La mañana del 22 de octubre de 1970 el general Carlos Prats G. llegó apresurado al Hospital Militar de Santiago, anunciado de que el entonces comandante en jefe, René Schneider Ch., había sido víctima de un atentado criminal, “Veo el cuerpo inconsciente de Schneider, inmóvil sobre la camilla, con su rostro hecho mármol y su busto bañado en sangre. Uno de los tres balazos le había perforado los pulmones, le rozó el corazón y le destrozó el hígado” (…) Siento un intenso dolor ante la tragedia del gran amigo y me siento como si rodara por un negro precipicio, en medio de una vertiginosa iluminación de imágenes siniestras…”. El asesinato de Schneider fue resultado de una conspiración criminal de uniformados golpistas y organizaciones políticas de ultraderecha, al momento que se multiplicaban presiones sobre el gobierno aún en ejercicio de Eduardo Frei Montalva, para impedir que el Congreso Nacional ratificara el triunfo electoral obtenido en las urnas por Salvador Allende el 4 de septiembre de 1970. Todo ocurrió durante aquellos agitados y convulsos días políticos que precedieron la aprobación mayoritaria y definitiva del poder legislativo, el 24 de octubre, para que Allende asumiera la presidencia de la República, tras la firma de un Estatuto de Garantías Democráticas, incorporado a la Constitución Política del Estado mediante una urgente reforma.
Los entretelones pormenorizados de aquellos tensos días que pusieron a prueba la convivencia democrática del país, así como el rol que jugaron los liderazgos políticos de entonces y los mandos uniformados desde el inicio de la experiencia histórica del gobierno de Salvador Allende quedaron registrados en la rigurosa y aplicada pluma del nuevo comandante en jefe del Ejército. Carlos Prats había egresado de la Escuela Militar para comenzar su trayectoria de oficial con la distinción de mejor alumno de su promoción, destacando adicionalmente por sus excepcionales dotes literarios y narrativos que merecieron públicos reconocimientos en medios especializados durante las décadas posteriores. Aquel rigor narrativo se transformaría en un valioso y privilegiado recurso para el registro histórico del acontecer nacional en sus reveladoras Memorias, donde “no hay un solo renglón inventado; no hay protagonistas de ficción; no he acomodado mis comentarios a los resultados posteriores. Estos reproducen mi pensamiento y visión coetánea de lo ocurrido. Quienes aparecen con su propio nombre, tienen que convenir en que no he deformado ni sus ideas ni sus actuaciones” (escritura culminada el 20 de septiembre de 1974).
En la madrugada del 30 de septiembre de 1974, Carlos Prats y su esposa Sofía Cuthberg, residentes forzados en Buenos Aires tras las amenazas en contra de su seguridad personal en Chile una vez producido el golpe militar encabezado por Augusto Pinochet – quien lo había sucedido en la comandancia en jefe, luego de su renuncia al cargo máximo del Ejército, el 23 de agosto de 1973, jurando lealtad constitucional al legado de su predecesor – fueron asesinados por la detonación de un artefacto explosivo instalado previamente en su vehículo familiar por Michael Townley, con ayuda de su mujer Mariana Callejas. Townley comunicó telefónicamente el éxito de su misión al entonces mayor de Ejército Pedro Espinoza, quien en Santiago de Chile lo replicó a su mando superior de la DINA, Manuel Contreras, dando por cumplida la orden del jefe superior de la Junta Militar, Augusto Pinochet.
36 años demoraría la justicia chilena en esclarecer el crimen del matrimonio Prats Cuberth, sentenciando la Corte Suprema con penas de cárcel a los ya mencionados Contreras y Espinoza, además del general retirado Raúl Iturriaga Neumann, el ex brigadier José Zara y los excoroneles Cristoph Willeke y Juan Morales Salgado. Sentencias menores recibieron el agente civil de la DINA, Jorge Iturriaga Neumann, el ex suboficial Reginaldo Valdés Alarcón, la íntima cómplice Mariana Callejas, mientras el asesino Michael Townley, que luego participó en el atentado mortal contra Orlando Letelier y Ronny Moffit en Washington, y el frustrado asesinato de Bernardo Leighton y Anita Fresno en Roma, permanece bajo los términos del Programa Federal de Protección de Testigos de los Estados Unidos. Por cierto, al momento de la sentencia final, el instigador de aquellos crímenes de lesa humanidad, Augusto Pinochet, ya había fallecido, luego de ser diagnosticado oportunamente de demencia senil tras su regreso a Chile después de una desafortunada visita a Londres, que se prolongó durante ingratos 503 días, entonces en su calidad de senador vitalicio.
La vigencia de un legado de medio siglo
El cobarde asesinato de Carlos Prats y Sofía Cuthberg trasluce la felonía de Pinochet y sus cómplices. Conocedor directo de la superioridad intelectual y moral de Prats – a toda prueba en los tiempos más críticos de la convivencia democrática, bajo presión golpista para impedir el respeto a la voluntad soberana de la ciudadanía, como ya la había demostrado en su transparente reacción ante las presiones desatadas que precedieron el asesinato del general Schneider – Augusto Pinochet quiso borrar cualquier sombra de amenaza futura desplegando su maquinaria criminal más allá de las fronteras nacionales. El cerco se tendió desde la negación del pasaporte para que el general Prats se mantuviera atrapado en Buenos Aires bajo seguimiento constante de los agentes de la DINA, con participación de sicarios como Enrique Arancibia Clavel. Prats estaba conciente de la amenaza y así lo comentó con su amigo cercano Ramón Huidobro – entonces exembajador chileno en Argentina y hombre de gran confianza para el fallecido Presidente Allende – con quien compartió el último encuentro familiar, de cine y cena, hasta pocos minutos antes del crimen aquella madrugada del 30 de septiembre de 1974. (Por aquellas convulsas circunstancias de entonces, tuve el privilegio de conocer a Ramón Huidobro y su esposa Francisca Llona en los aciagos días próximos al horrendo crimen de sus queridos amigos. Las callecitas de Buenos Aires se transformaban en peligrosas para aquel matrimonio tan cercano al general Prats, ya bajo vigilancia y amenazas directas provenientes del oscuro mando de Pinochet, aconsejando su pronta salida de Argentina).
Sin embargo, más allá del horror del asesinato y el dolor inconmensurable de sus entonces jóvenes hijas, Sofía, María Angélica y Cecilia, ellas mismas fueron protagonistas del último gran legado de Carlos Prats González: sus memorias, que supieron resguardar con celoso sigilo, hasta su primera publicación bajo el simple y contundente título “testimonio de un soldado”, el año 1984, ahora recientemente reeditadas al cumplirse medio siglo del crimen perpetrado cuando el matrimonio regresaba a su residencia en Malabia 3305 en aquel Fiat 125 con el artefacto explosivo que terminó con la vida de sus padres.
Un libro de historia nacional, de lectura imprescindible para antiguas y nuevas generaciones sometidas a una extendida intrascendencia mediática que agota e inhibe la saludable urgencia de reconocernos como nación, con todas sus grandezas y miserias. Una lectura necesaria también para los uniformados aún sometidos a una educación sesgada en torno a la trayectoria histórica de sus propias instituciones.
Las hijas del general Prats supieron guardar lo que sabían más que relevante para la memoria prohibida por la dictadura, y recién suspendida la censura de libros en 1983, reconociendo la virtuosa colaboración profesional de la Editorial Pehuén, emprendieron el desafío y compromiso de publicar estas Memorias: “No podíamos compartir con muchos este secreto que se había convertido en un tema tabú. Siempre, invariablemente, repondíamos lo mismo cuando nos preguntaban sobre las Memorias de nuestro padre: “Están guardadas, muy bien guardadas”. Sabemos que esta permanente evasiva nuestra, incluso a los familiares y amigos más cercanos, será comprendida por ellos. Sentimos un gran pesar por no haber retribuido con igualdad su confianza, ayuda, generosidad y franqueza, pero pensamos, también, que las circunstancias justificaron nuestra actitud. Igualmente, agradecemos la lealtad y generosidad de otras personas como el General® Mario Sepúlveda S., cuya experiencia fue un aporte de gran valor para la edición de esta obra. Agradecemos al General ® Ervaldo Rodríguez T. en cuyas opiniones y efecto encontramos una gran ayuda a nuestra labor, y al General® Guillermo Pickering V, quien nos aportara valiosos comentarios sobre este Testimonio…Ellos, junto a sus esposas, han sido nuestro gran apoyo en tantas circunstancias vividas en estos diez años. Esta edición la hemos realizado procurando cumplir con cabalidad el espíritu del autor. No ha sido fácil, y nos hemos limitado a ordenarlo mínimamente, sin tocar su contenido. Estamos seguras que esta labor, en su presencia, habría sido más meticulosa y exigente. Pero hemos preferido la fidelidad al manuscrito, que la perfección literaria“.
Valgan unas breves citas de este contundente libro de más de 600 páginas que continuará sorprendiendo e interrogando a sus nuevos lectores: “No es el objetivo de este Testimonio…desmenuzar una intervención foránea en la política interna de Chile que con millones de dólares sobornó a políticos, financió prensa opositora y subvencionó conflictos patronales, porque como chileno siento vergüenza ante todo acto de impudicia moral en el que aparezca un compatriota estirando la mano para recibir el oro de Washington o de Moscú. Pero que sirva lo ocurrido para que mis ex camaradas de armas aprendan la lección del siniestro juego de la baja política, en la que imperan la malicia, la carencia de escrúpulos y el histrionismo, por sobre los principios de servicio a la comunidad y la explotación de la buena fe cívica en beneficio partidista y personal.
La farsa de un poder dictatorial
La niebla se extendió sobre el campamento y la bestia, que dormita en lo íntimo del ser humano civilizado, despertó súbitamente con frenética avidez de víctimas, ante las incitaciones interesadas voceadas desde la sombra por los instigadores de siempre.
El “asilo contra la opresión” se transformó, entonces, por la magia de Circe, en el tinglado de la dictadura.
Toda dictadura es oprobiosa y deprimente, porque representa a una minoría entronizada por la fuerza en el poder.
Todo régimen dictatorial, para mantener su inestable equilibrio, debe recurrir a métodos de barbarie que angustian al espíritu ciudadano y repugnan a las conciencias limpias.
La arbitrariedad y la concupiscencia son los frutos más chocantes y habituales de un sistema caracterizado por la impunidad de una política de represión, inmersa en un estado creciente de relajación moral.
La ilusión de una dictadura es un gobierno fuerte, encubre la dramática debilidad de un gobierno sin representatividad, cuya autoridad depende de la multiplicidad de concesiones favoritistas con que satisfaga las ambiciones y apetitos de sus propios sostenedores.
El poder dictatorial es una farsa en que el propio dictador resulta un prisionero angustiado y alienado de una camarilla sin escrúpulos y prepotente, circundado, además por el infaltable anillo de venales y aduladores que profita en su propio beneficio”.
Al momento de sus asesinatos ordenados por Augusto Pinochet, el general Carlos Prats González había cumplido 59 años y Sofía Cutheberg Chiarleoni tenía 55 años de edad.