Santiago de Chile, martes 17 de julio de 1984. Tiempo de horror, muerte y vigilancia. Tiempo de protestas, barricadas y militares en las calles. Tiempo en que la alternativa de entretención dominante en los hogares era la televisión y la reina indiscutida de las tardes, la telenovela. Ese martes, las audiencias televisivas –tal como hacía casi 3 años había ocurrido con La Madrastra, telenovela, escrita por Arturo Moya Grau y la primera producida en colores- esperaban con ansiedad el desenlace de Los Títeres, melodrama televisivo escrito para canal 13 por el dramaturgo Sergio Vodanovic y dirigido por Óscar Rodríguez.
Han pasado 40 años y tres meses de esa tarde ominosa, como tantas de la época de una dictadura cívico-militar que se volvía interminable y cada vez más sangrienta con la sociedad civil, la misma que encendía el televisor en el horario vespertino de las telenovelas producidas por canal 13 y Televisión Nacional de Chile y los sábados para reír con Don Francisco (Mario Kreutzberger) y su eterno loop de concursos en Sábados Gigantes.
¿Por qué el ejercicio de recordar esta clásica producción ochentera? ¿Sólo por esa icónica escena en que la mente y el cuerpo desestabilizado del personaje Adriana Godán (Gloria Münchmeyer), se hundían en la piscina de la que otrora se había enorgullecido con sus amigos del barrio? ¿Qué subyace en la dramaturgia televisiva de una telenovela que pasó a la historia acuñando la frase ‘peinar la muñeca’, acción efectuada por Adriana con esos seres de plástico a los que también sumergía, como una niña en su propio carrusel? Hundimiento del cual era testigo su parapléjico padre, Elías Godán (Aníbal Reyna) desde una silla de ruedas, el patriarca devenido en cuerpo encapsulado e inmóvil llorando por el desvarío de una hija que siempre le reclamó el no haber nacido hombre.
La misma actriz Gloria Münchmeyer y otros actores que fueron parte del elenco de la telenovela han coincidido en una idea central, y que será desmembrada en esta serie de dos artículos periodísticos: cada capítulo de Los Títeres era una obra de teatro y, por tanto, equivalente a número de capítulos, fueron 85 las obras de teatro que comprendieron el argumento de una de las mejores telenovelas escritas en Chile.
En ambos artículos de la serie intentaré responder a estas preguntas, desde una investigación académica que presenté en 2014 en la Facultad de Comunicaciones de la Universidad Diego Portales para optar al título de Magíster Internacional en Comunicación: “Telenovela Los Títeres: Un análisis del discurso femenino de la heroína y de la villana”.
La humillación como motor dramático
El propósito de dicho estudio era detectar los discursos de poder expresados por los personajes femeninos protagónicos de la trama central, Artemisa (Claudia di Girólamo) y Adriana (Paulina García-Gloria Münchmeyer). Dos mujeres que en la ficción eran primas en segundo grado, cuyos padres se reencontraban en Chile, en el verano de 1963 para convertirse en socios de una industria textil. Constantino (Walter Kliche) provenía de la selva ecuatoriana con Artemisa, su hija de 17 años, de “una extraña belleza, rústica y sensitiva a la vez”, como la describe Néstor Vera (Mauricio Pesutic) su enamorado de juventud, en el capítulo final. En sus equipajes el tesoro de ambos, una colección diversa de libros. En las páginas de ese tesoro venían alojados marcos alemanes y, entre medio, bolsas con pepitas de oro. Dinero del que no eran totalmente conscientes, como sí lo eran su futuro socio, Elías Godán y su consentida hija, Adriana (Paulina García).
El lugar escogido por Sergio Vodanovic para diseñar la afrenta femenina de estas primas disímiles fue una plaza sin nombre en la ficción (la plaza General Flores, ubicada en la comuna de Ñuñoa): un espacio público aparentemente teñido de inocencia aparecía como escenario de humillación y desprecio para la protagonista. Y al mismo tiempo era testigo de las expectativas y anhelos que se verían obstruidos veinte años más tarde.
La plaza anónima, tierra en la que se tejían las frustraciones que más tarde relucirían en cada personaje secundario, era un territorio detentado por Adriana y su grupo de amigos y amigas, quienes invisibilizan a Artemisa, para luego humillarla cruelmente la tarde en que besaría por primera vez a un hombre, Néstor un joven amigo de Adriana que estudiaba periodismo y que también formaba parte de la cofradía juvenil de esa plaza.
La burla destruye no sólo la ilusión de la protagonista, traumándola para siempre e imposibilitándola para creer en el amor masculino y en su propia capacidad de amar, trae también por añadidura la muerte del padre tras ver una fotografía trucada en la que su cándida hija aparecía desnuda junto a Néstor. El ardid es parte del malévolo plan diseñado por la hija de Godán para perjudicar a su prima.
De este modo, Adriana logra su propósito dramático: alejar a Artemisa de Chile y restituir, mediante el robo del dinero del padre de su prima-oponente, el poder económico que su progenitor había perdido por deudas en el juego. Con ello, revitaliza la industria textil al borde de la quiebra, gesto con el que le demuestra al padre que puede ayudarlo a resolver sus problemas materiales, tal como lo habría hecho el hijo hombre que no tuvo e incluso, mejor. Su amor filial lo era todo.
Cabe destacar que lo inédito, para 1984, fue abordar un argumento que, por primera vez, en la producción de una telenovela en colores, era narrado con un salto temporal de 20 años, cuyo meollo radicaba en la rivalidad de dos mujeres que intentaban ejercer control por el dominio de espacios de poder, tanto materiales (propiedad de una industria textil), simbólicos (barrio, club juvenil) como afectivos (vínculos con la pareja, con los amigos y con el padre). Es decir, hubo ausencia de confrontación por el amor de un mismo hombre, la triangulación amorosa, a diferencia del canon clásico de la trama de una telenovela, acá no era lo medular.
Sobre esto, la actriz Gloria Münchmeyer comenta en entrevista concedida para el citado estudio: “(…) tanto Artemisa como Adriana son dos mujeres fuertes, podríamos decir que es un mismo personaje, pero con dos caras distintas, porque las dos en el fondo desean manejar los hilos de los demás, las dos quieren ser titiriteras, la dos tienen ansias de poder, aunque sus razones para ejercerlo serían diferentes”.
La metáfora de las marionetas: discurso de control y dominación
“El mundo es muy ancho, pero está visto que Artemisa y Adriana no caben en el mismo lugar”, sentenciaba el personaje interpretado magistralmente por Münchmeyer, en circunstancias que sentía que no podía continuar manipulando los hilos de su función de marionetas. El enunciado daba cuenta de que no era factible que una coexistiera con la otra y lo que, desde una perspectiva junguiana, evidenciaría cómo el autor hilvanó los discursos de poder que ellas pronunciaban, haciendo de una la sombra de la otra y viceversa.
La destrucción de esa sombra se va instalando como paisaje posible en la segunda parte de la telenovela. La escena de aniquilación de la otra -cual tragedia griega- que las audiencias esperaban ver y que sólo ocurriría a nivel simbólico, la mayoría de un modo sutil y/o creyendo la una que la otra ha desaparecido para siempre.
Ello fue relevado a nivel de trama, en el marco de ‘la metáfora de las marionetas’, que se traslucía en cómo, desde un comienzo de la historia, especialmente en el caso de Adriana, los personajes construyen y despliegan ejercicios lingüísticos persuasivos para lograr que el padre, amigos y amigas actúen de acuerdo a sus objetivos dramáticos.
Tanto en la etapa de juventud de Adriana Godán como en la etapa adulta, esta práctica era habitual en la relación con ese grupo de personas frustradas, quienes la consideraban una mujer líder con un poder económico del cual ellos y ellas trataban de obtener cierto provecho. La amistad acá se ponía a prueba, al punto que esos personajes se veían impelidos a tomar conciencia de que eran parte de una relación de dominación.
A su vez, en Artemisa era crucial la dinámica del poder como control de la mente de los otros, una práctica que iniciaba luego de sentirse derrotada por su rival en la primera parte de la historia. En ese sentido, es preciso indicar que previo al triunfo de la villana, Artemisa expresaba la certeza del poder que tiene la mente para influir en otros. Esta verbalización tenía un desarrollo posterior, cuando ejecuta, en la segunda parte de la trama, su plan de venganza en contra de Adriana.
Era en esa situación de revancha en que la heroína adquiría, como personaje, los matices del arquetipo de la sombra, cobrando especial fuerza el nivel de perversión de sus actos. Jugaba con las ilusiones de quienes habían destruido las suyas y su burla, después de 20 años, fue crear una historia basada en el regreso mesiánico de un personaje mítico de la plaza sin nombre (El loco Carreño, interpretado por el actor Fernando Farías), que vendría con su millonario patrimonio a salvar la desmejorada realidad de los amigos de Adriana, incluso de Adriana misma.
Con este procedimiento intentaba dominar a los que habían sido cómplices de su rival. El dramaturgo hizo a su vez su propio juego, tal como Shakespeare en Hamlet, la ficción dentro de la ficción, puesto que lo que hacía la heroína era crear el guión de una película -supuestamente producida por el loco Carreño- en la que sucedía aquel episodio de humillación que la había dañado irreparablemente.
Por tanto, Adriana y sus cómplices se veían representados en ese drama audiovisual, era el efecto de espejo que Artemisa pretendía lograr y a través del cual los aludidos eran interpelados -en una suerte de juicio público- por una generación joven que había sido parte del elenco de la película. Hijos e hijas cuestionaban a sus padres ante la sórdida historia representada en un film de barrio y que todos miraban en las dependencias de un club juvenil.
(*) En la segunda parte de esta serie, desmenuzaré otras dimensiones propias del análisis de la dramaturgia televisiva de Los Títeres, algunas de ellas vinculadas con la tríada ‘padre-dinero-discurso e identidad de género’.