El Negro Matapacos se multiplica en nosotros. Por Luis Breull y Juan Le-Bert

por La Nueva Mirada

(Los quiltros leen la calle sin estudiar semiótica social)

Ícono de la resistencia social con su pañuelo rojo al cuello, este can santiaguino fallecido hace cuatro años, revive al fragor de cada protesta callejera. Especialmente visible desde la crisis desatada a partir de octubre 2019 mediante graffitis, instalaciones, banderas y acciones de arte, su silueta se enraíza en un imaginario colectivo aún por descifrar.


Parte de la historia…

¿Por qué algo se vuelve icónico? es decir, una imagen, un film, un significante pasa a hacerse cargo de una complejidad mayor. Lo sabe bien y lo explota el lenguaje de la publicidad, o de ciertas fotografías que plasman una época, una guerra, un momento singular que –de pronto- se transforma en una referencia general. En ese sentido, se vuelve icónico. ¿Cuál es su lógica?

El Negro –como lo llamaba su dueña, María Campos, residente de un viejo barrio del centro poniente de la comuna de Santiago, en calle García Reyes- fue un perro macho, mestizo, de pelaje corto y oscuro que adquirió notoriedad pública en las movilizaciones estudiantiles en los inicios del primer gobierno de Sebastián Piñera. Acostumbraba a aparecer semanalmente en las marchas de la Alameda y enfrentar fieramente a los vehículos policiales, especialmente a los enormes carros blancos lanza aguas, conocidos como guanacos.

Adoptado simbólicamente como un referente de las manifestaciones, acumula más de una treintena de artículos de prensa y publicaciones, un perfil en Wikipedia y tiene a su haber un documental, un videojuego, una cueca, junto con estatuas instaladas en distintos lugares de Chile. También se han hecho intervenciones con su imagen en protestas en Atenas, en jardines de Tokio, en Barcelona, como en el subway y el Central Park de Nueva York.

Desenredando la jauría y sus presas

Las contribuciones del estructuralismo de Mary Douglas[1] son útiles para abordar las clasificaciones del imaginario actual. Douglas hace referencia a las lógicas imaginarias de sociedades simples, tribales, donde las oposiciones quedan marcadas por lo sucio y lo limpio. Dialéctica que a pesar de las distancias témporo-espaciales, siguen prevaleciendo en nuestras sensibilidades y en la conformación del imaginario dominante, donde, por ejemplo, aparece el cuerpo de la derecha, en sus gestos fruncidos, en el blanco y reprimido de sus paisajes, mientras excluye en lo degradado al cuerpo sucio, hediondo; el otro maltratado que vaga por la ciudad.

En los tiempos que vivimos –incluidos años de fuertes tensiones sociales, electorales y políticas- proliferan los cuerpos migrantes, anónimos haitianos, venezolanos, colombianos… muchedumbres flacas y marginales que conforman una masa desorientada que los medios simbolizan como señales de inseguridad y peligro. Turbas de zombies virales alimentados por las proyecciones catastróficas que amenazan al mundo actual.[2]  Presencia mediatizada de cuerpos atemorizantes para el ethos “chileno” y que -por lo mismo- están sujetos a una constante expulsión. Cada vez más arrinconados.  Palabra que en otra instancia o dimensión simbólica y territorial hace resonancia con los reclamos mapuches, donde repite el significante del acorralamiento: “nos arrinconan siempre; nos han robado las tierras”.

En este dominio de imágenes y connotaciones reemerge El Negrocon lo quiltro: perros de la calle sin ninguna marca de origen excepto el saber sobrevivir en la dureza del espacio público. Aquí las distinciones de cultura y clase se proyectan sobre el imaginario animal, que el mercado y la cultura cumple el trabajo de distinguir y situar a los diferentes “pelajes” sociales. Se trata de distinciones de raza en los perros: “mala clase” versus “gente bien”, asumiendo las connotaciones múltiples que se plasman en la realidad de los estereotipos sociales.

Así también, se multiplica el poder de proyección desde el quiltro de la calle a los niños-as del Sename, extendiéndose en la producción de la industria imaginaria del cine, como sucede con el quiltro-Joker, que se configura icónicamente desde la industria del cine y emerge en su momento como imagen de la rabia globalizada.

Los quiltros vuelven a aparecer en el centro de la ciudad, quizás como signo de los tiempos: la jauría de perros que corre, mordiendo neumáticos de autos en movimiento; amenazantes como pequeñas multitudes transgresoras que nos recuerdan a Elías Canetti[3] cuando describe la masa de acoso, que remite a la unidad humana más primitiva: la muta (“jauría”) de caza. Esta muta que se caracteriza porque, una vez obtenida su víctima, se disgrega.

Canetti enfatiza la lógica del poder en el cuerpo, donde el ser humano comparte con muchos animales el poder de los dientes; forma básica de poder. Se agarra algo, se lo desintegra y se lo asimila desde dentro. Un proceso vital en que todo lo que se come es objeto de poder. Inversamente, se llama madre a quien da de comer su propio cuerpo. Para este autor no existe poder más intenso que este. 

Allí está la jauría de perros come-neumáticos en medio de los trayectos codificados de la ciudad. Una reminiscencia de la naturaleza a la conciencia urbana y las presas son esos autos que, luego de la luz verde, comienzan a moverse y a huir de esas masas animales que les acosan sus ruedas.

Del fluir de los códigos callejeros

Este contexto no codificable desde las lógicas de pensamiento tradicional ahora se vuelve valor, como el lugar de nadie o el lugar degradado que Gilles Deleuze menciona en la clase del 16 de septiembre de 1971: “… el peinado de la joven no es el mismo que el de la viuda. Hay todo un código del peinado. La persona, en tanto que lleva su cabello, se presenta típicamente como interceptora en relación a flujos de cabello que la exceden, que van más allá de su caso. Esos flujos de cabello están codificados de diferentes formas: código de la viuda, código de la joven, código de la mujer casada, etc., finalmente este es el problema esencial de la codificación y de la territorialización: siempre codificar los flujos. Y como medio fundamental de marcar a las personas, pues ellas existen en la intersección, en los puntos de corte de los flujos. Entonces marcar a las personas es el medio aparente para la más profunda de las funciones[4].  

El Negro Matapacos aparece liderando la crítica a esa normalidad deleuziana de cortes, un paréntesis frente a la misma. Al mismo tiempo que se le tilda en la prensa como el “Santo Patrono de las protestas sociales” (Publimetro, 4 de noviembre 2019).

Los quiltros leen la calle sin estudiar semiótica social. La calle es una página; se escribe allí, se hace visible en el espacio público tal escritura. El Negro ve a cualquier policía y lo ataca, como arremete contra los neumáticos en movimiento. Aparece allí un primer lugar de reconocimientos e identificaciones colectivas, para que este animal y su conducta se haga icónica, en la lucha alegórica que se libre en la calle en los días de la revuelta.[5]

No todos los quiltros son come neumáticos o matapacos, hay muchos tipos de ellos en la ciudad. En general se trata de una figura nómade de múltiples perfiles, como los que se agrupan en el San Cristóbal, que instalan su nicho allí y sobreviven gracias a los ciclistas y caminantes que les dan restos de comida, tienen agua y se constituyen como masas amigables.

No sucede lo mismo con los quiltros del centro de Santiago, donde emerge el matapacos. El perro negro con pañuelo rojo formaba parte del paisaje de las protestas -emparentado con el come llantas-, en donde el color verde y quizás la posición agresiva de los escuadrones policiales hizo al matapacos reaccionar: atacar a esa masa verde uniformada que se enfrentaba esta vez con la manifestación y se mimetizaba con la figura del patrón, del castigo, de la vara, del maltrato.

Con el estallido social el matapacos hizo una alianza con la primera línea. Su figura fue singular, real y se multiplicó. A muchos canes les pusieron pañuelos, más aún cuando eran negros, quiltros negros. De este modo se transforman los “quiltros negros” para cumplir su función en el espectáculo alegórico del evento. 

Dialéctica de ofertas y demandas

El mercado emergente ofrece actualmente una variedad de perros. El perro se transforma en una mercancía, se sofistican los mercados caninos; cobran valor, se transan y se roban perros de raza, caros. Mascotas de una afectividad en crisis, fieles en un mundo de falta de lealtades. Signos del crecimiento económico, de una mercantilización de los afectos.

Robos y desapariciones, letreros en la calle con el clásico “se busca” y los rostros de perros asociados a las recompensas, como en los western o películas de cowboys.
En la otra línea -de identificaciones quiltras, carentes de pedigree-, aparecen las inscripciones de las nuevas subjetividades sociales. Allí la figura del quiltro se valoriza… Algo que nunca entenderá el lenguaje del marketing, donde predomina la mujer blanca, rubia, y los niños del barrio alto que -felices y sin apremios-, conforman el imaginario de la normalidad, del buen orden, de lo naturalmente asociado a la buena vida. Para ellos es inasimilable el matapacos o el “cuco”, en oposición a la sublimación del perro negro por aquellos que quedaron “fuera del baile”, de “la fiesta de la buena vida”  o por los que buscan nuevas formas de reconocimiento social.

Es de este modo que la revuelta inscribe como figura heroica e icónica al perro Negro Matapacos. Un “modo quiltro” que reaparece en las adopciones, ¿por qué tiene que ser una marca de propiedad los propios genes? El narcisismo con base biológica se pone entre paréntesis y las diferencias de género -que tanto molestan a la semiótica dominante-, reaccionan con los entramados legales y las torturas del Sename. Es decir, prefieren esa violencia antes de que se desbande el imaginario familiar, la propiedad y lo sublime de su religión.  Todo un entramado que detesta el matapacos.

La normalidad cuestionada

“El matapacos somos nosotros, nosotros somos los perros simbolizados”.
Así como puede suceder con el indio” o el chuncho” (íconos domesticados en el imaginario dialéctico del fútbol).  Maradona también deviene una suerte de quiltro.
Negro / blanco; Kast / Provoste. Perro de arriba / perro de abajo.  Las campañas presidenciales interpelan desde allí, donde ahora el negro o el indio tienen otra escena.
Los perros reconocen las distinciones clasistas: los perros de clase alta le ladran de inmediato al quiltro pobre.  Hay miradas de perros de calle, miradas humildes, resignadas, sumisas, marginales, nostálgicas, como las miradas del perdido, del vagabundo, del outsider. Que, por muy perdido, aún puede abrazar a su perro como su única ancla, su afecto sincero.

Como contrapartida, el perro obeso o cachorro chinchoso de departamento, saturado de buena comida, con la obsesión de la dieta que fracasa. El espejo de las clases y sus cuerpos de perros.

Estilos, diferencias, cachorros, precios… ¿afectos?

La simbólica escena mediática y social está recargada de peleas de perros: migrantes, negros, pobres, compitiendo en el espacio público.
Carne de perro, resistente, sobreviviente, aún vivo, aún esperanza de la nada. Mano de obra en Diamela Eltit, como una vida de competencia, degradación, animalizada, normalizada en el lugar icónico del trabajo en un Mall. [6]

Perros policiales, entrenados, codificados, bien alimentados, fuertes, amenazantes; la primera línea de las fuerzas de orden (“los pacos”), perros de raza, alemanes… igual les temen a los quiltros, más aún si son jauría.

El perro es pura manifestación, pura rabia, puro malestar. Cuando se hace representación, se siente traicionado. Hay una brecha insalvable entre manifestación y representación. Cómo Alain Badiou lo señala en El Siglo: “… la puesta a prueba de esta concepción de la legitimidad en la pasión por lo real tropieza con el obstáculo de que lo real no se representa, se presenta… el siglo no dejó de chocar con la inadecuación entre real y representación. Lo real se encuentra, se manifiesta, se construye, pero no se representa”. [7]

Lo que queda claro en el resentimiento hacia los medios, que convierten la manifestación en espectáculo, en mercancía, en el decantamiento del matapacos en una violencia irracional; en una amenaza para perros finos, “una pelea de perros grandes” dijo alguna vez Sergio Onofre Jarpa (exsenador líder del Partido Nacional bajo la Unidad Popular, exministro del Interior de la dictadura de Augusto Pinochet, fundador y exsenador de Renovación Nacional, fallecido el año pasado).

Por otro lado, está la figura de “los pacos” que actúan “como perros”, o “los perros de la Dina” que se ocupaban como instrumentos ejecutantes de tortura. Los perros para cada animal humano. Carne perro que responde a lo que se le pida.

Regresando al ícono que da cuerpo a este análisis, el tiempo se evoca en la figura icónica. Emerge lo icónico de manera inconsciente, en el imaginario colectivo que demanda una multiplicidad, una complejidad, un clima denso y compartido que ve en un momento una figura que canaliza la densidad del clima. Allí surge, emerge El Negro Matapaco como figura que se multiplica y resulta sublime, simbólica, como una nueva bandera.

La invisibilidad del quiltro, del gorrión, de la paloma, forman parte del paisaje urbano y del espacio de nadie. Algo similar a los no lugares” definidos por el antropólogo Marc Augé. El espacio de nadie y la figura icónica lo carga de sentido, se hace cargo, entra en la escena como cualquiera, en el plano de la manifestación, no de la representación (componente clave de la dimensión del fenómeno).

Por lo tanto, el quiltro y lo quiltro remiten a un tema de expresión, de tipificaciones básicas, de quiebres que hacen posible el lenguaje simbólico: la memoria de la contingencia y la memoria dura, que han conformado la envoltura de la cultura nacional.

Un perro local que convive con el Joker y la Tía Pikachú. Un pastiche contemporáneo universalizado y mediatizado, pero no esquizofrénico. La mediática forma parte del mundo de la vida actual. Estamos cruzados por imaginarios globales que se cruzan con figuras locales, allí está la bandera mapuche, con el icono del Negro Matapacos, aniquilando la popular afabilidad del can publicitario de Lipigás y transgrediendo las estatuas de héroes militares, de lo sublime de la nación que aparece como figuras atesoradas por las fuerzas armadas, como fetiches desgastados de una nación.


[1] Mary Douglas. Pureza y Peligro. Un análisis de los conceptos de contaminación y tabú.  Siglo XXI España 1973

[2] el género zombie ha sufrido una evolución con las películas iniciales de George Romero (La noche de los muertos vivientes (titulada en inglés: Night of the living dead) es una película de terror estadounidense de serie B dirigida por George A. Romero en 1968. La trama se centra en cómo un grupo heterogéneo de personas intenta sobrevivir en el interior de una granja aislada después de que los muertos, por una causa desconocida, vuelvan a la vida, persigan a los vivos y den inicio a un apocalipsis zombi).   Hoy el género se ha expandido a las manifestaciones epidémicas e incontrolables de series y directores asiáticos. Hay relación entre estas fantasías de animalización en la edad media, el vampirismo y en las mismas ceremonias del vudú africano.

[3] Elías Canetti. Masa y poder. Ed Muchnick, España 1983

[4] Gilles Deleuze.  Derrames (clases transcritas). Baires Ed. Cactus 2015, pp 19.

[5] La alegoría se expresa en el ritual del estallido, los pacos y su violencia, la primera línea y su estrategia de avances y retrocesos, la masa detrás atenta a la huida y por los márgenes el lumpen haciendo su negocio en medio del río revuelto.

[6] ELTIT, Damiela. Mano de obra. Ed. Planeta. Seix Barral, Biblioteca breve. Santiago de Chile, 2002.

[7] Alain Badiou  El Siglo. Ed. Manantial, Baires, 2005. Opone Badiou la presentación y la represnetación, lo que se reactualiza en el esatllido, sobre todo con la simbolización mediática y su crítica (pp 140).

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