(Me envió este texto un compadre que dice pertenecer a la institución desconocida, improbable e innecesaria “Los Ontoteólogos de Trilaleo”. Las seguridades que da de ser un lector de La Nueva Miradame persuade para otorgarle este espacio.)
La nombrada reciente que llega a nuestra agrupación es que Dios (el cristiano, por supuesto) no murió asesinado por la Revolución Francesa ni por los afanes terrenos de la ciencia. Por el contrario, reencarnó su Logos y su Verdad como razón y verdad científica, el pueblo de Dios como naciones democráticas, el individuo que ora directamente con Dios como ciudadano libre, y la común paternidad de todos como igualdad. La modernidad democrática liberal esconde al viejo Dios, que disimula una presencia un poco rancia cuando su misma exigencia de verdad la hizo poco creíble después de veinte siglos, manteniendo, reconfigurada, su autoridad universal. Es adorado en el siglo XX como razón, progreso, democracia, libertad, igualdad. Hay filósofos modernos que, repelidos por la evidente superstición que esconde la palabra Dios, hablan de Espíritu Absoluto. Bueno, en Trilaleo no hay huaso que se deje engañar por un cambio de nombre, viejo truco de forajidos y desgraciados que buscaban refugio en sus cerros. Tampoco con la otra maniobra encubridora de echar a correr la falsa noticia de la muerte de Dios, e invitar a su entierro para endiosar algún Anti – Dios como el poder o la libido, cuando es sabido que Dios y Antidios vienen a dar lo mismo. La firme es que si muere, recién agoniza ahorita.
El Siglo XX fue fervorosamente creyente del viejo Dios reconfigurado como Lo Real, de la verdad de sus leyes y ecuaciones, y la universalidad de sus principios y valores. De su pasión religiosa hace fe la monumental cagada que dejaron sus cruzados, la escombrera en la que convirtieron el mundo, como reconoce otro filósofo, un poco más higiénico, pero quizás exagerando un pelito (En Trilaleo mantenemos cortitos a esta clase de pelados). Pocos creen ya en ese magnífico Dios del siglo pasado. Solamente caballeros, más que mujeres, que ocupan altos obispados – profesores, ideólogos, encumbrados funcionarios, servidores públicos, oráculos populares-, que no quieren cacharse que ese Dios agoniza – el del progreso, la razón, la verdad, los valores universales como la igualdad y los derechos humanos –, y se conduelen de su muerte con miedo, rabia y escándalo. Jóvenes más libres de los viejos ídolos se preguntan con impaciencia, en nombre de la divina verdad, por la verdad del progreso, bien poco clara en realidad, y cuestionan la racionalidad de una razón que no los ayuda a entenderse a sí mismos, a crear relaciones decentes y una vida que haga sentido. ¿Y quién investido con algo de mérito, o buena suerte, no cuestiona realmente la igualdad? Y la verdad de la ciencia, ¿quién cree en ella como se creía antes?, hasta hace poco con pretensiones universales, hoy confinada al espacio reducido, aunque arrasador, de lo tecnológico, del poder ordenador que aparta, segrega y saca del cuadro lo que no se deja posicionar en el gran orden.

La resolución de la Guerra Fría entronizó en toda su potencia a la versión quizás menos puritana de ese Dios. La revolución neoliberal de los noventa lo declaró el ganador de todas las batallas, el Dios Verdadero y Eterno. El Pulento que vino a ponerle fin a la historia, cuando menos el que dejó en claro trascendentalmente qué es lo bueno y lo malo (y quiénes lo son) per sécula seculorum, y creó un resuelto espíritu de cruzada en favor de lo verdadero y progresista. Lo vimos en los neoliberales, en Chile los Chicago boys, en Estados Unidos los neoconservadores, (¿recuerdan las guerras democráticas en Iraq, Afganistán, Siria y Libia?), en Europa la Tercera Vía Socialista, y en los rebeldes sociólogos, cientistas políticas y antropólogas llamadas woke o iluminatum,cruzadas radicales del Dios de la modernidad liberal. En Trilaleo una vieja tradición los representa llevando una palmatoria encendida sobre la cabeza.
No nos sentimos solos en una iglesia, incluso si quitada de bulla se llama establishment. Poseemos un Dios cuya verdad gravita, principios sólidos, un sentido de la dirección del progreso de la historia. Por eso, cuando se hace evidente en los huesos que ese Dios agoniza y se oscurece su luz orientadora, la protección perdida deviene en miedo reaccionario, y acojona la convicción desfalleciente de que ganan los malos, aquellos que nuestro Dios maldice, las atropelladoras de sus principios. A finales de un siglo tan excepcionalmente creyente, cuando alrededor de 1990 termina la gran guerra religiosa que lo marca todo durante 75 años, alguien proclama que el Dios de la modernidad liberal democrática es el Dios definitivo, el Dios triunfador que termina con la historia, pero a estas alturas está claro que no hay más que una reanudación de la historia como siempre. La historia con fenicios y romanos, persas y griegos, alemanes y franceses, incas y promaucaes. ¿Qué razón sólida, universal, basada en principios trascendentes, habría para preferir a unos u otros?

¿Aterroriza existir en un mundo sin fundamento sólido? Puede ser arriesgado, pero es solamente nuestro ánimo adquirido lo que convierte lo no controlado en medroso. ¿Indigna convivir con atropelladores de Dios? Nos pueden repeler, pero es solamente el ánimo adquirido el que convierte los desacuerdos en pecados repulsivos. El fin del Dios cristiano reconvertido nos deja aterrorizados y repelidos con nuestra libertad, quizás mucho más libres que nunca pero mucho más angustiados, porque una cosa va con la otra. Sin embargo, no es inevitable la desesperanza por no poder actuar significativamente en el mundo, no poder diseñarlo, cuando menos mejorarlo, por falta de direcciones válidas para hacerlo; eso sería pura nostalgia del tiempo del Dios vivo. Sin embargo, no queda más que dejar atrás las muletas que ya no funcionan, menos aún defenderlas guerreando, y tomar responsabilidad por inventar incluso los criterios mismos de lo que vale la pena, lo que es y no es valioso, de lo que constituye el mundo y sus fundamentos, de lo que somos nosotros mismos, del alcance y las posibilidades de nuestra acción, y apechugar con la invención de todo eso. No queda otra, algo aprendimos por experiencia, tenemos unas tradiciones más con-movedoras que otras, no está el viejo y preciso Dios tras el cual escondernos, y hay una vida con la cual hacer algo. Historia y nada más que historia, porque este Dios no muere asesinado por otro más actual que toma su lugar, simplemente mengua y abandona.
Ahora, si no podemos superar la añoranza de Dios podemos quedarnos a la espera de que uno nuevo venga a salvarnos, al que obviamente no hay manera de apurar, si es divino aparecerá cuando le dé la gana. O aguardar a que el viejo capaz que resucite por su cuenta algún día. Podría ser, pero en Trilaleo nunca tan quedados.