En el debate sobre el estado de la economía y la sociedad chilena, el gran empresariado oscila entre la oposición frontal al gobierno y frases altisonantes (“hoy somos más pobres que hace 10 años”). Incluso un reciente seminario de un grupo financiero se permitió denominarse “La urgencia de actuar”, invitando solo a un economista de derecha, a un ex jefe de la policía colombiana y …a la candidata presidencial de la derecha, Evelyn Matthei. Sin nadie del gobierno o partidario de él, para no romper la endogamia. Por supuesto, cada quien tiene derecho a hacer los seminarios que quiera e invitar a quien le plazca pero digamos que, dado que seguramente entre los accionistas del grupo y sus clientes no solo habrá personas de derecha, no es un enfoque demasiado prudente de comunicación corporativa.
Pero constatemos que alguien habrá actuado si todos los indicadores económico-sociales, sin excepción, revelan avances en la situación del país en la última década, aunque habrá a quienes les podrá parecer mucho o poco, haciendo la distinción necesaria entre juicios de hecho y juicios de valor.
Indicadores económicos y sociales, 2013-2023
Algunos hemos sostenido en diversos textos que el modelo económico “híbrido” chileno no es satisfactorio en diversos aspectos, especialmente en su dinamismo decreciente, la hiperconcentración de los mercados, la distribución desequilibrada de los ingresos entre utilidades y salarios y una limitada capacidad redistributiva de la protección social y del sistema de impuestos-transferencias. Y que la política fiscal en 2022 y la política monetaria en 2022-23 produjo una desaceleración económica que se podría haber evitado, fruto de un mal diagnóstico sobre las causas y alcances de la inflación, predominantemente externa, y la posterior desinflación desde 2021, política que el gran empresariado ha apoyado y de cuyas consecuencias ahora se queja. Recordemos, además, que la chilena es una economía dual de enclaves exportadores basados en recursos naturales que con frecuencia se sitúan en una frontera de alta productividad, acompañados por servicios modernos, pero combinados con producciones heterogéneas en condiciones promedio de menor productividad. Estas últimas constituyen el grueso del valor agregado y del empleo y en ellas predominan los servicios, que representaban el 69% del PIB y el 72% de la ocupación en 2023. Pero eso no debe impedir tener a la vista las evoluciones positivas de más largo plazo, como las que se consignan en el cuadro.
Uno de los indicadores más significativos en materia de progreso económico es el de la producción por hora trabajada. En Chile suele sostenerse que la productividad está estancada, medida por la diferencia entre la cantidad adicional de trabajo y de capital que explica los avances en la producción, en contraste con lo que no es explicado por ese incremento en el uso de los factores de producción. Desde los trabajos de Solow y otros esa diferencia se denomina «productividad total de los factores«, que en realidad es un residuo de significado conceptual discutible («la medida de nuestra ignorancia«, en la expresión de Abramovitz). Es además de difícil cálculo, en especial cuando se trata de medir el stock de capital y su amortización periódica y de medir el aumento de la calificación del trabajo, aproximada imperfectamente por los años de estudio promedio de quienes trabajan.
PIB por hora trabajada a precios constantes, índice 2013=100
Para evaluar la evolución de la productividad, algunos preferimos remitirnos a la producción por hora trabajada, que resulta de dividir el Producto Interno Bruto por el número de horas trabajadas en un año (dato más preciso que el número de personas que trabajan). Esto resume el aporte del trabajo calificado y no calificado, del capital acumulado y del progreso técnico en el resultado de la producción. Si se produce más por hora de trabajo, se refleja sin ambigüedades que ha aumentado la productividad agregada de la economía.
El cuadro reseña la información extraída de la base de datos de la OCDE para conjuntos de países y algunos países individuales. Se observa que quien lleva la delantera (no hay datos para China) tanto en el período 2013- 2019 y luego en la crisis de la pandemia y su salida en 2020-2022, es Corea del Sur, un país con un desempeño económico sobresaliente (y a la vez con un coeficiente de desigualdad de Gini de 0.33, uno de los más bajos del mundo, en vez del 0.40 de Estados Unidos y el 0.45 de Chile, siempre según la OCDE). En 2013-2019, el desempeño de Chile es más que honorable, similar al del promedio del G7, los siete países más relevantes de más altos ingresos por habitante (Estados Unidos, Canadá, Japón, Alemania, Francia, Reino Unido e Italia). La evolución comparada en la crisis y salida de 2020-2022 sitúa a Chile en una progresión notoria y superior a la del promedio del G7. Y es también, en esta etapa, superior a la de Estados Unidos. Entretanto, las brechas de productividad media del trabajo siguen siendo muy amplias con los países de altos ingresos (la producción por hora trabajada de Chile representa menos de la mitad que la del G7).
En suma, aunque debiéramos mirar más a los modelos asiáticos, la brecha de producción por hora trabajada de Chile con los países de más altos ingresos se ha acortado, y no ampliado, en la última década, aunque esto no sea del gusto de los críticos neoliberales y del gran empresariado, embarcados -los unos por razones ideológicas y los otros por la defensa de sus intereses estamentales de corto plazo- contra todo lo que implique una política industrial activa, mejores servicios públicos, una redistribución social y mayores restricciones ambientales, que en su visión se supone atentan contra la eficiencia y la productividad, aunque la evidencia diga todo lo contrario. Los países con mayor bienestar son los que cuidan la equidad y la sostenibilidad.