayoría indígena apoyaran mayoritariamente el rechazo. Y que esa opción se impusiera en todas las regiones y la casi totalidad de las comunas del país.
En primer lugar, ello habla de una derrota cultural de los sectores progresistas. No es un fenómeno reciente ni inédito que sectores populares hayan perdido su conciencia de clase y voten mayoritariamente por la derecha. Que el individualismo prime por sobre los intereses colectivos o se imponga el racismo, el rechazo a los inmigrantes o hacia los pueblos originarios. Que la mayoría de los ahorrantes defienda el sistema de capitalización individual y la propiedad sobre sus fondos, rechazando todo principio de solidaridad en materia previsional.
Habla de la incapacidad del estado para dar eficientes y oportunas respuestas a las demandas básicas de la ciudadanía por salud y educación de calidad, resolver el déficit de viviendas, mejorar los salarios y las pensiones, la seguridad ciudadana, la igualdad de derechos y oportunidades.
Pero más en el fondo, habla de la crisis de la política. De su falta de representación de los intereses que dice defender. De su pérdida de identidad, ensimismamiento y desconexión con la sociedad, poca capacidad de diálogo y búsqueda de acuerdos, excesiva fragmentación, malas prácticas y desnuda lucha por el poder.
Se afirma que las derrotas son huérfanas. No tienen padres ni madres. Y es muy dudoso que sea conducente intentar identificarlos. Pero, lo que resulta inevitable, es que los sectores progresistas hagan un análisis honesto, descarnado, crítico y autocrítico, acerca de las reales causas de una derrota que bien pudo ser auto infringida. Sobre todo, teniendo a la vista los inicios del proceso, apoyado por una gran mayoría nacional.
Es una explicación muy pobre y claramente insuficiente responsabilizar tan solo a la derecha y su millonaria campaña del terror desplegada durante todo el proceso constituyente. O señalar como traidores a antiguos aliados. E incluso, acusar a los convencionales o a un sector de ellos, de haber impulsado propuestas contra culturales o maximalistas, sin hacer un análisis más de fondo, que incorpore las múltiples variables que podrían explicar estos resultados. Incluyendo las responsabilidades propias.
La función debe continuar
El resultado del plebiscito no es el fin del proceso constituyente sino un nuevo punto de partida, tal como lo han reconocido los diversos sectores políticos. Más largo, complejo y engorroso, que prolonga la incertidumbre institucional y en donde se pondrá a prueba la real voluntad de cambios no tan solo de la derecha sino de los diversos sectores que se movilizaron por el rechazo. Lo claro es que el país requiere de una nueva constitución, redactada en democracia.
No es necesario un nuevo plebiscito de entrada para definir las modalidades de este nuevo proceso. La reforma constitucional que dio inicio al proceso anterior fijó las normas y modalidades que deben ser respetadas para dar inicio a uno nuevo. Probablemente, acotando los plazos, el número de convencionales y la participación de independientes y etnias originarias, pero manteniendo su carácter paritario e íntegramente elegidos, en donde los posibles “expertos” puedan jugar un rol asesor.
A diferencia del anterior, este nuevo proceso no parte de cero. La propuesta de nueva constitución, además de los temas controversiales, contiene notables avances en materia de nuevos derechos garantizados, paridad de género, reconocimiento de las etnias originarias, regionalización y descentralización y la declaración de Chile como un estado social y democrático de derechos. Temas ampliamente compartidos por una mayoría nacional, que necesariamente deben ser recogidos como un nuevo punto de partida.
El gobierno inicia una nueva etapa
En su discurso del cuatro de septiembre, tras conocer los resultados del plebiscito, el presidente de la república ha formulado un llamado a la unidad nacional, reafirmando su compromiso con un nuevo proceso constituyente y el programa de gobierno ofrecido al país.
El reciente ajuste ministerial anunciado al país busca marcar esta nueva etapa, con la incorporación de destacadas figuras, con amplia trayectoria y reconocida experiencia política. Más que un giro a la centro izquierda, como han señalado algunos analistas, el nuevo gabinete busca integrar de mejor manera la amplia diversidad política que constituye su base de apoyo, con la tarea de reponer un clima de diálogo que permita generar acuerdos en torno al nuevo proceso constituyente y la agenda de reformas propuesta por el gobierno.
La oposición pone el acento en la debilidad del gobierno y sus evidentes dificultades para construir mayorías parlamentarias. Sectores de la derecha, han intentado presentar los resultados del plebiscito no tan sólo como una derrota sino “como el fin del gobierno, como lo conocimos hasta ahora”, en palabras del senador republicano, “Rojo Edwards”.
Una idea compartida por algunos líderes y editorialistas vinculados a Chile Vamos, y también por dirigentes empresariales, apuntando a la necesidad de rectificar temas claves del programa del actual gobierno, como la reforma tributaria o previsional.
En tanto que algunos parlamentarios de oposición exploran la alternativa de desconocer el acuerdo político para rotar la presidencia de ambas cámaras, que al año próximo le correspondería a la diputada Karol Cariola en la cámara baja, sosteniendo que cambió la correlación de fuerzas y que hoy la oposición cuenta con la mayoría.
Ese no es un punto de encuentro ni sienta las bases de un diálogo conducente entre el gobierno y la oposición. Es un abierto llamado a la confrontación. Si los dirigentes de la derecha o los sectores empresariales realmente piensan que “pueden ir por todo” tras el triunfo del rechazo, se equivocan estrepitosamente y arriesgan con profundizar la polarización que vive el país.
Tal como lo afirmaran los propios dirigentes de Chile Vamos la noche del 4 de septiembre, el triunfo del rechazo no les pertenece, sino a los más de siete millones de ciudadanos que, por muy diversas razones, optaron por rechazar la propuesta de nueva constitución, buscando la oportunidad de redactar una mejor.
Muchos de estos siete millones de ciudadanos y ciudadanas (probablemente la mayoría) votaron por el presidente Boric en la segunda vuelta, apoyando una reformulación de su programa de primera vuelta, que constituye un mandato que el gobierno debe intentar cumplir a cabalidad. Y la derecha no puede hoy en día intentar hegemonizar a esa mayoría plural para bloquear el proceso de cambios.
Un mínimo realismo, sin olvidar el estallido social y el resultado de la última elección presidencial, obligaría a la derecha a abrirse a esta perspectiva de cambios y transformaciones que el país democráticamente eligió.