Más sobre Allende, los 50 años y los desafíos actuales

por Gonzalo Martner

Se ha sumado el expresidente Sebastián Piñera a la justificación del golpe militar de 1973 en los siguientes términos: «el Golpe de Estado no era evitable» y el propósito de la izquierda era por cualquier medio establecer “una dictadura marxista”. El mensaje está claro: la derecha en todas sus versiones sigue defendiendo el golpe militar 50 años después, y lo hace tergiversando.

El plan de gobierno de Salvador Allende incluía realizar cambios sociales y respetar y ampliar la institucionalidad democrática. Esto ocurrió desde el primer hasta el último día de su administración. Otra cosa es que a la postre una mayoría del parlamento, e instituciones politizadas por la oposición, se sumaran con entusiasmo a declarar lo contrario, sin que les pasara absolutamente nada. Existió entre noviembre de 1970 y septiembre de 1973 un régimen de plenas libertades y de separación de poderes. El que diga lo contrario simplemente falta a la verdad. Los que llegan a reconocer este hecho, señalan que en cualquier caso el propósito del gobierno de Allende era terminar con la democracia y que eso era lo que había que impedir mediante un golpe militar, como una especie de mal menor. Esto no tiene sustento alguno en los hechos, que muestran, antes bien, que el gobierno de Estados Unidos, aliado a la derecha civil y militar, se propuso impedir, sin éxito gracias la conducción no freísta de la DC de la época, que Allende llegara siquiera a asumir el gobierno. Más aún, el presidente Allende se aprestaba a convocar un plebiscito el 11 de septiembre de 1973 para permitir una salida democrática a la crisis, es decir todo lo contrario de lo que la derecha afirma.  

El tema de fondo es que el gobierno de Allende se propuso emprender reformas estructurales a la economía y la sociedad chilena. Estas incluyeron en primer lugar la nacionalización del cobre, aprobada por la unanimidad del parlamento, para que sus excedentes fueran utilizados en la industrialización del país y en un mayor bienestar social de sus habitantes, y dejaran de ser rentas transferidas al exterior. Esto se logró, a pesar de su reversión parcial posterior. Y en segundo lugar, se propuso poner fin al latifundio y al inquilinaje con la ley de 1967, rémora social y productiva que desapareció del mapa económico chileno, pero a la postre no en beneficio del campesinado sino de una revolución empresarial exportadora exitosa, luego de una represión inicial brutal. Estos son legados del gobierno de Allende que la derecha se niega a reconocer.

Lo que fue más problemático y polarizador, como se reseña en mi libro recién publicado por LOM sobre los 50 años del golpe de 1973, fue la nacionalización de la banca y la creación de un sector industrial y de distribución estatal, pero sin un diseño que tuviera un consenso al interior del gobierno ni de la sociedad. La expansión inorgánica de este sector produjo un desborde en la puesta en práctica de la reactivación de corto plazo, basada en una expansión salarial que debía impulsar el crecimiento de la economía usando las capacidades instaladas. La meta de participación de los salarios en el producto programada para 1976 se alcanzó en 1971. Al excederse ese objetivo, se produjo una espiral precios-salarios alimentada por intervenciones de empresas y explotaciones agrícolas bajo la presión «desde abajo» de cambios en la propiedad, incluyendo el mundo mapuche en la zona de Cautín.

Esta presión social se había intensificado con la reforma agraria de 1967 y se extendió a empresas de diverso tipo, empujada por una parte de la izquierda y de los grupos escindidos de la DC, que hacía equivaler socialismo a poner cualquier empresa que se pudiera en manos del Estado. El plan gubernamental no era ese, sin embargo, sino la conformación de un sector acotado de 91 empresas públicas que sustentaran un nuevo proceso de expansión productiva, como ya lo había hecho la creación de empresas por la CORFO en décadas previas. Tampoco se trataba de eliminar el mercado, sino de construir una amplia planificación del esfuerzo de inversión pública y privada para un mayor desarrollo de largo plazo.

Pero la intervención de empresas de distinto tamaño no programada pero validada por decretos de continuidad de abastecimiento, se constituyó en un factor de desequilibrio fiscal y monetario y de rupturas de abastecimiento, en medio de un amplio aumento del consumo y una menor oferta por una menor producción y el estrangulamiento de la capacidad de importar logrado por Estados Unidos. Esta fue la represalia por la expropiación del cobre con descuento en la indemnización por utilidades excesivas pasadas. Se sumaron reajustes salariales del sector público no financiados, dada la negativa sistemática de la oposición en el parlamento. Aprobar gastos, pero no los ingresos propuestos por el gobierno, sería calificado hoy de populismo por todo el sistema político. Sin embargo, es lo que hicieron la derecha y la DC en la época, junto a una estrategia de parálisis progresiva del país, con atentados con bombas realizados por la extrema derecha civil con apoyo de la inteligencia de la Marina y con paros y huelgas estimulados por la cúpula empresarial y financiados por Estados Unidos.

En paralelo, la «revolución desde abajo» hizo muy difícil lograr un ordenamiento económico luego del impulso transformador inicial de 1971. Se ha puesto poco el acento en la magnitud de ese proceso social en el período de 1967-1973, como hace el importante libro de Peter Winn, «La revolución chilena» (LOM, 2013). Este proceso era legítimo, y en todo caso una realidad. Pero debía ser canalizada, orientada y compatibilizada con la estabilización de lo logrado con una conducción firme de los partidos de gobierno. Pero se dividieron en este tema, que era crucial en las condiciones chilenas, con un gobierno sin mayoría parlamentaria, acosado en lo económico por Estados Unidos con efectos devastadores, aunque algunos insistan todavía en querer minimizarlos, y sin nada que se pareciera a un apoyo sustitutivo como el soviético brindado a Cuba, cuya situación geo-estratégica era completamente distinta. La Unión Soviética no apoyaba demasiado a Allende, más allá de la buena crianza con el PC chileno, importante entre los PC occidentales, entre otras cosas porque su modelo político y económico era sustancialmente diferente a la ortodoxia soviética.

Una parte de la coalición de gobierno sostenía una difusa estrategia de «acumular fuerzas para la toma del poder«, poniendo empresas de todo tipo bajo control gubernamental, pero sin un diseño sobre su funcionamiento y su coherencia productiva de conjunto, en oposición a buena parte de los equipos económicos de gobierno y del propio presidente Allende. Este era un sector crítico de la democracia parlamentaria y que se sentía cómodo con el modelo cubano, pero sin tomar en cuenta que las condiciones eran sustancialmente diferentes. No por casualidad Ernesto Guevara tuvo para Chile y Uruguay un diseño de bases logísticas, pero nada que se pareciera a que estos países fueran incluidos en procesos de lucha armada, la que en cambio favoreció en Brasil, Perú, Bolivia y Argentina para desplazar a dictaduras militares.

El presidente Allende fue un conductor político que realizó ingentes esfuerzos por estabilizar la situación política, buscando desde 1971 que un plebiscito consolidara las reformas estructurales, en lo que el PS y el PC no le acompañaron, cometiendo un fuerte error político. En simultáneo, buscó con tesón un acuerdo con la DC, como el que permitió su llegada al gobierno en 1970. No debe olvidarse que estuvo cerca de lograr una salida política a la crisis a través de un plebiscito, que no alcanzó a anunciar el 11 de septiembre de 1973. El golpe militar si era evitable.

El freismo le negó todo acuerdo al presidente Allende durante su gobierno, lo que reafirmó cuando recuperó el control del partido en 1973. Privilegió desde el primer momento el golpe de Estado, en alianza con Estados Unidos y la derecha, que pensaba le permitiría en breve plazo volver al poder en condiciones de control represivo de la izquierda. Tampoco ayudó al esfuerzo político del presidente Allende la reticencia de la dirección del Partido Socialista, que no ofreció una opción alternativa que no fuera una radicalización sin soporte en alguna fuerza militar propia de alguna significación (tampoco la tuvo el MIR) y sin que estuvieran preparando insurrección alguna, como si lo hicieran Montoneros y ERP en Argentina. En paralelo, el presidente Allende se empeñó en estabilizar la situación económica, pero sin renunciar a la nacionalización del cobre, a la reforma agraria y la ampliación de un núcleo de empresas industriales socializadas que permitiera sostener un proceso de crecimiento que redundara en el largo plazo en aumentos del bienestar de la mayoría social. Se debía estabilizar el proceso de cambios, contener las desorganizaciones productivas que son propias de transferencias de propiedad de gran magnitud y evitar una «huelga empresarial» generalizada, como la pronosticada por Michal Kalecki décadas antes en condiciones de este tipo.

Pero se produjo el mencionado desborde político y social, con graves consecuencias, pues redundó en un aumento del apoyo social a un golpe de Estado. Se llegó a unas 500 empresas intervenidas, en las cuales las planillas salariales aumentaron y fueron financiadas con emisión monetaria. La suma del boicot empresarial financiado desde Estados Unidos, el fin del crédito externo y la espiral precios-salarios llevaron a una situación paradojal: el consumo popular aumentó sustancialmente respecto a los años previos, pero su acceso se hizo en condiciones de dificultad cotidiana en el abastecimiento, con la correspondiente erosión del apoyo social. Esto movilizó en contra del gobierno a amplios sectores medios y disminuyó la adhesión al gobierno, aunque se mantuvo en 43% del electorado en la elección parlamentaria de marzo de 1973, después del 50% en la elección municipal de 1971 y el 36% en la elección presidencial de 1970. El golpismo en las Fuerzas Armadas, activo desde 1968, ya no pudo ser contenido por los militares constitucionalistas, con su mando atacado por la derecha y el freismo (con los generales Arellano y Bonilla incluidos), lo que terminó en la renuncia del general Prats, la posterior traición de Pinochet y la culminación del control ilegal de la Armada por Merino y de Carabineros por Mendoza.

¿Qué se puede pensar 50 años después? Lo medular de la pugna histórica chilena permanece en las actuales circunstancias, en las que la meta de la derecha no es ahora derrocar al gobierno sino inmovilizarlo y desacreditar sus propósitos. El discurso oligárquico pretende, como siempre, dejar establecido que deben quedar fuera del horizonte de posibilidades de la acción política aquellas transformaciones que recuperen para el país sus recursos naturales y otorguen al Estado un rol económico más significativo en beneficio del trabajo y de los sectores más pobres y marginados de la sociedad. La economía debe organizarse alrededor de los intereses del capital y las políticas sociales deben subordinarse a ellos. Punto y aparte.

El problema es que lo que se intenta expulsar por la puerta suele volver por las ventanas y las rendijas. Ese es el sentido profundo de la rebelión de 2019, que volvió a poner en cuestión el dominio oligárquico y la concentración económica en Chile, y su traducción en desigualdades y abusos cotidianos.

En 2019-2021 se vivió la secuencia de una nueva «revolución desde abajo«. Esta se tradujo incluso, en este caso refrendada por 2/3 del parlamento, en un golpe al corazón del modelo privatista de seguridad social, mediante los retiros de recursos desde los fondos de pensiones. Así como ocurrió con los reajustes salariales y las ocupaciones de empresas bajo la Unidad Popular, el gobierno de Piñera perdió parte del control de la política económica. Pero según las cifras del Banco central, en 1971 el consumo de los hogares aumentó en 13%, el consumo de gobierno en 12% y las importaciones en 9%, empujando un crecimiento del PIB también de 9%. En 2021, en la salida de la crisis pandémica, el consumo de los hogares aumentó en 21% y el consumo de gobierno en 14%, con lo que la demanda interna aumentó en 22% y las importaciones en 32%, empujando un crecimiento del PIB de 12%. Como se observa, la tan criticada política económica de la UP no tuvo la intensidad expansiva del último año de Piñera II, ya desbordado. La diferencia, crucial, es que el bloqueo externo en 1971-73 no permitió la continuidad productiva, afectada por los cambios de propiedad, y produjo rupturas de abastecimiento de bienes básicos y una alta inflación. Esto reafirma una vez más la importancia del bloqueo externo en el desenlace del gobierno de la Unidad Popular y de mantener hoy una inserción externa estable y diversificada para llevar a cabo cualquier proyecto de cambio progresista.

La derecha ha logrado hasta aquí mantener a raya las amenazas a los cambios del orden oligárquico que despuntaron en el proceso constituyente iniciado en 2020, a pesar de perder el gobierno en 2022, aunque no el parlamento. Logró, usando todos sus dispositivos comunicacionales e institucionales, derrotar el proyecto constitucional de la Convención y transformar la rebelión social en la idea de una amenaza delincuencial desbordada. Y también anular al nuevo gobierno, con una estrategia de promoción del miedo a la delincuencia y a la inmigración. Esta ha sido efectiva para inclinar hacia la extrema derecha a sectores medios y populares, estimulando un apoyo primitivo al orden represivo y a la xenofobia. La derecha ha logrado cambiar la agenda pública y relegado los temas de desigualdad y abuso. Además, ha bloqueado desde el parlamento, sin gran costo político hasta ahora, reformas progresistas como la tributaria, de pensiones o la de seguros de salud, de gran importancia para la mayoría social. Pero su piedra de tope será su probable derrota en el plebiscito constitucional de diciembre de 2023, que tal vez permitirá al gobierno actuar en mejores condiciones para retomar la iniciativa política y su propia agenda.

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