Uno de los síntomas del COVID – 19 es la sensación de asco que tienen algunos de los contagiados. Mi reciente experiencia personal frente al tema y la existencialista novela de Paul Sartre forman parte de una mirada a un virus invisible al que no se le puede bajar el perfil.
Hay cosas sobre las que a uno no le gustaría escribir nunca, pero esta vez, por un tema personal, me veo en la necesidad de hacerlo. Me volví a contagiar, hace muy poco, de Coronavirus. La primera experiencia que tuve la plasmé en un artículo publicado el 10 de diciembre de 2020 en La Mirada Semanal, bajo el título “El resplandor”, el síndrome de la cabaña y el COVID – 19” y que también se encuentra en mi libro recientemente publicado “Reseñas culturales”. Esa vez el contagio fue grave y estuve hospitalizado una semana a fines de junio de 2020 con neumonía. Para vencer al virus, afortunadamente me hicieron una transfusión de plasma que en ese momento funcionó perfectamente. La semana pasada se repitió la historia, pero de manera distinta, con una cepa más suave que se manifestó en la forma de un fuerte resfrío. El síntoma que más predominó fue la náusea, de manera reiterada y casi ininterrumpida por varios días, con una sensación de asco violento e irritante.
Dicen que no hay primera sin segunda y tal vez mucha de la gente que me conoce no tenga idea que me volví a contagiar porque el COVID, a estas alturas, se ha convertido en un enemigo público que se esconde detrás de los matorrales y rincones, en un ente oculto e invisible del que hay que huir, del que hay que correr a esconderse, aunque él o los afectados tengan que terminar encerrados en una pieza mientras dura la cuarentena.
Me enteré que podría estar contagiado por un correo electrónico de una persona que resultó afectada con el virus y con la que conversé largo rato en un acto público. Primero tomé el asunto de manera liviana, pero después pensé en mi familia y en las pocas personas que habían estado conmigo desde que empecé a sentir los síntomas y decidí hacerme un PCR al día siguiente. Me enviaron el resultado en la tarde y salió positivo. No lo podía creer. “Otra vez”, me dije a mí mismo. Un verdadero horror. La náusea ya la había empezado a sentir ese mismo día más temprano, mientras me encontraba en la puerta de un banco, esperando que atendieran a mi señora por unos trámites. Me quedé callado porque uno trata que las enfermedades no aparezcan, que se olviden. Los dolores musculares, de garganta y la secreción nasal propia de un fuerte resfrío ya estaban en mí. Pero era más que nada la náusea la que me incomodaba, esa sensación de asco, de malestar desagradable, certero y potente, que sube desde el estómago hacia la boca. Que aparece y desaparece. Sentía ganas de estar en la cama y no hacer nada, de arrojar todo por la borda. Evadir, olvidar. El Coronavirus implicaba estar una semana en aislamiento, en relativa lejanía de los seres queridos. Que mi señora y mi hijo se enclaustraran en el departamento por una enfermedad mía (afortunadamente ellos no se contagiaron), que nos escondiéramos de la curiosa vista de los vecinos del edificio en que vivimos. Fue muy terrible para mí sentir la culpa de que algo no hubiera funcionado, que un error mío hubiera causado el confinamiento, a pesar de tener tres dosis de las vacunas en el cuerpo, a la espera de la cuarta que me tocaba justo la semana en que salí positivo.
Esta náusea reiterada y absoluta, me llevó a recordar y a revivir el libro del mismo nombre que el filósofo Jean Paul Sartre (1905 – 1980) escribió en 1931, dónde el protagonista, Antoine Roquentin, un hombre de unos treinta años que vive solo, trabaja investigando y escribiendo sobre la vida del Marqués de Rollebon, un aristócrata de fines del siglo XVIII. La novela se estructura a través el diario de vida de Roquentin, donde el protagonista se relaciona con pocos personajes y describe un mundo solitario y absurdo con muchas descripciones y un desamparo propio de la doctrina filosófica del existencialismo. De hecho, el libro es la piedra angular de esa doctrina, el comienzo. En el texto, el personaje principal cae en trances que lo llevan a vivir sensaciones desafortunadas y desagradables:
“Entonces me dio la Náusea: me dejé caer en el asiento, ni siquiera sabía dónde estaba; veía girar lentamente los colores a mi alrededor; tenía ganas de vomitar. Desde entonces la Náusea no me ha abandonado, me posee”.
Así lo señala Roquentin en uno de los pasajes iniciales del libro. Mientras tuve el Ómicron no me sentí tan afectado como este individuo, pero sí percibí lo desagradable y poderoso de una náusea que iba, venía y que solo desapareció con unas gotas farmacológicas que tomé al final de mi cuarentena. Para Sartre la náusea tenía mucho que ver con la contingencia, la melancolía de un mundo en el que predominaba el hombre arrojado a la vida por sobre todas las cosas. Expertos en el filósofo y escritor francés dicen que el libro, publicado finalmente en 1938, inicialmente se iba a llamar “La Melancolía”, pero quedó como “La Náusea”, por la sensación de desagrado o inconformidad en la que vive permanentemente Roquentin.
Al cerrar mi capítulo vinculado a Ómicron, puedo decir que ya estoy bastante mejor y llevo una semana bien desde que la Seremi de Salud me dio el alta. La náusea no ha vuelto a aparecer y si comparo ambas experiencias con el Coronavirus el 2020 y 2022 he llegado, de manera empírica, a una conclusión personal positiva, aunque no lo crean, sobre el contagio: el COVID- 19 aumenta la potencia de la voz, mejora la apertura del diafragma. Es una simple teoría, no hay nada científico detrás, pero las dos veces que he salido de la enfermedad he podido impostar mejor la voz, gritar más fuerte de lo normal, cantar mejor en la ducha. Quizás hay algo detrás de eso. Quizás son solo ideas mías.