Por Antonio Ostornol, escritor.
Hoy no tengo páginas marcadas, sino imágenes: perturbadoras, inesperadas, irreverentes, conmovedoras, inolvidables imágenes. Hace un par de semanas, o un poco más, un colega de la universidad deslizó un comentario ambiguo o enigmático acerca de una película que había visto el fin de semana: Las hijas del fuego, de la directora argentina Albertina Carri.
Hoy no tengo páginas marcadas, sino imágenes: perturbadoras, inesperadas, irreverentes, conmovedoras, inolvidables imágenes.
La autora llegaba a Santiago precedida de un gran éxito con el documental Los rubios, y el film que refiero ganó en el 2018 el premio a la Mejor película, en el BAFICI – Competencia argentina (Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente). ¿Qué onda con esta película?, le pregunté, y él contó algo respecto a imágenes extrañas, en clave pornográfica, como de otro mundo. Ante cierto titubeo de sus afirmaciones, decidí interpelarlo directamente: ¿te gustó la película, sí o no? Y su respuesta, si bien no aclaró demasiado, fue rotunda: hay que verla.
me pasé casi dos horas capturado por un amplio y diverso despliegue de imágenes, que por un lado me dejaban perplejo y por otro me provocaban sensaciones e impresiones de difícil lectura.
Y eso hice. Me fui tarde en la noche al Cine Arte Alameda (hay funciones hasta este miércoles 12 de junio), y en una sala cuya soledad hablaba de la extrañeza de la obra, me pasé casi dos horas capturado por un amplio y diverso despliegue de imágenes, que por un lado me dejaban perplejo y por otro me provocaban sensaciones e impresiones de difícil lectura. Se trata de uno o muchos viajes. Una pareja de mujeresque se reencuentra luego de un período de ausencias, se reúne en el fin del mundo, en la frontera de la tierra del fuego, en Ushuaia. Estamos en un lugar de límites difusos, donde los cánones de nuestra civilización se pierden en paisajes desolados y persiste una naturaleza resistente y agresiva. Una de ellas está conectada con las aguas (su pasión es el buceo) y su novia, que la visita, es una cineasta que quiere hacer una película en clave porno. Hay también una madre en alguna ciudad o territorio cercano, cuyo marido ha muerto hace no mucho y que tiene intenciones de vender un viejo “Torino” (el auto argentino por excelencia, por si no lo conocen), que las jóvenes deciden ir a rescatar.
La mirada es impúdica y pornográfica e instala la tensión entre dos espacios que transitarán desde la amenaza a la libertad. ¿De qué estoy hablando?
A partir de las primeras escenas, en un contraste desequilibrador entre la amplitud del paisaje de la zona austral de Argentina y el encierro de los cuerpos que se entregan al deseo frente a una cámara-ojo cercana, en un dormitorio-hogar. La mirada es impúdica y pornográfica e instala la tensión entre dos espacios que transitarán desde la amenaza a la libertad. ¿De qué estoy hablando? Hay algo extraordinario en el relato: si bien en los inicios el afuera se representa como la zona de riesgo donde la libertad de las mujeres es agredida, a medida que la historia se despliega, las mujeres van ocupando armónicamente esa naturaleza –social y territorial- con plena libertad, hasta alcanzar un lugar donde se funden completamente. Hay varias escenas en que las protagonistas de este viaje se entregan al goce sexual en medio de los parajes fríos y desnudos de la pampa austral. Ellas desnudas, la tierra desnuda. Una imagen conmovedora que perturba, porque se desmarca de los códigos habituales. La historia, entonces, se desplaza desde lo privado-reprimido a lo público-pornográfico. Y en ese camino, se cruzan muchas fronteras que desafían, sin lugar a dudas, los conceptos que desde la heteronormatividad manejamos acerca del sexo, los cuerpos, la libertad, el amor, lo político.
Y en ese camino, se cruzan muchas fronteras que desafían, sin lugar a dudas, los conceptos que desde la heteronormatividad manejamos acerca del sexo, los cuerpos, la libertad, el amor, lo político.
El viaje lo inicia una pareja a partir de un acto de ruptura, al que se suma un tercer personaje: una chica que maneja artes marciales y que rescata a la pareja lésbica de una agresión machista a través de la violencia. Cuando el aparato institucional se pone en funcionamiento para castigar el hecho subversivo de que una mujer golpee a un hombre y no se somete a su violencia, ellas deciden huir. El acto inaugural de su fuga se realiza cometiendo una trasgresión a la ley común, lo que determina un segundo desplazamiento de la historia desde lo legal a lo marginado. “El problema no es la representación de los cuerpos; el problema es cómo esos cuerpos se vuelven paisaje ante la cámara”, declara la autora al comienzo del relato. Esto es parte de un ensayo encubierto que recorre la narración en una especie de declaración política, probablemente, innecesaria, ya que las imágenes son elocuentes por sí mismas. Durante el viaje a la casa de la madre, se van sumando otras mujeres. El ticket de ingreso al grupo es la desnudez y el deseo. Cada una de ellas se entregará a las otras, sin límites ni restricciones, más allá de sus apetencias y necesidades.
Ellas crean un sistema autárquico, donde el centro es la ausencia o prescindencia de lo masculino.
Irán conformando una pequeña tribu femenina, donde los vínculos se instalan en la libertad de los cuerpos y sus precariedades, y en la libertad de quererse más allá de las normas (como las propias de la heterosexualidad o la monogamia), constituyendo una suerte de nueva comunidad hippie, más radical, más autónoma, más utópica.
Los gordos y los flacos, los sueltos y los apretados, los oscuros y los claros, los alegres y los tristes, los golpeados y los acariciados. Todos con derecho a disfrutar de sí mismos y de los otros.
Las mujeres que se integran representan una perfecta diversidad. Todo tipo de experiencias confluye en este grupo iniciático: la mujer que viaja sola por el territorio para alcanzar una fusión con la naturaleza, la que se libera del dominio opresivo de la religión, la que abandona al marido maltratador y dominante gracias a la fuerza de sus compañeras, la que nunca tuvo hijos porque no pudo o no quiso, etc. Ellas crean un sistema autárquico, donde el centro es la ausencia o prescindencia de lo masculino. Tal vez aquí radica la gran utopía: poder “ser” al margen de lo masculino. Utopía que se funda en la abolición de la procreación, en la posibilidad del goce libre de mujeres libres, sin miedo, capaces de crear un paisaje de placer y plenitud. Y el sustento de dicha libertad radica en los cuerpos, que salen de sus encierros y límites, y se entregan a este placer. ¿Qué cuerpos? Todos. Los gordos y los flacos, los sueltos y los apretados, los oscuros y los claros, los alegres y los tristes, los golpeados y los acariciados. Todos con derecho a disfrutar de sí mismos y de los otros. Todos libres para experimentar lo tradicional y lo impensable. En este sentido, los cuerpos son el paisaje de la libertad de la mujer, de sus deseos y también su límite, ya que como se evidencia en la secuencia que cierra la película, el final es onanístico y la ausencia del otro masculino –el que penetra y contribuye a la procreación- se representa a lo largo del relato a través del despliegue de vibradores o consoladores de explícito carácter fálico. Es decir, en un paisaje de cuerpos que despliegan su naturaleza sexual sin miedos ni restricciones, la aparición de los artefactos marca, en cierto sentido, la artificialidad utópica de esta comunidad. Uno podría pensar, entonces, que este viaje –como casi todos los viajes verdaderos- tiene algo del viejo carnaval, ese donde en un tiempo acotado se revierten las jerarquías y se instaura el mundo de la defenestración.
Es decir, en un paisaje de cuerpos que despliegan su naturaleza sexual sin miedos ni restricciones, la aparición de los artefactos marca, en cierto sentido, la artificialidad utópica de esta comunidad.
donde se fraguarán los alucinógenos capaces de liberar colectivamente las represiones que la cultura machista y patriarcal le ha impuesto a las mujeres en este y, posiblemente, todos los tiempos.
Y quizás la imagen más reveladora de la imposibilidad y finitud de este trayecto es la naturaleza de su destino: la casa de la madre, que se sigue conservando con los rituales propios de una familia tradicional del campo argentino, con sus dulces y caldos que relevan la cocina como un espacio sagrado, donde se fraguarán los alucinógenos capaces de liberar colectivamente las represiones que la cultura machista y patriarcal le ha impuesto a las mujeres en este y, posiblemente, todos los tiempos.
¿Hay que ver esta película? Mi colega tenía razón: sí, vale la pena verla, aunque no esté fácil decir por qué.