Cuando estamos acostumbrados a decir lo correcto –o al menos lo que creemos que los demás quieren escuchar-, vale la pena leer a Roberto Arlt, un revolucionario de las letras que estremeció la sociedad bonaerense de principios del siglo xx. Emblemático resulta “El jorobadito”, cuento que coloca al lector entre dos posturas incompatibles, o se apiada del protagonista o definitivamente lo detesta tal como termina haciendo el narrador.
A principios del siglo xx, con una sociedad acostumbrada a escritores de elite en donde la palabra estaba destinada a ser debatida en tertulias y cafés exclusivos para artistas; irrumpe en la escena literaria bonaerense Roberto Arlt (1900-1942) con un lenguaje desenfadado, mundano, localista y argentino, hecho sobre la base de sus experiencias en los “baruchos” de barrios periféricos y alejado de los círculos dominados por sus colegas que acostumbraban a moverse entre la capital y Europa.
Y sí, su lenguaje era argentino, porque para Arlt la palabra era local, despectiva, a ratos vulgar y siempre adornada de personajes que se mueven en la oscuridad de la bajeza, indolencia y opresión. “El entramado psicológico del relato de Arlt, de evidentes raíces dostoievskianas, estigmatiza la vinculación entre las dolencias físicas y las morales”, dijo el crítico literario Vicente Cervera, poniéndolo en estrecha contraposición al más reconocido de los escritores argentinos de la época; Jorge Luis Borges.
Es –quizás- esta comparación odiosa la que llevó a Arlt a ser criticado duramente en su época. Borges, asiduo al “Tortoni”, en donde se codeaba con Vicente Huidobro, Teresa Wilms Montt, Alfonsina Storni u Horacio Quiroga; y al café “La Viela”, en donde compartía largas conversas con su amigo y confidente, Adolfo Bioy Casares; un escritor hecho en la enorme biblioteca de su casa y perteneciente a la alta sociedad trasandina.
Leer a Borges era ser culto; leer a Arlt era ser del pueblo y frecuentar el café “El Japonés”, local de inmigrantes al cual acudían artistas de vanguardia conocidos por su preocupación social. Centro de reuniones del grupo Boedo (en alusión al tradicional barrio tanguero popular), compuesto en parte por Álvaro Yunque, Leónidas Barletta, Elías Castelnuovo y Arlt.
Del ya referido “El Japonés” salían historias. Y así fue como en 1933 Roberto Arlt publicó “El jorobadito” -cuento que entra en un compendio junto a “Ester Primavera”, “Las fieras” y “El traje del fantasma”- personaje que narra su historia desde un calabozo, porque es un delincuente. Desde el primer momento se predispone al lector en contra de su protagonista: un maltrecho deslenguado, feo e impulsivo, que -a ojos del narrador-, mereció ser estrangulado.
Arlt parte el relato contando el final, un desenlace que no narra, pero que sí explica los hechos que llevaron a desembocar en él. “Mis dificultades nacen de haber conducido a la casa de la señora X al infame corcovado”. Allí el narrador tenía una novia, de quien desconfiaba de su amor y a la que jamás había besado.
Son estas características las que ubican a Arlt en la antesala del Boom Latinoamericano –estamos hablando de tres décadas antes- pues rompe con el esquema establecido de presentación, desarrollo, clímax y desenlace. Además, el protagonista no es quien narra sino la víctima, que es tratada como un deforme infame digno del desprecio.
Si bien José Donoso, en Historia personal del boom, enfatiza en que el periodo se caracterizó por “la publicación sincrónica de novelas más bulladas…, el fenómeno de ver como de pronto la narrativa… destronaba a la poesía…. y la efervescencia, la mística, la adhesión apasionada… en un primer momento, hacia Fidel Castro»; cuenta con características literarias que calzan con el estilo de esta etapa, al relacionar el infierno como símbolo espacial y de la desazón existencial, con una atmósfera histórica e ideológica.
“El jorobadito” empieza como debiera terminar: Se han echado sobre mí la policía, los jueces y los periódicos. Y ésta es la hora en que aún me pregunto (considerando los rigores de la justicia) si Rigoletto no estaba llamado a ser un capitán de hombres, un genio o un filántropo. De otra forma no se explican las crueldades de la ley para vengar los fueros de un insigne piojoso, al cual, para pagarle de su insolencia, resultaran insuficientes todos los puntapiés que pudieran suministrarle en el trasero una brigada de personas bien nacidas.
Tras “El jorobadito”, vino “Viaje terrible” (novela de 1941) y además el cuento “El criador de gorilas” (1941). Sumémosle una prolija carrera en dramaturgia, un paso por el periodismo y dos matrimonios. Arlt relata la Argentina de los inmigrantes, de los pobres, de los que delinquen. Establece un estilo que -según el crítico y escritor Ricardo Piglia– funda las bases de la nueva novela.
Su intempestiva muerte marcó una carrera truncada. Un paro cardiaco se lo llevó a los 42 años -el 26 de julio de 1942- y con sinfín de historias por contar. Los diarios no lo citaron, porque ese día había que desagraviar a Jorge Luis Borges, pues injustamente no le habían entregado el Premio Nobel de Literatura. Una vez más Arlt tuvo que esperar.
Con un legado copioso en narrativa y dramaturgia, este escritor fue la voz de la calle volcada al papel. Leerlo hoy es reconocer en otro tiempo lo que se vive cada día en las urbes tercermundistas a medio globalizar: pobreza, crimen, indolencia, amor y desamor, seres despectivos y otros despreciados; la humanidad sin ornamentos ni el peso de la moral, por lo que nunca “pasa de moda”.