Cada quinientos años, nacen y mueren los imperios. En ese lapso, se producen periodos de grandes cataclismos en la estructura de dominación en el mundo, y el último estuvo marcado por el ascenso de la Compañía de las Indias Orientales, a finales del siglo XVI. Hoy, la guerra de Ucrania marca un punto de inflexión en la dinámica de continuo desplazamiento de los núcleos de la hegemonía mundial.
Si la historia de las relaciones de dominación en el mundo fuera un film, trataría de la manera en que se configuran hegemonías cambiantes. Si pudiéramos acelerar la velocidad del reproductor, podríamos ver sobre el contorno de un mapamundi, una mancha borrosa que se desplaza horizontalmente a lo largo de la Historia. Esa mancha corresponde al espacio geográfico sometido a la hegemonía de un núcleo dominante, lugar en el que se definen las lógicas de la reproducción de la vida humana en sus distintas dimensiones. Si en un principio, importantes regiones habitadas del mundo estaban fuera del espacio en que se materializa una hegemonía, se debe principalmente a que su presencia no alteraba la dirección en que se desenvolvía la Historia.[1] En el presente, no encontramos un rincón en el planeta que no sea parte de una compleja red de interacciones. En ese entendido, la Historia que conocemos es la dinámica de continuo movimiento del espacio hegemónico entre Oriente y Occidente. De cómo crece, se contrae y cambia de forma.
Una manera de observar los conflictos
La geopolítica alude al campo de reflexión teórica en que se busca vincular los procesos sociales, y en particular las relaciones internacionales, con la geografía física y humana, donde se identifican las relaciones causales entre el espacio y la política.[2] En esa línea, las características de diferentes hábitats, los recursos de que disponen o la manera en que se puede acceder a ellos, determinan las relaciones entre los grupos sociales y las comunidades.
Las relaciones de dominación que ocurren a escala internacional dan lugar a un espacio en que se manifiesta la hegemonía de un núcleo dominante. Si bien la hegemonía tiene un componente ineludible en los procesos de reproducción económica, también hay otras dimensiones que completan el concepto, particularmente las relaciones de fuerza, y los distintos aspectos relacionados con el amplio campo de la cultura. El estudio diacrónico, que es la evolución en el tiempo de la hegemonía, junto con el diatópico, los cambios que se dan en el espacio físico, configuran el objeto de la geopolítica.[3]
Los hitos principales
Un temprano ejemplo de la configuración de un espacio hegemónico a partir de un núcleo es el imperio de Alejandro Magno. Desde Macedonia, al norte de las ciudades-estado griegas, avanza hacia el sur, extendiendo su dominio sobre el mar Egeo, se encamina al oriente conquistando el Imperio Persa, para llegar finalmente hasta la zona nororiental de India, limitada por el río Indo. Se configura, el espacio de hegemonía del mundo clásico, con la particularidad de que el núcleo se desplaza con el emperador. En el siglo IV a C, el imperio de Alejandro iba desde el centro de la cultura occidental en Grecia, hasta las luces de Oriente reflejadas en el imperio de los persas.[4]
Con posterioridad encontramos al Imperio Romano, que desarrolló una lógica de reproducción de carácter extensiva. El sistema de dominación y de acumulación contemplaba la extracción de recursos (materias primas y esclavos) de una periferia en constante expansión. Sin embargo, tiene un límite relacionado con el rendimiento decreciente de esta lógica de reproducción. Paulatinamente resultaba menos rentable extender la dominación imperial hasta regiones cada vez más remotas. El punto de equilibrio, es decir, el momento en que costos y beneficios se igualan, se produce ante ciertas condiciones físicas de la geografía.[5]
El río Danubio fue una frontera nororiental que no se logra superar de modo permanente. Lo mismo ocurre con el mar de Irlanda. La ocupación de Inglaterra nunca fue lo suficientemente estable como para apoyar una aventura de conquista de esa isla. Las relaciones entre ambas orillas del mar de Irlanda en los siglos siguientes encuentran una importante referencia en el hecho de haber quedado Irlanda fuera del Imperio. Cosa similar ocurre con sus límites oriental y del sur, en que desiertos implacables, de Arabia y del Sahara, inviabilizaron la continuidad de la expansión. Así, el espacio de la hegemonía occidental se desplazó desde el mar Egeo y Asia menor, hasta el Mediterráneo.[6]
Al mismo tiempo, en Oriente, tres culturas vivían sin que existiera una hegemonía clara entre ellas: India, Persia y China; las dos primeras separadas por la región montañosa del actual Afganistán y la que se ubica al oeste del valle del Indo, mientras que entre China e India los Himalayas actuaban como frontera natural. En el caso chino, sus posibilidades de expansión y dominación del entorno estaban claramente orientadas hacia el sur, en tanto el acceso a las estepas rusas estaba bloqueado por el amplio desierto del Gobi y las tribus nómades de Mongolia.
A inicios de nuestra era, aproximadamente quinientos años después la muerte de Alejandro y su Imperio Macedonio, encontramos un espacio de hegemonía en el Mediterráneo regentado ahora por Roma, al tiempo que, en Oriente, los actores más importantes no definen una preeminencia, puesto que la disposición geográfica de la región dificulta una interacción fluida entre ellos.
En los siglos venideros, el dominio de Roma enfrentará desafíos de las tribus germánicas desde el norte en el siglo IV. Desde Oriente, la amenaza de Atila y los Hunos cien años más tarde y, luego, en el siglo VIII, desde el sur con la expansión de los musulmanes. Sin embargo, el espacio del Mediterráneo continuaría sujeto a su hegemonía, aunque con nuevos actores.
A finales del siglo III y ante las dificultades que entrañaba la administración de un imperio cuya extensión superaba las posibilidades reales del sistema burocrático romano, Dioclesiano en el año 285 d C optó por dividirlo. En el oeste, el imperio mantendría su capital en Roma, mientras que, en el este, se establecería una capital en Bizancio, bautizada luego como Constantinopla. Esta última, por su ubicación, estaba llamada a interactuar con los grandes polos culturales de Oriente: India, Persia y China. Sin embargo, la influencia de una ideología sectaria como el cristianismo y la paulatina decadencia del Imperio del Oeste impidieron que los rasgos de esas culturas más avanzadas pudieran fluir libremente entre las dos mitades del mundo conocido.
La crisis de la ideología dominante llevó al cisma entre la Iglesia de Oriente, con un patriarcado en Constantinopla, y la de Occidente, con un Papa instalado en Roma. El mundo se partía irreversible y permanentemente en dos. Mientras Constantinopla brillaba en el Oriente, el Imperio Romano había buscado rehacerse sobre las cenizas de la ciudad eterna y las tradiciones de las tribus germánicas, dando lugar al Sacro Imperio Romano Germánico, con un núcleo en Aquisgrán de Carlomagno, que convivía con su alter ego en Oriente.
Cuatrocientos años después, el Islam del Imperio Otomano estaba a las puertas de Constantinopla y Mehmet II enfrentaba al emperador Constantino XI, quien buscó desesperadamente apoyo en Occidente ante la amenaza musulmana, ofreciendo incluso sellar la reunificación del cristianismo. Sin embargo, la imposibilidad del pacto (o el escaso interés del emperador romano Federico III y del Papa Nicolás V), diluyó nuevamente la posibilidad de crear un puente entre Oriente y Occidente que consolidara un espacio hegemónico que el viejo imperio tampoco había logrado materializar.
A la caída de Constantinopla en 1453, el núcleo hegemónico del mundo occidental se quedó recluido en el entorno mediterráneo del reino franco, mientras el Imperio Otomano se consolidaba en Oriente con la conquista de Persia, llegando hasta las puertas de Viena en 1529, bajo el reinado de Süleymán el Magnífico.[7] Por vez primera, entre los grandes polos culturales de Oriente, emergía un nuevo núcleo hegemónico.
La tensión entre dos núcleos hegemónicos es siempre pasajera, los procesos de fortalecimiento de uno se acompañan de la decadencia del otro. Ese fue el caso del Imperio Otomano, que inició un lento declive luego de Süleymán.
En el año 1599, bajo el reinado de Isabel I en Inglaterra, se creó la primera empresa multinacional, fruto de la colaboración público-privada. Dicha empresa estaba destinada a extender la hegemonía europea hasta los confines de Oriente, en lo que todavía era la etapa de acumulación originaria del capitalismo.
Era la Compañía de las Indias Orientales, cuyo principal activo fue la concesión del monopolio de las actividades económicas con Asia.[8] Así, lo que no lograron grandes imperios, lo podía alcanzar la voluntad de acumulación capitalista. El núcleo del espacio hegemónico occidental se había desplazado hacia el oeste, hasta Inglaterra, pero con una periferia que alcanzaba el mar de China en el este, y Nueva Escocia y Terranova en el oeste. Si bien, a pesar de que el Imperio Otomano mantuvo un potencial expansivo hasta las postrimerías del siglo XVII, su decadencia quedó sellada cuando el espacio hegemónico de Occidente logró imponer su dominio sobre India y China. Este nuevo relieve geopolítico había logrado prevalecer hasta el presente, aunque no sin interregnos que bien pudieron modificar el mapa de la hegemonía, pero que acabaron sin que se produjeran alteraciones significativas, como fueron la I y II GM.
Europa después de la II GM
La lenta reconstrucción de una Europa devastada posterior a la II GM, comenzó a acelerarse luego del Tratado de Roma en 1958. La agresiva intervención norteamericana en la reconstrucción con el Plan Marshall, permitió que el continente dejara atrás las profundas huellas del peor conflicto conocido y, al mismo tiempo, afianzó su presencia en el continente, en el nuevo escenario que se abría con la Guerra Fría.
Desde ese instante, Europa se vio enfrentada a un dilema frente al destino común que comenzaba a construirse, un dilema geopolítico: atlantismo versus paneuropeísmo. La primera alternativa suponía la consolidación de un espacio virtual, económico, político y militar que cruzando el Atlántico abarcara desde Washington hasta Berlín occidental. Es indudable que la “cortina de hierro”, como la llamó Winston Churchill en 1946, predisponía a Occidente hacia esa alternativa. El espacio de la hegemonía se desplazaba por completo hacia el oeste, teniendo en el centro a la costa atlántica norteamericana (Wall Street), alcanzaba Berlín Oeste y se extendía hacia el sur por el continente americano.
Al Oriente se encontraba ese mundo nuevamente fragmentado. El Imperio Otomano había colapsado tras la I GM, dejando tras de sí variados estados y regiones balcánicas. China era un gigantesco país que en nada semejaba a la potencia económica de hacía mil quinientos años y que además estaba azotado por una cruenta guerra civil.
Finalmente, la URSS se había encerrado en sí misma para construir “el socialismo en un solo país”. Tras la II GM, la URSS había expandido se influencia hacia otros países de Europa Central. Sin embargo, era un espacio restringido en que el núcleo hegemónico estaba en la URSS y discurría por el centro de Europa hasta Berlín, pero sin posibilidades de crecimiento, salvo mediante una III GM.
Durante la segunda mitad del siglo XX el mundo contuvo la respiración, hasta que lentamente internalizó lo que significaba realmente la clave del equilibrio estratégico entre ambos espacios. Se trataba de la llamada “Destrucción Mutua Asegurada”. Ninguno tomaría una acción ofensiva, porque el resultado daría lugar a una catástrofe planetaria.
La geopolítica de la Guerra Fría mostraba dos espacios hegemónicos. Uno constreñido a lo que sería la zona euroasiática, desde el centro de Europa hasta el océano Pacífico; y el otro, desde ese mismo océano hasta el centro de Europa. Pero mientras el primero encontraba en el cisma chino-soviético una limitación estructural para extender su influencia, el otro mantenía un fuerte arraigo en el continente americano y el norte de África.
Pero había otra alternativa al dilema, el paneuropeísmo. Ciertamente esta alternativa mostraba escasa viabilidad en el contexto de la Guerra Fría. Sin embargo, el colapso de la URSS a finales del siglo XX creó otra oportunidad para un nuevo espacio, desde Irlanda al océano Pacífico, desde el Mar de Barents hasta Estambul; una oportunidad para vincular un acervo de capital, de ahorro y de recursos naturales que aseguraría la reproducción material de un espacio económico que abarcaría casi mil millones de habitantes. Pero tres décadas de incomunicación y la miopía de los líderes europeos, lo impidió.
Un cisne negro (otro)
La pandemia iniciada en diciembre del 2019 la hemos definido en otras ocasiones como un ejemplo de lo que el filósofo libanés Nassim Taleb llamó el “cisne negro”. La pandemia, un evento inusual y emergente, y de potencial transformador, pero que, visto en retrospectiva, se asume como predecible.[9]
La “nueva normalidad”, como fue llamada, no solo nos dejó con mascarillas, sino con economías con volúmenes de deuda mayor, déficits públicos muy por encima de los límites establecidos, y con espirales de precios motivadas por cuellos de botella en el abastecimiento, precios de la energía y aumentos de la liquidez. Con todo, las economías del mundo comenzaban a levantar cabeza luego del Gran Confinamiento y, a pesar de las restricciones, volvían a crecer.
Sin embargo, el 24 de febrero pasado se inició lo que Rusia denominó “operación militar especial”, eufemismo para la invasión de Ucrania. El alegato de Rusia describe con bastante exactitud el proceso que había conducido hasta el trágico comienzo de la guerra. Ciertamente la escalada vivida en las semanas previas, se inicia el 5 de septiembre del año 2014 con la firma del Protocolo de Minzk, que puso fin al enfrentamiento armado en la región ucraniana del Donbass. Rusia se comprometía a la distención y Ucrania, entre otras cosas, a legislar para entregar más autonomía a las regiones de Donestk y Lugansk, y al cese de los ataques del ejército y las milicias. Ucrania no solo no cumplió su compromiso, sino que tempranamente señaló que no lo haría (Zelensky lo definió como un documento mediocre). Por otra parte, la región de Donbass se desangraba fruto de los constantes ataques sufridos desde Ucrania.
La pregunta obligada es si estamos frente a un nuevo cisne negro. La primera aproximación nos hablaría del potencial impacto global del hecho, mientras que la segunda, de qué tan previsible podía resultar. Sobre esto último, las primeras advertencias de la provocación que suponía para Rusia la expansión de la OTAN hacia el Este, fueron a mediados de los años 90 y no vinieron del país afectado, sino del actual director de la CIA, William J. Burns. De ahí en más, el gobierno ruso insistió muchas veces y de distintas maneras que le resultaba inaceptable que la OTAN se acercara a sus fronteras, en tanto ponía en riesgo el principio de Destrucción Mutua Asegurada, que evitó la III GM. ¿Se encaminaba la situación en otra dirección?, no. Pero se continuaba viendo la guerra como un escenario improbable y que, por cierto, nadie deseaba.
Una geopolítica nueva
Con una cadencia de varios siglos, se producen sistemáticamente modificaciones estructurales en el escenario geopolítico y todas ellas se han caracterizado por movimientos horizontales en nuestra figura del mapamundi. Así como Alejandro arrastró el núcleo de la hegemonía hacia Oriente a lomos de su caballo, cinco siglos más tarde Roma lo consolidó en Occidente, hasta que algo más de quinientos años después, el núcleo de hegemonía oriental se independizara. De allí hubo que esperar otros quinientos años para que el espacio hegemónico de Oriente pasara a manos del Imperio Otomano. En dos mil años de Historia, la mancha sobre el mapa se ha movido horizontalmente y en el último periodo se ha afincado fuertemente en Occidente.
La crisis actual nos pone frente a la probabilidad de un nuevo cambio. Las condiciones para ello comienzan a gestarse tras la caída del Muro de Berlín, momento en el cual fue posible la creación de un espacio de hegemonía alternativo que hiciera dialogar a Oriente y Occidente. Sin embargo, la opción elegida fue la del atlantismo por parte de Europa, en que el núcleo se haya en una potencia declinante como es USA. La implicancia de esta opción fue empujar a Rusia en brazos de China, que a su vez ha consolidado una amplia y estrecha relación con su entorno en Asia y desarrollado una fuerte presencia en África. Mientras el capitalismo europeo a fines del siglo XIX trataba de acceder a los RR.NN. de África bajo un modelo de imposición colonial, China lo ha hecho en el presente, mediante asociaciones y a través de inversiones en infraestructura.
Comparados ambos espacios de hegemonía, tenemos que la zona Euronorteamericana reunía en el año 2020, 806 millones de habitantes, lo que supone un 10,2% de la población mundial, ocupando 4 millones de kilómetros cuadrados, que representa el 15,5% de la superficie habitable del planeta. Mientras tanto, la zona rusoasiática contaba ese mismo año 2020 con 4.800 millones de habitantes, que representan el 61% de la población mundial, habitando 44,5 millones de kilómetros cuadrados, lo que equivale el 29,6% de la superficie del mundo.
Estamos prontos a cumplir un mes desde iniciada la invasión rusa de Ucrania y todo indica que Rusia debiera alcanzar sus objetivos político-militares, en tanto la Destrucción Mutua Asegurada impide la intervención directa de la OTAN o alguno de sus miembros. La contrapartida es que Rusia está soportando el inédito paquete de sanciones que Occidente le ha impuesto. Sin embargo, esta capacidad de resistencia de Rusia frente a las sanciones depende de una variable crítica, y es que China mantenga su apoyo tácito. De cambiar esa situación, el tiempo le empezaría a correr en contra.
Dos soluciones
El mundo y sus relaciones de dominación serán distintos cuando esta guerra acabe. Una alternativa es que se impongan la fuerza y el peso de Occidente frente a Rusia. En ese caso, esta última debiera tener que aceptar variadas restricciones a su política interna y externa, al tiempo que, más significativo, alejaría a este país por mucho tiempo de Occidente. Ello consolidaría la actual hegemonía occidental, aunque no de manera definitiva. La segunda alternativa es que Rusia domine en un plazo breve la situación, imponiendo a Ucrania sus condiciones. Esa salida resultaría tremendamente lesiva para Occidente, en tanto sería la manifestación de su impotencia. El correlato de fondo haría evidente una alianza mucho más estrecha entre Rusia y China, con sus respectivas áreas de influencia, estableciéndose así un nuevo espacio en que el núcleo hegemónico se movería verticalmente entre Rusia y China. En este caso, Occidente pasaría a ocupar una posición subordinada, Durante un periodo indeterminado.
Han pasado casi cinco siglos desde la conquista de Oriente por el
capitalismo y la actual coyuntura puede ser el punto de inflexión frente a un
nuevo tiempo, caracterizado por una nueva hegemonía, la hegemonía de Oriente.
[1] Krugman, P. (1997) “Desarrollo, geografía y teoría económica” Ed. Antoni Bosch. Barcelona.
[2] http://www.scielo.org.mx/pdf/rmcps/v52n210/v52n210a2.pdf Dallanegra, L. (2017) “Teoría y metodología de la geopolítica”
[3] https://revistas.ucm.es/index.php/GEOP/article/view/36331/35205 Mackinder, H. (2010) “El pivote geográfico de la historia”
[4] Clogg, R. (2003) “Historia de Grecia”. Ed. Cambridge University Press. Madrid.
[5] Heather, P. (2021) “La caída del imperio romano”. Ed. Crítica. Madrid.
[6] Norwich, JJ. (2021) “El mediterráneo” Ed. Ático de los Libros. Barcelona
[7] Crowley, R. (2018) “Constantinopla 1453” Ed. Ático de los Libros. Barcelona.
[8] Krugman, P. (1993) “Geografía y Comercio” Ed. Antono Bosch. Barcelona.
[9] https://capitalibre.com/2013/01/analisis-cisne-negro-nassim-taleb