Páginas Marcadas de Antonio Ostornol. Dido y Eneas en el silencio del mundo.

por Antonio Ostornol

         Cuando publiqué Los años de la serpiente, mi buen amigo Juan Armando Epple, con el humor sutil y sin aspavientos que lo caracterizaba, me escribió unas líneas para decirme que, diez años después de mi primera novela, la había reescrito, pero en clave posmoderna. Algo parecido podríamos decir de la última novela de Pablo Azócar, El silencio del mundo (Tusquets, 2022), que treinta años después, vuelve de alguna forma –oblicua y lateral- sobre su primera novela, Natalia (Planeta veintiuno, 1990), que se ha clasificado tantas veces como novela de culto de los años ochenta.

         Al comentarle al escritor la conclusión a la que había llegado luego de leer su nueva novela –y de haber releído recientemente la primera- me miró con cierta incredulidad y con un dejo de frustrada sorpresa. Reconocí en esa expresión el sentimiento complejo de constatar que uno ha hecho un esfuerzo enorme por intentar algo diferente y, al final, tener la sensación dramática de repetirse. Pero como decía Borges, la verdad es que los escritores no hacen otra cosa que traducir una y otra vez los viejos temas de la humanidad y, en primerísimo lugar, los propios. Si uno hace el seguimiento de cualquier gran escritor descubrirá que, más allá de las anécdotas formales con las cuales se arma la historia, subterráneos y persistentes yacen los grandes temas que nos mueven a inventar ficciones. La propia novela, en voz de su narradora, que despliega una impecable segunda persona confesional, nos informa que “la intimidad es radicalmente inalcanzable; el único modo de alcanzarla es la fantasía.” Y de eso se trata esta historia: develar una intimidad, esa misma que va más allá de lo normal, entendido como aquello descifrable como objetividad. Azócar nos confronta, de modo implacable, con la certeza de que “la experiencia humana es con demasiada frecuencia el número que rompe la estadística”. Y, por así decirlo, los lectores nos enfrentamos a una historia de amor improbable, a un cruce de singularidades que escapa a la ley de las probabilidades, que rompe la estadística: el amor entre Elisa (Dido), una mujer que ya va por sus cincuenta años, que viene herida y contusa por una historia de dolores y pérdidas, y Diego, un veinteañero recién inaugurado que, desplegado en la épica imprecisa y totalizante del octubrismo y la primera línea, siente que se está consumiendo toda la vida solo en unos cuantos días, sin saber que todavía vendrán muchos más (pandemia incluida) y, aunque nos pese, ya pasaron muchos otros. Lo que comienza siendo un acto humanitario (la protagonista acoge en su departamento al joven Diego que huye de los carabineros), se transforma en una historia de amor bizarra e imposible, que desafía todas las objetividades posibles.

     La novela se estructura a través de una sola voz que, bajo el formato de una hipotética carta que nunca será leída, rescata una historia que jamás fue dicha, que se quedó escondida en los miedos mutuos que –antes o después- atravesaron a cada uno de los protagonistas. Hablamos de depresiones, de vidas difíciles, de padres indefinibles y fantasmagorizados en el dolor de la memoria.

La narradora escribe a un amado ausente, conectando la bella canción de Jacques Brel y la clásica Eneida de Virgilio: “Ne me quitte pas. El grito es tan antiguo como la historia del mundo, el grito del amante que se ha quedado solo” y agrega: “déjame convertirme en la sombra de tu sombra, la sombra de tu mano, la sombra de tu perro. Esa es la fisura”. Aquí se conectan los momentos míticos de la historia: “Dido acusa el golpe, se queda demudada. Se va para adentro. Es el silencio del mundo entero que se instala sobre ellos [Eneas y Dido]”. Estamos hablando, entonces, del abandono, del momento de la vida –antes o después, ayer o hace dos mil años- en que el vínculo con una u un otro se hace pasado. “Ardía Cartago, Diego, ardía Santiago, pero de golpe todo había quedado quieto, suspendido, en un silencio inhumano”, dice Elisa, aboliendo los tiempos e instalando la eternidad del dolor y la pérdida. Desde este lugar, es difícil no recordar el estado de postración en que el narrador de Natalia va evidenciando la derrota existencial en que lo ha dejado la imposibilidad de “atrapar” el amor de Natalia. Esa mujer inaprehensible, que viene y va, que está y se aleja, que se deja amar pero que no logra hacerlo en plenitud, tiene algo de Diego, el joven que irrumpió en el espacio cerrado del santuario en que Elisa había recluido sus miedos y comenzó a habitarlo. Pero no echó raíces. Cada tanto se lanza a la calle como los gatos cuando se pierden y vuelven sin dar explicaciones. (Gengis Khan, el gato de la novela, un maravilloso personaje). Y después de cada regreso, el silencio, consternado por ese mundo exterior que lo abrasa y lo consume, y que Elisa no alcanza a decodificar (de hecho, la narración es un intento por lograrlo).

      El mundo del cual huía Natalia era el de la sordidez dictatorial de los ochenta, con su carga de frustración y chatura propia de las dictaduras. Eugenio Llona Mouat afirmaba que “la novela, es una suma magistral de ironía y realismo que comparten en simultáneo la mueca de la sonrisa anecdótica y la cicatriz del dolor irremediable. Es tal vez la novela de época (1980-1990) que con mayor maestría refleja el pulso oculto del Chile santiaguino de esa década, la década llamada perdida para la superficie operativa del vivir nacional, pero de extraordinaria complejización de los individuos, sin estrategias de futuro y esperanzas cívicas porfiadas, pero tan abolladas como señales de tránsito”. El mundo del cual huye Diego es el de la mediocridad democrática, de la falta de épica de un tiempo gris de acuerdos y conciliábulos, de logros a medias tintas, poco románticos. El mundo de las vidas que se quieren heroicas, aunque la heroicidad de esas calles no sea comparable con la de aquellos que se jugaban la vida (en sentido literal) en los ochenta. La inmediatez del mundo, la urgencia que lo guiaba en Natalia, hoy se vuelve una mirada reflexiva, dubitativa, donde lo heroico es mucho más un gesto interior que una necesidad social, mucho más un acto de fe o una convicción abstracta, que una imposición de los tiempos. Y, claro, ya no hay una sola mirada sino muchas, aunque en la novela se crucen básicamente dos: la del tiempo vivido de Elisa, cargado de historia con sus miedos y aprendizajes, y la del tiempo por vivir de Diego, pleno de ilusión y utopía, impoluto y fantasioso. La tragedia de amor, la que nos remite a la mítica leyenda de Dido y Eneas que Virgilio establece al inicio de los tiempos, se ha transformado también en la tragedia de nuestra época, donde los lenguajes no se encuentran, donde las circunstancias de cada uno no nos permiten ver ni entender las del otro. Y no se trata de más o menos tolerancia (aunque algo de ausencia hay), sino de la imposibilidad de cargar con nuestras propias historias que quedan sumida en los tiempos de silencio.

         Pablo Azócar logra sostener una historia especialmente compleja, inteligente y culta, con una sutileza de lenguaje que se agradece. Escrita en clave minimalista, no hay sobrecarga de lenguaje. Escueta, sugerente, con un aire poético que camina en la frontera de la prosa poética pero que ilumina y deja libre al lector para que abra su potencial de asociaciones, es una novela que se puede degustar con calma o disfrutar de una sola vez, y que, como los buenos textos (o al menos los que a mí me gustan), me deja nutrido de muchas más preguntas que respuestas.

También te puede interesar

Deja un comentario