América Latina busca un lugar en la discusión climática. Por Ariadna Dacil Lanza.

por La Nueva Mirada

En un momento de giro electoral progresista, la región busca unificar posiciones en la lucha contra el cambio climático. No obstante, pasar del papel a las políticas públicas no es sencillo, especialmente en este contexto de turbulencias globales.

Mientras activistas climáticos siguen atacando pinturas de artistas como Vincent van Gogh y Andy Warhol, los líderes globales de los más diversos países del mundo se reunieron en el oasis egipcio de Sharm el-Sheij en el marco de la Conferencia de las Partes de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP27). La Conferencia era, para los países latinoamericanos, otra puesta a prueba para la declamada unidad, tan mentada en los discursos y tan complicada en término de acuerdos. En esta ocasión, América Latina llegó a la conferencia con un documento común. Pero ¿eso significa construcción de perspectivas comunes?

Acuerdo en la Celac

América Latina no fue a Egipto con una única representación, sino que participó de la COP27 a través de diversos foros y organismos regionales. La Asociación Independiente de América Latina y el Caribe (AILAC) –integrada por Chile, Colombia, Costa Rica, Guatemala, Honduras, Panamá, Paraguay y Perú– consideró prioritaria la disminución del uso de combustibles fósiles y de la emisión de gases de efecto invernadero, mientras que la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA) –compuesta por países como Venezuela, Cuba, Bolivia, Nicaragua, Antigua y Barbuda y Dominica– suscribió la idea, pero responsabilizó del cambio climático al desarrollo capitalista de los países centrales y pidió un compromiso mucho mayor de las naciones desarrolladas. Por su parte, el representante de la Alianza de Pequeños Estados Insulares (AOSIS, por sus siglas en inglés) señaló que la financiación de las pérdidas y daños debería provenir no solo de los países ricos sino también de impuestos a las empresas de combustibles fósiles, algo que el presidente colombiano Gustavo Petro impulsa en su país, aunque declara no tener esperanza en el sector privado. México, en tanto, se mostró alineado con Estados Unidos y anunció una mejora en sus metas para reducir emisiones de CO2

Pero pese a las diferencias, América Latina logró presentar un documento conjunto. La Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), organismo que reúne a 32 países de la región, intervino en la COP27 con una posición unificada. Argentina, que ostenta la Presidencia pro tempore del grupo, fue la encargada de exponer el documento que contenía sobre todo demandas a las naciones centrales bajo el lema «Responsabilidades comunes pero diferenciadas». Bajo esa consigna, la Celac apuntó su diagnóstico: América Latina es una de las regiones más afectadas por el cambio climático sin ser una de las que más contribuyen a generarlo. 

El planteamiento –compartido por la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y entidades como Loss and Damage Collaboration– era evidente: para combatir el cambio climático resultaría necesaria «una mayor provisión de recursos» por parte de las naciones centrales hacia los países en desarrollo, con el argumento de que las responsabilidades deben ser «comunes pero diferenciadas». El pedido concreto es que las potencias dupliquen de aquí a 2025 su aporte para la adaptación de los países en desarrollo a las nuevas energías. La justificación para el pedido se basa en los conceptos de «mitigación», «adaptación» y, principalmente, «pérdidas y daños», utilizados históricamente en las negociaciones sobre cambio climático. Este último fue incluido en la declaración final, pero no así el tema del canje de deuda por proyectos climáticos, una demanda de diversos países de la región.

En términos concretos, el consenso fue visible aun cuando fuera solo declarativo. Las definiciones de la Celac y del Grupo Regional de América Latina y el Caribe (GRULAC) –la instancia a través de la cual se presentó la propuesta latinoamericana– no son vinculantes. 

El vecindario dividido y los giros de timón domésticos

Los activistas climáticos de los países centrales, pero también los movimientos ambientalistas que arriesgan la integridad de sus miembros en América Latina, denuncian el inconducente comportamiento de los más diversos Estados hacia ese fin. Pese a ello, los países latinoamericanos han adherido a las resoluciones más importantes sobre ambiente y clima a escala global –entre las que se destaca la de la COP21 celebrada en Francia en 2015– y han firmado más de 12 de los 17 tratados internacionales relativos al medio ambiente (la única excepción es Haití, que firmó ocho).

Los altos niveles de consenso declarativos no se verifican en otras instancias. El Acuerdo de Escazú es el primer compromiso regional de América Latina y el Caribe sobre asuntos asociados al medio ambiente. Su objetivo es garantizar el acceso a la información ambiental, la participación pública en las decisiones ambientales y el acceso a la justicia en esta materia. Fue adoptado en marzo de 2018 y estuvo abierto a la adhesión de los 33 Estados, pero fue firmado por 24. Hasta el momento, solo 13 son miembros efectivos del acuerdo. México, Argentina, Bolivia, Ecuador, Panamá y Uruguay son algunos de ellos. Brasil, una vez más, rechazó firmarlo. A esto se suma el hecho de que, al no haber sido aprobado por unanimidad en los parlamentos de cada país, el acuerdo quedó sujeto a cambios futuros.

Las disidencias en materia de cambio climático no se producen solo entre las naciones, sino también en el interior de ellas. Este hecho no es exclusivo de América Latina, como lo demuestra el colosal cambio producido en Estados Unidos entre el gobierno de Donald Trump y el de Joe Biden. El actual presidente estadounidense llegó incluso a pedir perdón y a jurar que no volverá a dar un golpe de timón como hizo antaño Trump al retirarse del Acuerdo de París. Todos saben, sin embargo, que la de Biden es una promesa imposible, en tanto está sujeta a los futuros cambios de gobierno en el país.

En América Latina, los cambios de timón han sido frecuentes, pero su expresión máxima es el caso de Brasil. Con su retirada de la Celac y su política negacionista del cambio climático, el todavía presidente Jair Bolsonaro revirtió las políticas de los gobiernos precedentes. De hecho, apenas inició su gobierno, Bolsonaro despidió al director del Instituto Nacional de Investigaciones Espaciales (INPE), ente oficial que denunció el proceso de destrucción de la flora amazónica en Brasil. Ese fue el puntapié inicial para uno de los periodos récord de deforestación de la Amazonía brasileña. Bolsonaro, cuya gestión se caracterizó por el negacionismo respecto de cuestiones ambientales, no tuvo empacho en colocar en su gabinete a ministros investigados por comercio ilegal de madera.

Un nuevo giro en el enfoque se prevé con el mandatario entrante, Luiz Inácio Lula da Silva. Si bien no asumirá hasta enero, el líder del Partido de los Trabajadores (PT) asistió a la cumbre en Egipto junto con su aliada ambientalista Marina Silva –potencial candidata a ocupar la cartera que comandó entre 2003 y 2008– y promete volver a jerarquizar la cuestión climática en su próximo gobierno. La vehiculización de promesas como la «tolerancia cero» a la deforestación o el estímulo a actividades de menor impacto ambiental han sido las señas de su campaña. De hecho, durante los mandatos de Lula da Silva y Dilma Rousseff, la deforestación se redujo. Aun así, su modelo se basó en actividades que tuvieron también un importante impacto ambiental: la extracción de petróleo y la construcción de megarrepresas fueron claves. Hasta ahora la promesa de Lula ha sido la «reindustrialización sobre nuevas bases», sin más detalles.

En Chile y Colombia también se procesan cambios significativos. Sus líderes, que estrenaron mandato en 2022, cambiaron el signo político de sus países asumiendo una agenda «verde». Gustavo Petro desarrolló su campaña contra las políticas «extractivistas» y ha sostenido su posición durante su breve gestión de gobierno. Ya al mando del país, declaró al mismo tiempo que su intención es «desarrollar el capitalismo» (en una pulseada con los terratenientes). Pero la tensión existente entre ambas ideas va más allá de lo ideológico. Petro pretende seriamente reducir la explotación de petróleo, mientras que parte del ala económica de su gobierno considera necesaria esa explotación para dotar al país de recursos. Por lo pronto, luego de la llegada del ex- alcalde de Bogotá a la Casa de Nariño, el Congreso reactivó la discusión sobre el Acuerdo de Escazú, lo aprobó y en noviembre fue promulgado por el líder del Pacto Histórico, tal como lo había prometido en campaña. Al mismo tiempo, la nueva era en la relación de Colombia con Venezuela, con la reposición de embajadores, fue otra novedad para la agenda ambiental, en tanto Petro le propuso a Nicolás Maduro una alianza para la protección de la selva amazónica, algo impensado durante la administración de Iván Duque, quien no reconocía como homólogo al mandatario venezolano.

Por su parte, el presidente chileno Gabriel Boric no asistió a Sharm el-Sheij, pero dio muestras de los cambios operados desde su llegada al gobierno con la adhesión de Chile al Acuerdo de Escazú como medida-símbolo de los nuevos tiempos. El país, que había sido parte del proceso de redacción del acuerdo, terminó enviando el proyecto al Congreso recién una semana después de la llegada del ex- referente estudiantil al Palacio de la Moneda y fue ratificado por el Legislativo y promulgado en octubre. Después impulsó la Ley Marco de Cambio Climático, con la que se autoimpuso el ambicioso objetivo de la neutralidad en carbono para 2050. Boric se encuentra, de todos modos, en la misma disyuntiva que Petro. Antes de la elección, sostenía que había que «ponerle fin al extractivismo que pone en peligro la naturaleza y la vida». Sin abandonar esa línea, pero matizando su radicalidad, avanza ahora en una estrategia ambiciosa de desarrollo sustentable y de transición a energías limpias. 

En el caso de México, Andrés Manuel López Obrador sostiene una retórica muy similar a la de Petro. Públicamente rechaza de un modo relativamente firme el fracking, los transgénicos y los agrotóxicos –llegó a aprobar un decreto en esa línea que hoy es cuestionado por su principal socio, Estados Unidos, sobre la base de sus acuerdos en la Cumbre de Líderes de América del Norte (CLAN)–, pero su apuesta por el llamado Tren Maya y por la construcción de una refinería de petróleo en Dos Bocas le han valido numerosas críticas por parte de los ambientalistas. Como sucede en el caso de otros gobiernos progresistas de la región, los ambiciosos planteos ambientales colisionan con la necesidad de recursos.

Otros países de la región presentan una mayor continuidad en sus políticas o en la falta de ellas. Este año se publicó el último Índice de Desempeño Ambiental (EPI, por sus siglas en inglés) elaborado por las universidades de Yale y Columbia, que clasifica 180 países según su performance en ese campo, siendo el puesto uno el de mejor desempeño. 

Naciones latinoamericanas como Perú, Nicaragua e incluso Uruguay están por debajo del puesto 100 en la tabla, que encabezan Dinamarca y Reino Unido. En el caso de la nación andina, signada por sucesivas crisis de gobernabilidad y luego de vivir un dramático derrame de petróleo este año, se redujo su estándar de calidad ambiental y el ex- ministro de Ambiente llegó a recomendar, en tono de resignación, el uso de mascarilla frente a la contaminación del aire por parte de más de una decena de empresas. Luego, el Ministerio de Ambiente suspendió las actividades de dos empresas ladrilleras que operaban en la localidad de Huachipa por emitir partículas dañinas para la salud de la población. Por su parte, Uruguay tiene, según expertos, problemas derivados de su modelo de ganadería intensiva y del modelo forestal celulósico. La utilización de sustancias químicas y pesticidas ha afectado el agua y los suelos. 

«Cooperar o morir»

Mientras América Latina celebra el modesto acuerdo en el marco de la Celac, sus interlocutores en la COP27 acomodaron sus propios balances, pidieron perdón por sus pecados y se deshicieron en promisorios anuncios, con dosis iguales de alarma e indignación. Y, al mismo tiempo, dejan claro que los compromisos climáticos se han supeditado a otras agendas.

Si en América Latina y el Caribe la urgencia climática se solapa con los debates sobre la sustentabilidad económica y social, en algunas potencias desarrolladas el asunto parece supeditado a las características particulares de cada gobierno. El caso más extremo ha sido Estados Unidos. Si durante el gobierno de Donald Trump el país navegó sobre una política negacionista del cambio climático, con el de Biden desarrolló un inédito plan de inversión climática. 

Los gobiernos de las principales economías globales han dado muestras suficientes de que también ellos son capaces de postergar esta urgencia ante dilemas asociados a los precios y a la escasez de energía. La condena de las energías no renovables se relativiza cuando es Europa la que afronta las consecuencias de una guerra. Naciones como Italia, Países Bajos, Grecia y Hungría, e incluso Alemania –bajo una coalición «verde»–, dieron sobrevida a sus industrias carboníferas. El gobierno alemán prometió durante la COP27 mantener su compromiso de convertirse en 2045 en uno de los primeros países industrializados en alcanzar la neutralidad climática, pero no está claro si será posible esta loable empresa tras el golpe que implicó la ruptura con sus proveedores rusos. La Agencia Internacional de Energía (AIE) ya evidenció que el consumo de carbón en toda la Unión Europea –líder en legislación ambiental– aumentó 10% en los primeros seis meses de 2022.

Frente a ese escenario, el secretario general de la ONU, Antonio Guterres, sintetizó con dramatismo: «La humanidad tiene una elección: cooperar o morir. O un pacto por la solidaridad climática, o un pacto por el suicidio colectivo». Pero la cumbre fue un escenario más donde se expusieron no solo las diferencias entre los países, sino también las fluctuaciones dentro de ellos por los cambios de gobierno –que muchas veces en América Latina terminan por echar mano a aquello que genera divisas más rápidamente–. A eso se suman las contingencias de la guerra en Ucrania, e incluso la presencia más de 600 lobistas de la industria de los combustibles fósiles en ese tipo de eventos, que restan eficacia a los gritos de alarma.

En resumidas cuentas, América Latina esboza de nuevo una precaria unidad sobre el cambio climático, mientras todos buscan –sin lograrlo– mostrarse como San Jerónimo escribiendo, el cuadro de Caravaggio, donde el bendito trabaja impávido junto a un cráneo humano apoyado en su escritorio, que está allí para recordar el fin de la existencia terrenal. 

*Publicado originalmente en Nueva Sociedad

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