Vivo fuera de Chile, pero estoy aquí. Cada día escucho al menos una hora la radio Cooperativa. Hago zapping en los canales de TV chilenos para ver las noticias de Chile y participo como oyente en todos los podcasts que me aparecen relevantes.
Sin embargo, estoy fuera, en otro contexto, con otras gentes, y un aire distinto. Creo que ello me hace conocer lo que sucede en Chile, pero mirarlo de un modo diferente.
Pero lo más importante es que soy chileno. Aquí nací, en Chile crecí, aprendí a asociarme con otras personas, amé y multipliqué a las amigas y amigos. También me gané algunos enemigos, todo hay que decirlo.
Chile es mi tribu, aunque yo no haya sido el mejor de los guerreros.
La consecuencia de esta elemental constatación es que lo que sucede en Chile no me resulta indiferente.
Sin embargo, tanto tiempo viviendo en España me han infectado -debo reconocerlo-, algunas malas costumbres. La más difícil de erradicar, creo, es aquello que se resume en la sentencia española de que “las cosas claras y el chocolate espeso” un equivalente del chilensis al “pan, pan y al vino, vino”.
Esto me pone, inexorablemente en lo políticamente incorrecto. En un lugar siempre fuera de la moda. Casi siempre out.
Y aunque a veces por pereza, cobardía o ambas me hago el de las chacras, hay otras en que sencillamente no puedo dulcificar esta pluma.
Escribo estas líneas en momentos en que se conocen ya los resultados de la reciente contienda electoral a la que por cierto esta vez no acudí por primera vez en mi vida.
Los resultados en parte esperados y en parte sorpresivos tienen que ver a mi juicio con las conversaciones que se cultivaron con cuidado de huerto de monjes cartujos y todo tenía que ver con lo mismo: La seguridad. Y como hablar de seguridad es contraintuitivo hay que hablar de inseguridad.
El aplastante triunfo de los republicanos que se tragó literalmente al Partido de la Gente es el triunfo de las conversaciones que los políticos restauradores introyectaron como respuesta a la osadía de la Asamblea Constituyente de proponer un cambio sustancial en la estructura jurídico-política del país.
Y, sin embargo, como veremos luego, ganó el partido de la gente. O, mejor dicho, el otro partido de la gente.
Sostengo hace tiempo que nada ocurre en los espacios sociales fuera de las conversaciones dominantes del momento e insertos en los sutiles tejidos culturales acumulados en el tiempo.
Cuando se sabe utilizar adecuadamente los resbaladizos puentes por los que se conectan las ideas para juntarse con la misteriosa lógica con la que se construyen las interpretaciones y se consigue, partiendo de ideas básicas, primarias, crear la asociación a sentimientos como los que heredamos de los primates, y a partir de allí, levantar un modo de pensar la coyuntura desde miradas antípodas, de buenos/malos, patriotas/traidores o salvadores/destructores, etc. el camino de la manipulación social está hecho.
¿Y qué mejor que el miedo para ello? Estamos inseguros porque tenemos miedo. Miedo al otro. Miedo al futuro. Miedo al futuro porque este se asocia a su vez a la incertidumbre. Y todo esto lleva a un punto de encuentro: de todos estos miedos el miedo al cambio es su encarnación máxima. Porque pensado desde la sinrazón del miedo siempre concluiremos que todo lo que vendrá, sólo puede ser peor.
Hay que tener presente que el miedo ya ha conseguido buenos resultados. Sí. Muy buenos. La victoria aplastante del rechazo fue la victoria del miedo.
Y en este punto debo decir algo con claridad: No es cierto que los que agitaron el miedo hayan sido solo, ni principalmente, los líderes de opinión desconocidos pero locuaces y mentirosos de los matinales. No señor. Fueron periodistas de los medios de mayor audiencia nacional los que agitaron el miedo. Uno de ellos dijo: Chile se acaba. Tal cual. Se termina Chile, y nos quedamos sin país. Por supuesto, el periodista de marras (no recuerdo que lo hayan contradicho u observado siquiera tal es su poder) no es tan estúpido como para pensar que los países se terminan por ese motivo y de ese modo. Pero no importa. Lo que importa es el resultado: ¿quién podría desear que se acabara Chile? Esa idea caló hondo y, creo yo, movilizó con eficacia la alternativa del rechazo. Hoy, con el progresismo en el suelo se crearon las mejores condiciones para dar otro pasito en el ascendente camino de la restauración: Encadenarse a la idea que se puede resumir así: Si ya salvamos Chile, milagrosamente, de ser eliminado del planisferio, ahora hay que salvarlo de sus invasores. O sea, de aquellos que, con su mal vivir, pérfida condición humana, se aprovechan de nuestra buena fe para quitarnos la paz y la seguridad. Ni más ni menos. Y para eso, otra vez están los líderes de opinión, los políticos, los periodistas, todos unidos en Santa Cruzada para combatir el mal y otra vez el miedo.
En cada matinal en las semanas precedentes a esta elección se invocaba la necesidad de contar con héroes que respondieran a la tradicional súplica del inconsciente colectivo. ¿Y ahora, quién nos salvará? Y Claro. Los héroes nunca faltan en un pueblo valiente como el nuestro: así un alcalde echa abajo la casa de los narcos que éstos habían abandonado a su vez en manos de una humilde vendedora de juguetes para niños; un senador declara que un perro muerto y convertido en icono, por los marginados marginales urbanos, constituye una apología de la violencia; y un general de carabineros molesto porque una periodista había llamado paco a los pacos, incluido entre éstos un humilde carabinero asesinado por delincuentes, en cumplimiento de su deber, no encuentra nada mejor que censurar a la periodista como si de autoridad de los medios se tratara.
Y su empleadora la sociedad Megamedia la despide ipso facto. Por cierto, que cuando el valiente general de carabineros censuró a la periodista, el resto de sus colegas y compañeros se fueron mutis por el foro, porque nadie se resiste a resistir la lucha impulsada por el miedo.
Y para movilizar esa idea en condiciones, la táctica viene de lejos y la fórmula es simple: Para que el miedo se materialice primero tenemos que ser inferiores. Y somos inferiores porque como somos buenos, luchamos con armas legítimas, legales y nobles, en tanto que los malos no tienen escrúpulos para usar toda clase de medios para consumar sus fechorías, precisamente porque son malos. Inevitablemente, tengo que recordar que los nazis –antes y para justificar los desmanes conocidos como la noche de los cristales rotos– mostraban sistemáticamente en la prensa actitudes perversas de los judíos.
Y así fue como y para conseguir que los policías puedan desenfundar adecuadamente sus armas de servicio se consiguió legislar en pro de una conducta más laxa en el uso de la fuerza, porque conforme a esta interpretación la policía de Chile no estaba en condiciones de combatir a los poderosos delincuentes. Y no faltaron argumentos para ello. Incluso un periodista progresista argumentaba en un podcast que no podía haber equilibrio entre policías y delincuentes. Claro que no. Nada más faltaría. Y aunque es improbable que ese periodista de sólidas credenciales democráticas en su ingenuidad criminal confundiera el universal principio de la proporcionalidad en el uso de la fuerza de aquellos que por ley ostentan el monopolio de las armas, con el fracaso de las policías en los estados fallidos, sabe que el sofisma queda bien, aunque a los porfiados defensores de los derechos humanos les suene mal. Porque nada es tan rentable, sobre todo a corto plazo, como la explotación del miedo y la percepción de inseguridad.
En los atribulados momentos en que vivimos esta deriva político-ideológica cuenta además con dos grandes aliados: La industria de la mentira y la industria de la seguridad. Hoy ambas trabajan juntas y facturan muchos millones de billetes verdes en todo el mundo. Con la primera, las personas perciben la realidad que el sistema quiere mostrar. A veces junta delincuentes/extranjeros/ delincuentes/determinadas comunas y barrios/delincuentes/determinadas edades/delincuentes/ equipos de fútbol populares; etc. pero nunca junta a estos o aquellos con políticos, religiosos o policías.
Pero, como hemos dicho, la seguridad es también una brillante industria que compromete armar a la población civil para protegerse; poner cámaras de seguridad en lugares públicos y privados; contar con personal armado para custodiar recintos y personas.
Hoy nadie ha llegado tan lejos en estas prometedoras industrias como USA. Según un documental reciente de Netflix la mitad de toda la población penal del mundo se encuentra en ese país. Y, por supuesto, la mayoría son negros. También allí lideran cualquier concurso de matanzas realizadas por jóvenes niños y personas comunes y corrientes que premunidas de armas automáticas una mañana cualquiera, se convocan con la muerte. Todo un éxito. Al que se podría agregar el otro éxito del crecimiento sostenido de muertes violentas realizadas por policías a personas inocentes, muchas veces enfermos mentales, por el uso excesivo e injustificado de los medios de aprehensión; algo que esperemos no sea el destino de la nueva legislación chilena.
Explotar el miedo y la inseguridad ha conducido siempre al mismo lugar: Al surgimiento de estados policiales; al armamentismo, y al encierro de los ciudadanos; al levantamiento de murallas y calles cerradas con guardias privados en la entrada. Y ¡Ojo! que cuando se moviliza el miedo y la mentira da lo mismo el tipo de estado o régimen. No olvidemos, al respecto, que en los llamados países socialistas se intoxicó el pueblo durante décadas con el miedo al imperialismo, y la necesidad de la vigilancia del pueblo para que los espías de la CIA no corrompieran a los inocentes y revolucionarios ciudadanos. Y como todo ello era mentira, el régimen se desmoronó por dentro.
Tengo que confesar que no puedo dejar de constatar con cierta alarma cómo movilizando el miedo las derechas, han conseguido deprimir y aislar en poco tiempo cualquier idea de cambio y de justicia. El miedo ha conseguido también unir, como nadie ha podido hacerlo, todas las reacciones al cambio expresado en el movimiento de octubre del 2019, desde la derecha tradicional hasta la concertación resentida pasando por los neofascistas republicanos y los amarillos de todos los colores. Todos por Chile. Por un Chile cada vez más desconfiado y defensivo contra sí mismo. Mientras tanto, las mafias del tráfico de armas, y de seres humanos las que con el poder de sus inmensos recursos económicos pueden comprar policías, jueces, fiscales y políticos, muy bien gracias.
Los resultados de este domingo muestran que todo esto no ha sido solo un mal sueño. Una pesadilla momentánea. Por el contrario, más bien parecen indicar que las conversaciones dominantes seguirán orientadas hacia la explotación del miedo. Por eso sostengo que los verdaderes ganadores han sido el partido de la gente, porque, aunque el que llevaba su nombre desapareció subsumido por los republicanos estos últimos no son exactamente un partido sino un receptor de descontento, malestares sociales, y miedo al cambio.
El partido de esa gente es el que decide las elecciones dando bandazos, orientado por los estados de ánimo del momento, y alimentado por paranoias, mentiras, ignorancia y confusión generalizada.
Y me temo que esto no cambiará en tanto las izquierdas chilenas no se decidan a enfrentar las cegueras sociales con la única herramienta que sirve para esto: multiplicar las conversaciones en todas partes, con todos los actores y en todos los espacios para que cuando se provoquen los quiebres políticos futuros que inexorablemente ocurrirán, el pueblo haya construido nuevas interpretaciones de esperanza y posibilidades. Porque el miedo es como los cultivos de eucaliptus glóbulus que crecen rápido, son por ello rentables, pero acidifican la tierra, y a la postre secan y empobrecen los suelos por décadas. El miedo empobrece también las ideas, los proyectos, e impide las esperanzas colectivas.
Pero sospecho que hay aquí, -en la necesidad de aferrarse a movilizar el miedo- un síndrome que viene de muy lejos. Y quien se atreva a reflexionar sobre el miedo en Chile se topará con la historia de Chile desde sus inicios y tropezará con un momento fatal: Cuando Chile torció su camino de búsqueda de caminos hacia el desarrollo. De paso, tengo que decir que yo no creo como lo sugiere la novela Conversaciones en la Catedral que los países se jodan. Más bien, los pueblos se extravían, pierden el rumbo. Y pasan generaciones para reencontrarse con ellos mismos. Pero eso es materia de otro artículo.
1 comment
Esto muestra como el “Law fare” (golpe blando) de las derechas incrustadas en el gobierno de Chile, auspician sus intereses con venia y apoyo incondicional de los mass media (apoyados en los mismos intereses de la oligarquía de derechas).
Una pena perder la oportunidad de transformar la constitución en una de tipo social, y antes al contrario, hacerla más restrictiva en los derechos por el sesgo ideológico de origen, gracias al miedo impulsado por quienes dirigen los mass media.
Una pena que el Chile que soñamos profundamente revolucionario y social, termine, por miedo, más pinochetista que Pinochet.