Escenarios en la etapa final del gobierno de Gabriel Boric

por Gonzalo Martner

Gabriel Boric ganó la elección presidencial en la segunda vuelta de 2021 de manera holgada, con un 56% de los votos. Ese resultado hizo que tal vez no se prestara suficiente atención a lo estrecho e inestable de la situación política de entonces, después de una rebelión social y una pandemia, con un triunfo que se explica en buena medida por tener al frente al candidato de la extrema derecha José A. Kast y no a una derecha con nexos con el centro, como la que encarnó en su momento Sebastián Piñera y en esa ocasión Sebastián Sichel, derrotado en primera vuelta en un contexto polarizado. 

Las fuerzas políticas del espectro progresista que habían participado en los gobiernos desde 1990, sumadas a las fuerzas de izquierda emergente, no habían obtenido la mayoría parlamentaria en noviembre de 2021. Los partidos de la ex Concertación se agruparon en una lista que obtuvo solo el 17% de los votos, después de haber dominado la escena política por décadas, mientras una coalición de izquierda compuesta por el PC, el Frente Amplio y otras fuerzas la superaba con el 21%, a lo que se agregó el 12% reunido por las listas de la izquierda radical y ecologista, con el impulso de la rebelión social de 2019 y la voluntad de cambio que expresó. 

Las fuerzas de extrema derecha de republicanos y socialcristianos lograron un 11% del voto para la Cámara y los populistas de Parisi lograron otro 8%, mientras la derecha tradicional reunió un 25%. La suma de la derecha en el electorado (44%) y su mayoría en el parlamento, engrosada por quienes dejaron la democracia cristiana después de la elección presidencial, le permitió construir una plataforma opositora sólida que, además, cuenta con el control de los medios masivos. Logró bloquear tempranamente las reformas emblemáticas de Gabriel Boric, como la tributaria y de pensiones, aunque se produjo el aumento del salario mínimo y la pensión básica y otros avances. Pero el presupuesto heredado muy contractivo de 2022 y una política monetaria marcada por el control del Banco Central desde marzo de ese año por la hiper-ortodoxia liberal, produjo un desgaste casi inmediato del gobierno, que demoró un tiempo que no tenía en improvisaciones y luego en ajustar las piezas de la gestión del Estado. Terminó por construir de manera tardía un sistema de apoyos políticos y parlamentarios más amplios, pero con tensiones internas a las que no fue ajeno el enunciado de una supuesta superioridad moral generacional o la resistencia conservadora de una parte de la izquierda tradicional.

Las fuerzas vinculadas al gobierno actuaron con cierta incoherencia, agravada por una etapa final de la Convención constitucional elegida en mayo de 2021 que se vio envuelta en radicalidades consagradas por la regla de dos tercios que, en vez de darle poder de veto a la derecha, se lo dio a intereses particularistas proclives a la declamación verbal. Esta mezcla llevó a una derrota de la propuesta constitucional de la Convención por nada menos que un 62% en septiembre de 2022, lo que selló la puesta en minoría del gobierno de Gabriel Boric. Esto ocurrió apenas seis meses después de iniciada su gestión, lo que se agravó en la elección de consejeros constitucionales de mayo de 2023 con una inusitada mayoría relativa de la extrema derecha. No obstante, se produjo un rechazo a la propuesta constitucional de ese sector por un 56% del voto en diciembre de 2023, la misma proporción, ahora con voto obligatorio, que eligió al actual presidente.

Luego de poco más de dos años y medio de gobierno, las fuerzas políticas que participan en su gestión sufrieron un fuerte desgaste en la reciente elección territorial. De un total de 345, los alcaldes de este signo bajaron de 150 a 111 y los de oposición aumentaron de 87 a 122, mientras la población administrada por unos y otros es ahora de 38% y 37% respectivamente. El restante 25% lo será por alcaldes independientes.  En la reciente elección de concejales y consejeros regionales, la derecha agregada sumó un 53% de las preferencias. Había obtenido el 31% en la elección de concejales de 2021 y el 62% en la de consejeros constitucionales de 2023 (en este último caso ya con voto obligatorio). 

Por su parte, las fuerzas de gobierno reunieron un 34% de las preferencias en la elección de consejeros regionales y un 36%  en la de concejales,  a comparar con el 44% de 2021, su mejor momento en este nivel, y con el 34% en consejeros constitucionales de 2023. Si a este poco más de un tercio se le agrega el 5% de las disminuidas fuerzas de la izquierda radical y de los ecologistas, se llega en 2024 a un 42% para la izquierda variopinta. Con la Democracia Cristiana, el «progresismo agregado” sube a un 46% en concejales (la cifra es similar en consejeros), a comparar con el 62% en concejales de 2021 y el 50% en la elección de diputados en 2021. 

En la configuración de fuerzas internas en la coalición de gobierno no hay nadie especialmente ganador y casi todos sus componentes pierden adhesión. El llamado “socialismo democrático” (radicales, PPD, liberales y socialistas) suma 19% del voto en concejales y 14% en consejeros regionales (los liberales fueron juntos con los regionalistas verdes en regionales), mientras “Apruebo Dignidad” (comunistas, Acción Humanista, regionalistas verdes y Frente Amplio) suma un 18% y 21% respectivamente. Los dos bloques de gobierno representan hoy más o menos lo mismo en materia de adhesión ciudadana. Este es el punto de partida a considerar para lo que viene, luego del fin del viraje al centro y a la adaptación al neoliberalismo que emprendió poco a poco buena parte de la antigua Concertación, hoy expresado en la puesta en franca minoría de los grupos de “amarillos” y “demócratas”. 

Ese nuevo punto de partida requiere preguntarse: ¿tiene sentido prolongar las luchas de hegemonía entre estos dos bloques para lograr un buen fin del gobierno de Gabriel Boric, lo que está en su interés común, y enfrentar la elección presidencial y parlamentaria de 2025 con alguna probabilidad de éxito? La estabilización del gobierno supondrá que la coalición se mantenga unida. En la proyección hacia el futuro, ni las fuerzas más moderadas ni las más radicales parecen estar en condiciones de emprender caminos propios y deberán, en cualquier caso, organizar primarias presidenciales comunes o bien apoyos mutuos en segunda vuelta. 

Si se considera que la derecha y sus candidaturas presidenciales están en una situación sólida pero no imbatible, el “agregado progresista” debiera reflexionar sobre su estrategia futura. Desde luego, esta debe partir por un compromiso férreo con la tolerancia cero con las corruptelas y los abusos machistas y de poder, sin lo cual nada podrá hacerse para reconstruir una mayoría que vuelva a ganar prestigio ante la sociedad. Y, tal vez, repensar sus alineaciones internas.

Si se superara el trauma generacional generado en el progresismo desde 2011 y se conformara una suerte de «izquierda democrática amplia», aquella que en lo básico adhiere a la democracia en todas partes y al crecimiento sostenible con redistribución social, es decir la posible suma de radicales, liberales, PPDs, socialistas, frente-amplistas y regionalistas-verdes, sería de un 27%, según la reciente elección municipal. Si el destino del PC fuera persistir en su alineación internacional ortodoxa, su 6% tenderá a sumarse al 5% de la izquierda radical y a buscar mantener ahí un polo. 

Simplificando mucho, si la potencial «izquierda democrática amplia» articulara su fuerza en la próxima primera vuelta presidencial y en una lista parlamentaria con la idea principal de construir un Estado democrático y social de derecho, detrás de Carolina Tohá, Michelle Bachelet u otra candidatura presidencial de consenso, y estableciera apoyos mutuos en la segunda vuelta con la DC, la izquierda ortodoxa y las fuerzas ecologistas, el “progresismo agregado” podría volver a ser competitivo y hacer retroceder a la derecha, que hoy tiene todo para gobernar durante la próxima década.

Por supuesto, no se trata solo de imaginar combinaciones electorales, sino de construir un proyecto común para esa próxima década. Esto supone una clarificación previa, luego de los diversos terremotos políticos desde 2011, sobre qué sectores sociales y qué intereses se trata de representar. ¿Deberá considerar el nuevo proyecto de manera prioritaria las libertades y la igualdad de género? ¿Y poner de manera central la redinamización de una economía que crezca y redistribuya de manera sostenible para representar los intereses del trabajo dependiente asalariado, que reúne el 76% de la ocupación; los del trabajo por cuenta propia, que abarca otro 20%; los de la población joven, que requiere educación de calidad e inclusiva; los de la edad avanzada, que requiere de mejores pensiones; los de los sectores de ingresos precarios, que requieren de más apoyo en redistribuciones e inserción? ¿Se deberá considerar con mucha más fuerza los de la economía social y cooperativa y los de las empresas pequeñas y medianas, mediante desconcentración, financiamiento, política industrial y transferencia tecnológica? ¿Y considerar los intereses del conjunto de la población en materia de seguridad cotidiana, de seguridad social, de urbanismo integrador y de infraestructuras colectivas? ¿Y los del conjunto de la nación para respetar la diversidad, la pluralidad cultural y la autonomía de los territorios? 

O bien ¿seguirá la complacencia miope con los intereses del gran empresariado, que concentra brutalmente los ingresos y la riqueza, y el de los que giran a su alrededor y se someten a su financiamiento? ¿O los de los inversionistas extranjeros en minería que se apropian de la mayor parte de la renta de los recursos naturales?  ¿O los de quienes quieren volver a militarizar la sociedad o mantener conductas xenófobas? 

Hecha esa clarificación mediante el insustituible diálogo político, tal vez un paso siguiente sea deliberar sobre qué aspiraciones presentes en la mayoría social se deberán recoger y priorizar, en diálogo con ella, y traducir en programas secuenciados en el tiempo, siempre con espíritu de responsabilidad y con equipos competentes al margen del clientelismo. Y, más allá de los fracasos recientes, deliberar en materia de propuestas de reformas próximas de las instituciones, pues las vigentes siguen sin reflejar plenamente la voluntad mayoritaria ni garantizan suficientes libertades individuales. Y también en materia de política económica y de desarrollo, que sigue basada en un gobierno débil y sin herramientas en un mundo en el que se aceleran grandes cambios que requieren de un Estado estratégico. Hecha esa clarificación y deliberación, probablemente se encontrarán las coincidencias necesarias y se constatará la distancia con la visión de los grupos social-liberales, siempre influyentes pero que son más bien próximos al gran empresariado y a la derecha en sus concepciones de la democracia, la economía y la sostenibilidad, y con la izquierda ortodoxa, que se ha negado pertinazmente a romper con los autoritarismos en su alineación internacional, a pesar de su conducta interna constructiva. Esta reagrupación no debe impedir que la «izquierda democrática ampliada» promueva una coalición mayoritaria para gobernar, que incluya tanto al PC como a la DC y al centro progresista. Las agrupaciones minoritarias autocomplacientes, y autosatisfechas con la ocupación de espacios en el Estado, definitivamente no son las que logran cambiar las realidades de la mayoría social. 

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