Cómo impacta en América Latina la captura de Rodrigo Duterte, ex presidente de Filipinas.

por La Nueva Mirada

Por Gabriel Vidart en Diario La R

Estimaciones bien fundadas y adoptadas por la fiscalía de la CPI, sitúan en aproximadamente 30.000 el número de muertos, con una fuerte presencia de población de muy escasos recursos

El ex presidente de Filipinas Rodrigo Duterte acaba de ser detenido por «crímenes de lesa humanidad». Fue arrestado al arribar al aeropuerto internacional de Manila y trasladado a la ciudad de La Haya, a raíz de una orden emitida por la Corte Penal Internacional (CPI). El arresto fue consecuencia de su sanguinaria campaña contra las drogas llevada a cabo entre el 2016 y el 2022.

Al término del mandato de Duterte, el número de muertos reconocido oficialmente por su gobierno, ascendía a la escalofriante cifra de 6.248 personas, pero los defensores de derechos humanos multiplican por cinco esa cifra, la cual está conformada por consumidores de drogas, pobres, muchos de ellos incluidos en las horribles “listas de vigilancia” oficiales.

El gobierno de Filipinas liderado por Duterte contó con apoyos importantes de algunos de los principales líderes del mundo que hoy comandan el escenario global.

Desde una perspectiva latinoamericana y humanista, este tema no debe pasar desapercibido, sino que adquiere una enorme significación. Y ello es así tomando en consideración los desafíos que representa la defensa de los derechos humanos y del respeto a la diversidad en un mundo acosado por el autoritarismo y la intolerancia.

Duterte tuvo el apoyo de China, Rusia y de la administración Trump, que por entonces ejercía su primer gobierno al frente de los Estados Unidos.

La captura de Rodrigo Duterte representa un hito simbólico y jurídico con implicaciones profundas para América Latina, región que ha sufrido por décadas los efectos catastróficos de la «guerra contra las drogas» basada en el prohibicionismo y la militarización. Desde esta perspectiva, el caso filipino ofrece lecciones clave para repensar el enfoque global sobre el narcotráfico y priorizar la salud pública como eje esencial.

Es la primera vez que la CPI investiga crímenes masivos vinculados a una «guerra antidrogas». Esto sienta un precedente para que líderes de todas las latitudes, pero particularmente los latinoamericanos que hayan cometido atrocidades bajo el mismo pretexto, puedan enfrentar la justicia internacional.

La CPI no juzga políticas antidrogas en sí, sino actos como asesinatos sistemáticos o torturas. Sin embargo, al vincularlos a crímenes de lesa humanidad, deslegitima la narrativa de que «todo vale» en nombre de la lucha contra el narcotráfico.

Existe un esfuerzo importante por promover enfoques para reducir la violencia y las adicciones desde perspectivas que se diferencien de la doctrina de la seguridad nacional. El caso Duterte contrasta con estas experiencias.

La presión de organizaciones por los derechos humanos y de colectivos latinoamericanos comprometidos con la defensa de los sectores de la sociedad civil avasallados durante la “guerra contra las drogas” podría usar el precedente de la CPI para exigir responsabilidades por violaciones a derechos humanos cometidas bajo políticas prohibicionistas, especialmente en aquellos países donde ha habido intervenciones en gran escala, tal como es el caso de Colombia y México.

Esto respalda la postura de varios países latinoamericanos que piden desmilitarizar la estrategia, tales como las voces muy calificadas de esos dos países, quienes lo han manifestado a través de figuras como el ex presidente Santos, el ex presidente López Obrador o el actual presidente Gustavo Petro.

El caso filipino expone cómo la militarización genera crisis humanitarias antes que soluciones. Esto podría impulsar acuerdos globales para priorizar la prevención, el tratamiento de adicciones y la regulación, tal como propone el informe de 2016 de las Sesiones Especiales de la Asamblea General de las Naciones Unidas, sobre el problema mundial de las drogas, UNGASS.

América Latina ha visto pocas investigaciones de la CPI pese a crímenes masivos como la masacre que ocurrió en México con más de 350,000 muertes por violencia desde 2006.

Países como EE.UU., China o Rusia, que se benefician del statu quo prohibicionista mediante el financiamiento a fuerzas antidrogas, venta de armas, servicios de seguridad e inclusive de sus propias industrias farmacéuticas, podrían bloquear reformas globales, incluso si la CPI condena a Duterte.

El procesamiento de Duterte no garantiza un giro hacia la salud pública, pero sí ofrece herramientas políticas para quienes impulsan tales alternativas:

La condena internacional al ex presidente filipino fortalece a activistas y gobiernos que exigen despenalización, al vincular el prohibicionismo con crímenes de lesa humanidad.

A partir de este precedente se podría usar el caso en foros como la OEA o el CELAC para exigir tratados que prioricen derechos humanos sobre intereses geopolíticos de control hemisférico.

En América Latina, sectores de las élites políticas y organizaciones criminales se benefician del prohibicionismo, a través del lavado de dinero y de la corrupción en todos los niveles.

EE.UU. sigue promoviendo la militarización mediante acciones como la Iniciativa Mérida (México) o el Plan Colombia con la anuencia de gobiernos cercanos a la derecha global, que alientan el uso de fuerzas militares en el combate al narcotráfico o la instalación de bases militares norteamericanas dentro de sus fronteras.

El caso Duterte muestra que una posición coordinada de América Latina en foros internacionales de importancia, puede sentar bases para desafiar el prohibicionismo.

Procesar a líderes represivos (no solo narcos) es muy importante. La CPI podría inspirar comisiones de la verdad sobre víctimas de la «guerra antidrogas», como se hizo con las dictaduras.

Desvincular el discurso de las drogas del «enemigo interno» (pobres, jóvenes, indígenas) y priorizar un enfoque de salud pública, tal como hizo Portugal.

La captura de Duterte es un catalizador simbólico para América Latina, pero no una solución estructural. Refuerza la idea que el prohibicionismo es una máquina de violencia y desigualdad, y da argumentos a quienes exigen tratados globales centrados en derechos humanos. Sin embargo, el cambio real dependerá de la correlación de fuerzas políticas. Si los gobiernos latinoamericanos priorizan reformas ante presiones de EE.UU. o grupos conservadores domésticos e internacionales.

Es deseable promover la capacidad de organizaciones que representan a las víctimas y a ONGs para convertir el precedente de la CPI en leyes y políticas concretas.

Enfrentar las raíces del narcotráfico significa luchar contra la desigualdad, contra la falta de oportunidades y promover modelos de desarrollo inclusivos.

El caso filipino no es el final de la guerra contra las drogas, pero sí un recordatorio que, como oportunamente lo señaló el ex presidente colombiano Juan Manuel Santos: “Es hora de tratar el consumo como un problema de salud pública, no como un delito militar». América Latina tiene la experiencia y la autoridad moral para liderar este cambio.

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