Se vive en el Medio Oriente un nuevo capítulo trágico de la dinámica de intolerancia y violencia sectaria que carcome a esa parte del mundo por ya 75 años. Estos hechos no nos son indiferentes, entre otras cosas porque las comunidades judía y palestina están presentes en Chile de manera destacada desde sus migraciones de principios del siglo XX.
Israel tiene el derecho a existir y a proteger a la población judía, históricamente perseguida y sometida a la larga lacra del antisemitismo. Fue creado como Estado en 1948 por Naciones Unidas, después del horroroso holocausto contra el pueblo judío en la Europa ocupada por la Alemania nazi. Pero esto se hizo en territorios árabes de la región de Palestina, por entonces bajo administración colonial británica, sin el consentimiento de su población. Esto ocurrió porque la tradición judía indica que la zona es la “Tierra Prometida por Dios” al primer patriarca, Abraham, y a sus descendientes, y había vuelto a atraer a comunidades judías después de su expulsión por los romanos en el año 70 después de Cristo, pero minoritarias. Por ello la ONU también previó que debía crearse un Estado palestino. Pero eso no ocurrió y ha vuelto una vez más a irrumpir como cuestión no resuelta.
Parecía que se avanzaría recientemente a nuevas normalizaciones de las relaciones entre Israel y Estados árabes suníes tan importantes como Arabia Saudita, en continuidad con los acuerdos de 2020 con Bahrein, Emiratos Árabes Unidos, Marruecos y Sudán -en una especie de acuerdo regional contra el régimen teocrático chiita de Irán por sobre la cuestión palestina- que se sumaron a aquellos establecidos con los vecinos Egipto en 1979 y Jordania en 1994.
Pero ocurrió lo imprevisto. La insurrección dirigida por el grupo fundamentalista Hamas el 7 de octubre en la Franja de Gaza, parte histórica de Palestina, rompió el cerco militar israelí, que el Comité Internacional de la Cruz Roja considera ilegal y que viola la Convención de Ginebra. Lo hizo en diversos puntos con algunos centenares de milicianos y ataques por tierra y un nutrido fuego de cohetes hechizos, y algún desembarco, copando unas 22 localidades cercanas, lo que nunca había logrado nadie desde la fundación del Estado de Israel en 1948. Algunos cohetes han apuntado hasta Tel Aviv. El ataque paralizó la disuasión israelí y sus defensas, al menos por algunas horas, y produjo trágicamente centenares de muertes indiscriminadas de civiles y un centenar de secuestrados israelíes. La mantención por Hamas del secreto de una operación de esta envergadura, lanzada desde un territorio ultravigilado, revela la determinación de quienes están dispuestos a dar su vida y a usar métodos de gran violencia inspirados por el integrismo religioso. Son calificados de terroristas, como lo fueron en su momento Ben-Gurión y Begin cuando dirigían una lucha armada contra los británicos para lograr una patria que protegiera al pueblo judío, que también incluyó violencias injustificables contra la población civil palestina y la posterior expulsión desde sus tierras y propiedades.
La ofensiva de Hamas es una nueva expresión de la espiral de las violencias originadas por la creación de Israel sin acuerdo árabe, y muestra que ningún ejército es inexpugnable, incluso el que tiene fama de ser uno de los más poderosos del mundo. Es la consecuencia desesperada y trágica de la casi completa interdicción de una realidad nacional en condiciones de sumisión y apartheid, en este caso en la Franja de Gaza. Se trata de un territorio costero en el que viven hacinados sobre todo los refugiados de la guerra de 1948 y sus descendientes, bajo control de Egipto por dos décadas, luego del dominio turco de la zona por siglos y de la colonización británica desde 1920. Como resultado de la guerra de 1967, la franja fue ocupada militarmente por Israel hasta 2005, para luego ser cercada en 2007 y transformada en una suerte de prisión para 2,3 millones de personas, la mitad niños, de 360 kilómetros cuadrados, con una población hacinada y encerrada en condiciones de miseria y con jóvenes sin destino y muy poco que perder.
La negación de la realidad nacional palestina también se expresa en Cisjordania y Jerusalén Oriental, sin continuidad territorial con Gaza, en donde han muerto este año más de 200 palestinos en ataques israelíes y en la que sigue la expansión de la colonización ilegal iniciada en 1967, asentamientos en los que vive medio millón de judíos. En estos meses se ha violado, además, el acuerdo tradicional sobre los lugares de culto en Jerusalén, hostigando los espacios musulmanes en la explanada de las mezquitas. El nuevo gobierno de ultraderecha de Israel no esconde su intención de anexar Cisjordania y Gaza a través de nuevas colonizaciones ilegales. En su seno hay quienes quieren, además, desplazar a los otros cultos religiosos de Jerusalén, la ciudad sagrada para las tres religiones del libro.
La tragedia es que esta realidad actual tiene un precedente que permitía avizorar un futuro de paz, luego de las guerras abiertas de 1948, 1967 y 1973, a partir de un punto inicial de no aceptación por los Estados árabes post coloniales de la decisión de la ONU de 1948. De ella Israel tomó ventaja para modificar por la fuerza el trazado original de su territorio. Redujo a la mitad aquel inicialmente previsto por las Naciones Unidas para un Estado palestino.
Unos 750.000 árabes palestinos debieron huir a países vecinos, expulsados por el terror infundido por las tropas israelíes, constituyendo grandes campos de refugiados en Jordania, el Líbano y Gaza en Egipto. Esta difícil situación, que provocó crisis posteriores en Jordania y el Líbano, evolucionó con el tiempo a un acuerdo parcial de autogobierno palestino en algunas zonas, según los acuerdos de Oslo de 1993 entre Israel y la Organización de Liberación de Palestina. Estos permitieron el retorno del liderazgo palestino desde Túnez a Ramallah en Cisjordania y una autonomía limitada en Gaza y partes de la Cisjordania ocupada. Interrumpieron, en el papel, los asentamientos judíos, lo que Israel no cumplió, mientras retiró más tarde sus tropas y a unos 9.000 colonos de la franja de Gaza, pero quedaron en suspenso las cuestiones centrales como el estatus de Jerusalén, la vuelta de los refugiados, los asentamientos y las fronteras permanentes con un Estado palestino, negociaciones que nunca avanzaron.
Tuve la posibilidad, como presidente del PS chileno, de conocer directamente, en una visita a la zona en 2004, tanto la visión de Yasser Arafat en la Mukata (“desde esos edificios del frente me dispararán”, aunque murió 4 meses después envenenado) como la de Shimon Peres en la Knesset, constructores de esos acuerdos. Éste último puso el acento en la conversación (“nos separa más el pasado que el futuro”) en la dificultad de desmantelar los asentamientos ilegales para alcanzar un acuerdo de fronteras que permitiera crear, junto a garantías de seguridad, el Estado palestino. La frustración histórica se consagró con el hecho que los partidarios de la hoja de ruta de paz de 1993 fueron desplazados en buena medida del liderazgo en ambos lados del conflicto. No obstante, a su pesar, alguna idea de fronteras mutuamente reconocidas como las previas a la guerra de 1967 es asumida implícitamente por los integristas de Hamas, que han tomado el poder en Gaza desde 2006 y desplazado de esa parte de Palestina al partido nacionalista laico Al Fatah, base de la OLP.
Entre tanto, Israel ha terminado de girar hacia una política de sometimiento del pueblo palestino, negando su derecho a existir de manera independiente. Sus gobiernos han actuado de manera sistemática en el pasado reciente para dinamitar los acuerdos con los palestinos, con el apoyo de su opinión pública, continuando con la ocupación y las anexiones de hecho. El boicot israelí de los pactos con los palestinos ha provocado el desplome de la Autoridad Nacional Palestina, fundada por la OLP como proto-Estado desde los acuerdos de Oslo, reducida a la impotencia y al control del orden injusto impuesto por las autoridades militares de ocupación en partes de Cisjordania. Esto hace de Israel un país que no respeta el derecho internacional ni los acuerdos suscritos con los palestinos, en nombre de su defensa y de lo que entiende son unos derechos históricos autodefinidos, conducentes a una política de conquista territorial mediante la fuerza militar.
Esto no puede ser aceptado por ningún sistema de mantención de la paz entre naciones. Estados Unidos y Europa fracasaron rotundamente en llevar a su aliado Israel a un acuerdo de paz mínimamente equilibrado. Se han transformado, a la postre, en los cómplices de las anexiones (aunque Obama dejó aprobar en la ONU en 2016 una resolución que las condenaba) y destrucciones israelíes de la infraestructura palestina (financiadas en parte por los propios europeos) y de la negación de sus derechos nacionales en nombre de la situación geopolítica.
Ha prevalecido contrarrestar la influencia y activismo iraní (cuya teocracia quiere hacer desaparecer a Israel, como en el pasado reciente los Estados árabes suníes) y ruso (que quiere mantener una presencia militar en el mediterráneo y el medio oriente). El pueblo palestino se ha volcado a apoyar en Gaza al condenable fundamentalismo islamista ante la ausencia de resultados del liderazgo laico tradicional y el abandono del apoyo de países como Jordania y Egipto y en alguna medida Siria, que atacó a la OLP en el Líbano, y de diversas monarquías del Golfo, con la excepción de Qatar. Este pueblo paga los platos rotos de un agudizado conflicto local cruzado por las disputas de hegemonía multipolares. También los pagan los civiles israelíes de los bordes de Gaza o que están en el radio de alcance de los cohetes de Hamas, y los jóvenes israelíes que realizan un servicio militar de tres años, y desde luego el conjunto de la población que vive en la inseguridad permanente.
En la hora de las represalias, Israel practica la repudiable lógica letal de los castigos colectivos. La lógica sectaria acepta lo inaceptable: la supuesta legitimidad de la lucha de una comunidad religiosa y cultural contra otra, conducente a su exterminio o sometimiento y colonización. El gobierno israelí prepara ahora una masacre en gran escala y el asesinato del liderazgo de Hamas. La pregunta que cabe hacerse es: ¿los muertos palestinos, y de todos los pueblos invadidos y sometidos por otros Estados, no cuentan? ¿Sólo cuentan en este caso las víctimas israelíes de ataques desesperados que, por supuesto, cabe lamentar, especialmente los asesinatos y los secuestros de civiles?
Si les son negados sus derechos básicos, los pueblos tienen el derecho a rebelarse y a resistir a sus opresores, como ha ocurrido innumerables veces en la historia y seguirá ocurriendo, aunque desgraciadamente esto se produzca con frecuencia en contextos de violencias desbordadas. Estas expresan el fracaso de la razón y del entendimiento entre diferentes a partir de alguna noción de justicia. En este tema, como en tantos otros, debe prevalecer un sentido elemental de justicia por sobre la fuerza bruta. En el largo plazo, la paz estable solo emana de la justicia. Esa no es la de los cementerios, aunque se aluda la propia seguridad y autodefensa y el falso dilema del «ellos o nosotros». Ningún pueblo puede ser tratado como terrorista porque reivindica sus derechos internacionalmente reconocidos, mientras en el mejor de los casos es considerado como mano de obra sometida. El hecho básico es que todo ser humano tiene derecho a una vida digna y libre en fronteras nacionales seguras. Los que respetamos a judíos y palestinos defendemos la solución de dos Estados con fronteras seguras y reconocidas que promueve Naciones Unidas desde hace décadas.
Esta postura suele recibir una acusación estándar para impedir todo debate: la de antisemitismo. Desde la izquierda inspirada en el internacionalismo universalista, que cuenta entre sus fundadores a judíos y judías como Marx, Bernstein, Luxemburgo, Kautsky, Trotsky, Lukács, Adorno, Horkheimer, Marcuse, Heller y tantos otros, no se concibe ser anti – pueblo alguno. Cuando los judíos son oprimidos y asesinados o sufren ataques y discriminaciones, solo cabe apoyarlos. Cuando los palestinos son oprimidos y asesinados, solo cabe apoyarlos. Y quien realice crímenes de guerra debe ser condenado sin ambigüedades, del lado que sea. Todos tienen derecho a una vida libre y a defenderse, no solo los israelíes. También los palestinos.
Mientras no haya un acuerdo aceptable para las partes, no se ve como podría haber paz en la zona y que se ponga fin a sus repercusiones globales. Y eso parte por desplazar a los fundamentalismos religiosos y reconocer los derechos simétricos de los unos y los otros, en espera de alguna concreción algún día de la visión de Kant sobre la paz, descrita del siguiente modo por Jürgen Habermas: «el orden republicano de un Estado constitucional basado en los derechos humanos exige no sólo una débil sujeción, propia del derecho internacional, de las relaciones internacionales, dominadas por las guerras. El orden jurídico en el interior de los Estados debe más bien culminar en un orden jurídico global que congregue a los pueblos y elimine las guerras«. Así son las utopías: horizontes a los que intentar acercarse, aunque el presente las desmienta, en este caso tan trágicamente.