Latinoamérica. No alineamiento y la segunda Guerra Fría

por La Nueva Mirada

Por Carlos Fortín, Jorge Heine y Carlos Ominami
(En Foreign Affairs/Latinoamérica)

La pandemia de covid-19 desatada a comienzos de 2020 subrayó la indefensión de una Latinoamérica dividida ante los desafíos mundiales. Aunque el virus tardó en llegar a la región, una vez instalado en ella recibió una respuesta más

más bien caótica. Cada país siguió el principio de “sálvese quien pueda”, con los costos de vidas consiguientes. Fronteras cerradas de la noche a la mañana, decenas de miles de viajeros varados en el extranjero, gobiernos compitiendo unos con otros en los mercados mundiales por equipamientos médicos y casi ninguna coordinación intergubernamental en un tema que, por definición, trasciende las fronteras nacionales, han sido el sello de este trágico episodio. No tendría por qué ser así. Una década antes había acuerdos de cooperación regional en materia de salud, entre otros, al amparo de la Unión de Naciones Suramericanas y del Mercado Común del Sur (Mercosur), que hubieran podido contribuir a aliviar el impacto de esta crisis, la mayor que vive la humanidad desde la Segunda Guerra Mundial, según el Secretario General de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), António Guterres.

Aunque puede durar un par de años, esta pandemia, como todas, pasará. En cambio, no pasará la impotencia de una región fragmentada ante otros desafíos mundiales. Lejos de disminuir las tensiones internacionales, la pandemia las ha exacerbado.

Incluso ha dado un fuerte impulso a los partidarios de una segunda Guerra Fría, ahora entre China y Estados Unidos. Autoridades estadounidenses hablan del “virus chino” y el “virus de Wuhan”, y el vocero de la Cancillería china se refiere a la posibilidad de que el virus haya sido creado por los estadounidenses. Esto es solo el comienzo de un diferendo que va para largo.

¿Cuál será el impacto en Latinoamérica? ¿Pasará como en las 4 décadas de la

guerra Fría? cuando la falta de unidad regional y de acciones colectivas la dejó a merced de las dos superpotencias de entonces, a las que pagó un precio altísimo. ¿O es que, 70 años después, nuestros países, presumiblemente ya más maduros y desarrollados, estarán en condiciones de aceptar su propio destino y evitar las consecuencias más nefastas de dejarse manipular por otros? ¿Qué camino deberían seguir para

UNA PELÍCULA YA VISTA

Durante una visita al Reino Unido en febrero de 2020, el Secretario de Estado estadounidense, Mike Pompeo, señaló que “el Partido Comunista de China es la amenaza central de nuestro tiempo”. La frase, pronunciada apenas 2 semanas después de que China y Estados Unidos acordaran una tregua parcial a la guerra comercial que libran desde 2018, refleja el grado al cual, lejos de morigerarse, persisten las tensiones entre Beijing y Washington. Del campo comercial se han trasladado al tecnológico, en el que Estados Unidos orquesta una campaña para proscribir a Huawei, la empresa de telecomunicaciones china, de la mayor cantidad de países posible.

Este deterioro cada vez más acentuado de las relaciones entre las dos potencias no se debe solo a la idiosincrasia o a las preferencias personales del presidente Donald Trump. Si hay un aspecto de su política exterior que concita apoyo transversal en Estados Unidos es el que se refiere a China. Según una encuesta del Pew Research Center, se ha deteriorado notablemente la percepción que tiene de China la opinión pública estadounidense. Mientras en 2017 un 47% tenía una opinión favorable de China y un 44% una desfavorable, en 2020 estas cifras habían cambiado a un 26 % y un 66%. Los grupos de discusión consultados por los candidatos demócratas dicen que la oposición a China encuentra buena acogida. Una encuesta de la empresa Harris de comienzos de abril de 2020 señala que un 66% de los republicanos y un 38% de los demócratas están a favor de que Trump adopte una política comercial aún más dura con China.

A ello se agrega la preocupación del poder establecido estadounidense, tanto conservador como liberal, de enfrascarse en una batalla por la hegemonía para evitar que China desplace el modelo de capitalismo anglosajón por su propia versión de capitalismo de Estado. Quien expresó esta preocupación con máxima claridad fue el presidente Barack Obama en mayo de 2016: “El mundo ha cambiado. Las reglas están cambiando. Estados Unidos, no China, debe ser quien las dicte”.

Y hay líderes del Partido Demócrata, como la senadora y exaspirante presidencial Elizabeth Warren, y el líder de la minoría en el Senado, Chuck Schumer, que son partidarios de una política hacia China más estricta que la del propio presidente Trump.

Por otra parte, la mayor concentración del poder en manos del presidente Xi Jinping, las posiciones nacionalistas que ha adoptado el país bajo su liderazgo y la política exterior más asertiva que ha seguido China en estos años, le dificulta al gobierno chino plegarse sin más a las crecientes demandas de Washington. La contrapartida del paso de un sistema de liderazgo colectivo —como se daba en la época de los presidentes Jiang Zemin (de 1992 a 2002) y Hu Jintao (de 2002 a 2012)— a uno personalizado, con Xi, es que debe responder de manera mucho más directa a los desafíos que enfrenta. No hacerlo trae altos costos.

Estamos en los albores de una segunda Guerra Fría, esta vez no entre Estados

Unidos y la Unión Soviética, sino entre Estados Unidos y la República Popular China. Para esta nueva versión, 2020 es el equivalente a 1950. Dicho esto, hay al menos dos diferencias entre la situación actual y la de 70 años atrás.

Por una parte, la economía china es mucho mayor que la soviética. De hecho, la economía china ya es mayor que la estadounidense en paridad de poder adquisitivo y hay proyecciones que indican que será mayor que la estadounidense en términos nominales en 2029.

Por otra parte, en un mundo globalizado, ambas economías están mucho más imbricadas de lo que estuvieron la estadounidense y la soviética. En 2018, el comercio bilateral superó los 700 000 millones de dólares. Las inversiones mutuas en ambos países también llegan a los cientos de miles de millones de dólares. Apple, la empresa de mayor valor de bolsa en el mundo, fabrica gran parte de su producto estrella, el iPhone, en China.

Dos aristas de este diferendo por la hegemonía mundial son centrales. En materia tecnológica, China ha tenido grandes avances. Aunque Estados Unidos mantiene la delantera en numerosas áreas de la alta tecnología, incluidas la producción de chips, China está a la cabeza en telecomunicaciones con la tecnología 5g, lo que llevó a Washington a la campaña internacional para impedir que Huawei, la empresa estrella china, despliegue esa red. A su vez, en materia de gobernanza económica global el gobierno del presidente Trump, en contraste con el del presidente Obama, optó por la fuerza y adoptó una posición proteccionista y aislacionista, de la mano de la aplicación de sanciones y embargos comerciales unilaterales, a costa (y en contra) del orden internacional liberal que el país alguna vez promovió. Esto ha dejado a China en la curiosa posición de defensora del multilateralismo y de la resolución normada de las diferencias entre los países.

Una propuesta con acogida creciente en Estados Unidos es cambiar la imbricación con China desvinculando las dos economías, que representan un 40% del PIB mundial. Ello significa desincentivar y reducir el comercio, la inversión y aun los flujos de personas entre ambos países (que hasta enero de 2020 llegaban a las 10 000 personas. Por su parte, el gobierno chino concluyó que ha dependido demasiado de la tecnología y las empresas estadounidenses para impulsar su crecimiento. Ahora prefiere volcarse hacia el desarrollo científico y tecnológico interno, así como a la innovación generada por las propias empresas chinas. Lo mismo vale para impulsar un crecimiento basado en el consumo interno, más que en las exportaciones.

LATINOAMÉRICA: ENTRE LA ESPADA Y LA PARED

Es este el cuadro que enfrenta Latinoamérica al iniciarse la nueva década. De 2010 a 2019, el crecimiento de la región no superó el 1.9% anual promedio, el peor del mundo (el de África fue de 4.4%). Este desempeño fue incluso inferior al de la llamada “década perdida” de 1980. En 2019, Latinoamérica creció un 0.8% y las proyecciones para 2020, según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe son de un crecimiento de un -5.2%, el séptimo año consecutivo de crecimiento de menos de dos puntos porcentuales.

Desde una óptica más amplia, el hecho más significativo en la historia de la inserción internacional de la región ha sido la irrupción de China. Hoy China es el principal socio comercial de Sudamérica, pues ha desplazado a Estados Unidos y a Europa, los socios tradicionales durante sus 2 siglos de independencia. El comercio entre China y Latinoamérica ha crecido en forma vertiginosa: de 10 000 millones de dólares en 2000, a 307 000 millones en 2018. Algo similar puede decirse de las inversiones chinas en la región a partir de 2010 y de los flujos financieros de la banca china, hoy superiores a los del Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y el Banco de Desarrollo de América Latina juntos. China es el principal socio comercial de Brasil, Chile, Perú y Uruguay, y el segundo de la mayoría del resto de los países sudamericanos.

Desde 2017, tres países latinoamericanos (El Salvador, Panamá y República Dominicana) han roto con Taiwán y han establecido relaciones diplomáticas con la República Popular China. Diecinueve países de la región han firmado un memorando de entendimiento en relación con la Iniciativa del Cinturón y la Nueva Ruta de la Seda, el proyecto estrella de la política exterior china en el gobierno de Xi.

Además, ocho países sudamericanos han ingresado como posibles miembros al Banco Asiático de Inversiones en Infraestructura (baii), con sede en Beijing (aunque solo Ecuador ha pagado su cuota de incorporación y ha adquirido la calidad de miembro pleno).

La presencia china en la región era tolerada durante el gobierno del presidente Obama, pero esto ha cambiado. Visitas del Secretario de Estado y del Secretario de Defensa a diversos países de la región a denunciar la presencia china son la regla. El mensaje es que la posición tradicional de las cancillerías latinoamericanas, de querer tener buenas relaciones tanto con Estados Unidos como con China, es inaceptable y que ha llegado la hora de escoger entre Beijing y Washington.

Para Washington, Latinoamérica debe alinearse con sus posiciones, restringir el comercio con China y no aceptar más inversiones de ese país. China, en cambio, ha acentuado su ofensiva diplomática en la región, con iniciativas como la Reunión Ministerial del Foro China-Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) y un programa de diplomacia médica con ocasión de la pandemia del covid-19.

Esto pone a la región en una encrucijada. La relación con Estados Unidos, parte del hemisferio occidental y primera potencia mundial, es de larga data y se refleja en lazos muy estrechos en muchas dimensiones. Si hay algo que estos países no pueden hacer es romper con Washington. Entre tanto, las relaciones con China, si bien mucho más recientes y concentradas sobre todo en lo económico, ahora son fundamentales para el comercio exterior de estos países.

La cuarta parte de los productos agrícolas que importa China proviene de cuatro países del Cono Sur (Argentina, Brasil, Chile y Uruguay). China es el mayor inversionista en el sector minero en Perú y el mayor comprador de cobre, hierro, petróleo y soya de Sudamérica. El auge de las materias primas que disfrutó la región entre 2003 y 2013, se debió en gran parte a la demanda china. Romper con Beijing tampoco es alternativa. ¿Qué hacer?

LA OPCIÓN DEL NO ALINEAMIENTO ACTIVO

En la década de 1950, en los inicios de la Guerra Fría, los países de África, Asia y Latinoamérica enfrentaron un dilema similar. Entre Moscú y Washington, algunos optaron por una “tercera vía”. Fueron 29 jefes de Estado de países de Asia y África los que se reunieron en la conferencia de Bandung, Indonesia, en 1955, convocados por Jawaharlal Nehru de la India, Amhed Sukarno de Indonesia y Gamal Abdel Nasser de Egipto. Ese encuentro llevó a la fundación, en 1961 en Belgrado, del Movimiento de Países No Alineados (NOAL), que perdura hasta hoy, y de iniciativas afines, como el g-77 en la ONU. El sociólogo inglés Peter Worsley bautizó a estos países como el Tercer Mundo, en el entendido que el primero era el de los países desarrollados y el segundo el campo socialista.

El NOAL no tuvo en Latinoamérica la misma acogida que en África y en Asia, aunque hubo excepciones. Cuba fue el único país de la región presente en la Cumbre de Belgrado e hizo de anfitrión de las cumbres de 1979 y 2006. Chile ingresó en 1971, fue suspendido después del golpe de Estado en 1973 y reasumió su membresía en 1991. En Argentina, que ingresó en 1973, Juan Domingo Perón lo situó como un referente para la política exterior del país, aludiendo a la tradicional “tercera posición” del peronismo en la década de 1950 (sin embargo, en 1991, durante el gobierno de Juan Carlos Menem, Argentina se retiró del NOAL). Colombia lo presidió entre 1995 y 1998. Venezuela fue sede de la Cumbre de 2012. Brasil y México han tenido una actitud ambivalente, asistiendo como observadores, pero no como miembros plenos. En 2020, 14 países latinoamericanos y 13 caribeños son miembros del NOAL, que hoy cuenta con 117 integrantes. Los tres países más grandes de la región, Argentina, Brasil y México, no lo son.

El NOAL no ha estado exento de críticas. Para algunos, el no alineamiento solo encubría la condición de “compañeros de ruta” de Moscú de estos países, algo que se le endosó a la India de Nehru, así como a la Cuba de Castro. Para otros, la diplomacia de lista de agravios cultivada por el NOAL y entidades afines, con propuestas como las del Nuevo Orden Económico Internacional en la década de 1970, para exigir transferencias masivas de recursos del Norte al Sur, fueron ejercicios fútiles que no llevaron a ninguna parte y solo demostraron la falta de realismo acerca de cómo operan las relaciones internacionales. La reputación del NOAL no dejó de verse afectada.

Dicho eso, poca duda cabe que durante más de 3 décadas el no alineamiento como alternativa a una subordinación automática, ya sea a Moscú o a Washington, significó un espacio para los países en vías de desarrollo. Este permitió la creación de coaliciones de diverso tipo, así como de un lugar de encuentro para países de tres continentes muy diferentes. Sus principios básicos de independencia y autonomía de los países en desarrollo, apoyo a la ONU, y defensa de la doctrina de no intervención y resolución pacífica de las controversias, se mantienen vigentes, aunque no sus reivindicaciones económicas. Que los polos de crecimiento más dinámicos en el mundo de hoy estén precisamente en lo que era el Tercer Mundo y hoy se llama el Sur Global, da a este enfoque un vigor renovado.

En momentos en que se inicia una nueva Guerra Fría, en que el regionalismo latinoamericano atraviesa por una profunda crisis, y en que las cancillerías no tienen respuestas para enfrentar este dilema geopolítico, el no alineamiento activo representa una opción. No se trata de revivir planteamientos ya superados ni de resucitar la obsoleta diplomacia de lista de agravios. Por el contrario, la idea es practicar un no alineamiento actualizado según los imperativos del nuevo siglo. El surgimiento de un Nuevo Sur, liderado por los dos “gigantes asiáticos”, China y la India, cuando Asia está a punto de sumar la mitad del PIB mundial, da a este planteamiento una connotación muy distinta a la de hace medio siglo. Lejos de ser una apuesta romántica, se asienta en la realidad económica de nuestro tiempo.

De lo que se trata es de maximizar los beneficios para el desarrollo nacional de la integración a los flujos de comercio, inversión y financiamiento internacionales, pero preservando los espacios y los instrumentos de política necesarios para definir e implantar un modelo de desarrollo propio. También es clave contribuir a un régimen de gobernanza internacional democrático e incluyente, que combine interdependencia global y autonomía nacional.

UNA AGENDA PARA UN NO ALINEAMIENTO ACTIVO

En estos términos, más que tratar de congraciarse a como dé lugar con los socios tradicionales, esto es, Estados Unidos y Europa (los cuales no tienen ningún interés en hacerlo), los países latinoamericanos deberían aceptar plenamente esta nueva coyuntura, con una nueva aproximación a sus relaciones internacionales que abarque las siguientes medidas:

Fortalecimiento de las instancias regionales

Su desmoronamiento en el curso de los últimos años ha puesto a Latinoamérica en una posición cada vez más débil, en momentos de cambios importantes en el orden internacional. Parafraseando a Henry Kissinger, la pregunta sobre adónde llama quien quiera hablar con América Latina, no tiene una respuesta obvia. El gran peligro es que nuestros países busquen, en forma dispersa y compitiendo unos con otros, maneras de profundizar su integración con los principales centros de la economía mundial. De prevalecer estas tendencias, el resultado será, por un lado, una integración subordinada de parte de algunos países a los principales centros mundiales, que tenderán a reproducir la matriz de exportadores de materias primas; y por el otro, una continuación de la desintegración regional y la reducción concomitante de la capacidad de influir en los asuntos mundiales.

La CELAC, cuya presidencia temporal asumió México en un encomiable esfuerzo por rescatarla de una muerte anunciada, es la entidad más inclusiva. En enero de 2020, México presentó, en una reunión a la que asistieron veintinueve países, un ambicioso plan de trabajo para el año, que consta de catorce proyectos, entre los que destacan la cooperación aeroespacial y aeronáutica, gestión de riesgos de recursos naturales, gestión sostenible de recursos oceánicos y lucha contra la corrupción.

Pertinente es su llamado a retomar las intervenciones conjuntas en organismos internacionales, así como a fortalecer los contactos con socios extrarregionales, como la Unión Europea, China, la India, Rusia, Turquía y Corea del Sur.

Con todo, un balance de la CELAC en su primera década es más que modesto, y todo esfuerzo en esta dirección debe comprender todos los frentes, incluidos el Mercosur y la Alianza del Pacífico, y la posible convergencia entre los dos. El enfoque minimalista, de organismos “de nombre”, sin presupuesto ni estructuras permanentes, ha sido un fracaso y debería reconsiderarse. La noción, ya un lugar común, de que treinta y tantos países no están en condiciones de afrontar los gastos que implica una entidad regional, no resiste mayor análisis. El precio que se paga por esa austeridad mal entendida es ingente.

Reorientación de las políticas exteriores y de las cancillerías

Pese a los considerables cambios que se han dado en la economía mundial y a que más de la mitad de la inversión extranjera directa (ied) se intercambia en el Sur, las cancillerías latinoamericanas aún parecen atrapadas en una máquina del tiempo. El grueso de sus recursos presupuestarios, humanos y administrativos se asignan a las prioridades tradicionales, correspondientes al mundo tal y como era en 1945. Para todos los efectos, Asia y África siguen siendo los “parientes pobres” en esta agenda. Una política exterior que aceptase las realidades comerciales y financieras actuales traería cambios radicales en la materia.

Los países latinoamericanos deberían aceptar esta nueva coyuntura, con una nueva aproximación a sus relaciones internacionales.

Entender que hay nuevas instituciones financieras internacionales

Pocas cosas reflejan mejor el poder de la inercia y de la captura de los ministerios de Hacienda de la región por parte del Banco Mundial y el FMI que el hecho de que en el curso de ya 4 años, de ocho posibles miembros del BAII procedentes de la región (incluido Brasil en calidad de miembro fundador), solo Ecuador haya pagado la cuota para ser miembro pleno. Los montos son nominales y simbólicos, de manera que no es una cuestión de recursos. Chile, que ha desempeñado un papel pionero en las relaciones con China, dejó pasar la oportunidad de ser el primer miembro pleno de Latinoamérica. Negarse a ser parte de estas nuevas entidades, pese a las numerosas ventajas que ofrecen, refleja una mentalidad anacrónica, muy lejana a lo que se necesita en estos nuevos tiempos. Algo similar podría decirse de la capitulación de los países de la región ante la presión de Estados Unidos por cancelar la Reunión Anual de las Asambleas de Gobernadores del BID, que debía realizarse en Chengdú en marzo de 2019, apenas 4 días antes de su inicio.

Mantener una posición equidistante de ambas potencias en los temas mundiales

El reciente plan de paz para el Medio Oriente anunciado por el presidente Trump, diseñado solo para apoyar la reelección del primer ministro Benjamín Netanyahu de Israel, generó encomiásticas declaraciones de las cancillerías de Brasil y de Chile, que ignoraron el hecho de que el plan contradice políticas de larga data seguidas por ambos países respecto del conflicto palestino-israelí.

Que se trate de dos de los países (y cancillerías) considerados de mayor peso y trayectoria en la política exterior de la región, que devalúan su propia moneda y credibilidad al hacerlo, no hace sino agravar el problema.

Algo similar puede decirse en cuanto a la política china sobre inversión extranjera y cooperación internacional. En diciembre de 2017, en la Organización Mundial del Comercio (OMC), China suscribió una Declaración Ministerial Conjunta llamando “a iniciar discusiones estructuradas con el fin de elaborar un marco multilateral sobre facilitación de inversiones”. Con ello, China abandonó su tradicional oposición a que se incluya la inversión entre los temas de la OMC.

La realidad es que es muy difícil separar las cuestiones de acceso de los inversionistas al mercado nacional y de protección de la inversión. Un posible acuerdo sobre facilitación interferiría con la capacidad de los Estados de seleccionar las inversiones y abriría las puertas a la liberalización indiscriminada de los flujos de IED y la penetración del capital extranjero en las economías en desarrollo. Un enfoque de no alineamiento activo debe reiterar la oposición a establecer compromisos internacionales que privan al Estado de la capacidad de seleccionar e imponer obligaciones al inversionista extranjero.

Por su parte, China también ha sido renuente a aceptar instancias de evaluación de la eficacia de su ayuda externa que puedan implicar que sea objeto de examen internacional. Un enfoque de no alineamiento activo debe suscribir la importancia de u mecanismo universal y transparente de evaluación de los efectos de la cooperación internacional aplicable a todos los donantes, como es el Foro sobre Cooperación para el Desarrollo de las Naciones Unidas.

A MODO DE CONCLUSIÓN

La Guerra Fría tuvo consecuencias funestas para Latinoamérica, algunas de las cuales persisten. Guatemala en 1954, República Dominicana en 1965, Chile en 1973, Granada en 1983 y Panamá en 1989 son los ejemplos más visibles. Cuba sigue pagando un alto precio hasta el presente.

No hay razones para pensar que la segunda Guerra Fría no podría llegar a tener consecuencias similares. La diferencia es que, esta vez, lo que hay en juego desde el punto de vista económico es mucho mayor, dado el tamaño de la economía china y su considerable presencia en la región, algo muy diferente a lo que fue la Unión Soviética y su presencia en su momento. No es un tema de izquierda o derecha. Los gobiernos conservadores tienen tanto que perder como los progresistas o los centristas. El desafío radica en cómo trasmitir este mensaje y en que la región en su conjunto perciba la magnitud del problema.

Por eso es importante que Latinoamérica acepte lo que significa dejar de ser zona de influencia exclusiva de una sola potencia y se disponga a practicar un verdadero no alineamiento activo. Más allá de las profundas diferencias ideológicas existentes hoy entre los gobiernos, este podría ser un punto de convergencia.

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1 comment

Jorge octubre 31, 2022 - 11:27 pm

Hola, te envío este texto

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