Páginas Marcadas de Antonio Ostornol. ¿Somos todos poetas? ¿Y qué importa si no?

por La Nueva Mirada

         Somos campeones de poesía, asegura algún personaje de la novela Poeta chileno (Anagrama, 2020) de Alejandro Zambra. Su declaración triunfante pareciera no ser otra cosa que un intento por espantar el fracaso.  En este sentido, su universo narrativo se enmarca en una escritura de la derrota que, sin embargo, esconde una profunda victoria: una apuesta de amor algo bizarra permite engendrar el poeta que no fue.

         Con retraso leo la última novela de Alejandro Zambra. Y lo primero que se me ocurre comentar fue el placer de su lectura. Alguna vez, a propósito de Lemebel, escribí que, más allá de sus eventuales excesos o rupturas, lo más notable de su literatura era la forma cómo le había otorgado estatus literario a nuestra lengua chilena más procaz, a la más marginal y discriminada de nuestra jerga capitalina. Con Poeta chileno me pasó algo similar. Desde la naturalidad más simple fluye un hablar chileno muy cotidiano, ya no marginal como en Lemebel, sino normalizado. En la novela se escucha una conversación de bar, del Metro, de la sobremesa en el almuerzo del domingo, de la salida del estadio después de un partido de fútbol. Mientras leía, mi sensación era estar con un traguito en la mano escuchando las historias de algún amigo o conocido cercano dotado de un gran talento narrativo innato, que hacía especialmente agradables e interesantes las horas de conversación.

Los avatares de unos pocos personajes –un profesor universitario que quiso ser poeta, una muchacha que enfrenta sola un embarazo temprano, un padre ausente, un padrastro y un hijastro que necesitan construir su relación, una periodista gringa bisexual extraviada en Santiago- se despliegan frente a nuestra mirada como si fuéramos uno más de los testigos de sus peripecias, pero unos testigos cercanos, íntimos, de esos a los cuales se les habla de verdad y con la verdad. En un momento dado, algún personaje –poeta o pretendidamente poeta- afirma respecto a lo que es un buen libro, definiéndolo como aquel que le hubiese gustado escribir. Yo podría decir lo mismo de Poeta chileno: es una novela que me habría gustado escribir.

Hay un mundo en Zambra que recoge con mucha fineza y profundidad aspectos típicamente chilenos, aquellos que uno puede identificar, reconocer, lugares donde alguna vez estuvo o imagino que estuvo. Si en Bonsai aparecía el mundo devastado de los ochenta en un Santiago oscuro y pequeño, y en Formas de volver a casa se develaban los secretos que los hijos de la dictadura tuvieron que aprender a ocultar, como si no los hubiesen sabido, en esta novela se explora el mundo de la sobrevivencia en la sociedad democrática, abierta a las oportunidades y abusada, donde al final cada experiencia de vida es un pequeño ajuste con lo “más o menos”. Es el mundo de “en la medida de lo posible”. Poetas que no escriben o no leen, críticos que no lo hacen mejor, profesores que no se creen su cuento, periodistas que se inventan sus artículos. Pero esos mismos poetas –algunos, no todos- sí escriben, y hay otros críticos que sí hacen su trabajo con ahínco, y profesores cuyas clases algún valor tienen para sus alumnos, y artículos que, al final de camino, se leen bastante bien.

Pero en este escenario es donde, a mi juicio, uno descubre lo más notable de la novela: más allá del logro, de la calidad, de la eficiencia, del bienestar alcanzado, de lo buenos o malos que son cada uno de los personajes, de lo realizada o desintegrada de sus vidas, de sus aciertos y errores, en el fondo, cada uno de los personajes es un verdadero héroe –o propiamente un antihéroe- de la cotidianeidad. Al terminar la novela, uno se queda con la sensación de que no hay épica mayor que vivir. Incluso más, que aquellos actos que nos parecen los más heroicos, pueden llegar a ser los más fáciles: arriesgarlo todo a un momento, donde las opciones se reducen a la gloria o a la muerte. Todo se resuelve en unas pocas horas, o días o años. Pero, si uno sigue con fidelidad el itinerario de los personajes de la novela, se dará cuenta que la valentía de sostener una relación humana de amor (filial, erótico, amistoso) durante años requiere, a veces, más sacrificio y más renuncia, porque lo que está en juego son los vínculos y los afectos, y no llegar a buen término, es un profundo dolor.

Hay un par de elementos más que me gustaría anotar. Una discusión que siempre se genera en torno a las obras literarias es la relativa a la oposición entre lo autóctono y lo universal. Zambra lo resuelve muy bien porque en todo momento la novela se mueve en dos o más planos. Es una novela sobre los años de la Concertación en Chile, pero también es una novela sobre la paternidad propia o asumida, sobre el género y el sexo, sobre la odisea adolescente para llegar a joven (odisea de hijos y padres), y sobre literatura, sobre el acto de escribir, sobre la originalidad, sobre la honestidad literaria. Y todo esto escrito en un chileno que entendería cualquier hispano hablante. Y, por último, si de pronto uno pudiera tener la impresión de que la novela se deja llevar por algo parecido al melodrama, la construcción de un narrador capaz de tomar oportunamente una distancia sutil e irónica sobre su propia creación, la pone a distancia de cualquier tipo de banalidad. El humor, aunque soterrado, atraviesa todo el texto y se agradece.

Al final, la lectura me dejó una sensación de plenitud lectora porque, básicamente, el libro me abrió universos que no siempre podemos mirar desde su intimidad. Quizás a ellos hay que pensarlos más. Me refiero a los chilenos de las segundas, terceras, cuartas y ene líneas. A lo mejor por ahí estaban aquellos y aquellas que tan masivamente votaron rechazo.

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