Páginas Marcadas de Antonio Ostornol. Estadistas y problemas de estado.

por Antonio Ostornol

¿Cuáles son, en definitiva, los méritos de Pinochet? Una pregunta de este orden se debe haber cruzado por la cabeza del consejero Díaz al momento de declarar que él estimaba que Pinochet había sido un verdadero estadista. Yo me pregunto –y valdría la pena que el susodicho lo explicitara- qué entiende por estadista. La RAE, en su diccionario, da una definición sencilla: “Persona con gran saber y experiencia en los asuntos del Estado”. A primera vista, pareciera fácil refutar la aseveración del consejero: cómo sustentar el carácter de estadista de un gobernante que ordenó el exterminio de sus opositores políticos (la columna dominical de Daniel Matamala en el diario La Tercera es, en este sentido, ejemplar), y que durante diecisiete años prohibió el funcionamiento de los partidos políticos y de los órganos de representación popular y social, que se enriqueció en forma ilícita y que legó un país políticamente dividido y socioeconómicamente desigual e injusto. No hay manera: ciertamente, eso no es un estadista en un sentido patriótico y republicano. Sin embargo, vale la pena detenernos en esta señal.

¿No había otra solución? ¿Era imposible intentar otro derrotero para evitar la ruptura institucional? ¿A los entonces partidos Nacional y Demócrata Cristiano –que habían formado la CODE (Confederación democrática)- no se les ocurrió ninguna otra opción que alentar la opción militar?

A cincuenta años del golpe de estado, hay mucha discusión y reflexión que todavía nos falta consensuar y creo que una conmemoración como la que viviremos este año nos abre una oportunidad. Aprovecharla o dejarla pasar, depende solo de nosotros, como diríamos parafraseando alguna canción de Serrat. A mí me parece fundamental que, a cinco décadas del golpe de estado, desde las diferentes miradas de la historia, pudiéramos explicitar qué fue, exactamente, lo que nos impidió resolver la crisis política de aquellos años sin tener que llegar a un golpe de estado. ¿No había otra solución? ¿Era imposible intentar otro derrotero para evitar la ruptura institucional? ¿A los entonces partidos Nacional y Demócrata Cristiano –que habían formado la CODE (Confederación democrática)- no se les ocurrió ninguna otra opción que alentar la opción militar? Y a los partidos de la UP, ¿no se les pasó por la cabeza con algo de anticipación convocar a un plebiscito que zanjara electoralmente los principales nudos de la coyuntura política a través de un gran acuerdo nacional? Sabemos que esta decisión fue una convicción in extremis del presidente Allende, que la iba a comunicar el mismo día 11 de septiembre. Y tenemos la casi total certeza que esa información precipitó la puesta en marcha del golpe. Ese momento, cuando la tragedia nacional se avizoraba en el horizonte, parecía la escena perfecta de una obra de suspenso, donde un hecho inesperado y poco probable desarticula el detonante de la catástrofe. Lamentablemente, la historia no se mueve con un guion cinematográfico y en ella no hay súper héroes que nos salven a última hora.

Es fácil asumir que nuestra historia era la de una profecía auto cumplida. Mirada desde la derecha, era el único camino para impedir la instalación de un gobierno revolucionario, de corte socialista, que desembocaría inevitablemente en una dictadura comunista. Y vista desde la izquierda, era la reacción lógica de quienes no estaban dispuestos bajo ningún argumento a perder sus privilegios, lo que explicaba que la conspiración militar hubiese empezado mucho antes de la elección de Allende y que, por lo tanto, la única forma de producir los cambios era a través de la toma del poder. Todo el discurso político de la época era de un reduccionismo absoluto y, por otra parte, de una intolerancia total. Amigos y enemigos habitaban nuestra sociedad.

¿Quiénes fueron, entonces, los responsables del golpe de estado? Sin duda, los que lo alentaron y ejecutaron. Respecto de eso, no tengo dudas. Pero, ¿quiénes fueron los responsables de que no se encontrara una solución diferente para un conflicto político que confrontaba, más o menos, a dos mitades del país? Responder esta pregunta hace unas décadas atrás, me habría resultado sencillo: quién sino la derecha fascista que no toleraría bajo ningún concepto los cambios revolucionarios, aunque fueran con empanadas y vino tinto (las confesiones de Kissinger y los documentos de la ITT son categóricos) y estaba dispuesta a defender su tradicional posición de poder a cualquier costo. Esta lectura tiene sentido, solo que no se completa sin admitir que buena parte de la izquierda tampoco estaba dispuesta a mantenerse en un juego “democrático burgués” en forma permanente y que, si la acumulación de fuerzas se lo hubiese permitido, habría impuesto el nuevo orden. Otra vez lo mismo: amigos y enemigos, buenos y malos.

En ese momento de la historia hacía falta un estadista, un gobernante, un líder capaz de visualizar que un Chile con futuro no se construye con una sociedad dividida, ni con una huella de sangre, ensañamiento e impunidad hacia la mitad del país, cualquiera esta sea. Pero no hubo un estadista. Así como podemos admitir que la responsabilidad de no haber encontrado una solución desde la política a la crisis institucional es de todos los actores de la época, la responsabilidad de salir de ella a través de una acción militar que implicó colocar el aparato del estado, con toda su fuerza y recursos, al servicio de una política terrorista que detenía, torturaba, asesinaba, hacía desaparecer a sus detractores y luego lo negaba, lo tergiversaba en los medios, lo ocultaba, es de quienes ejecutaron esa política y que tuvieron todo en sus manos para evitarlo. Los responsables de la dictadura que duró 17 años –encabezados por Pinochet- tomaron la decisión de implementar toda una institucionalidad destinada a exterminar clandestinamente a los opositores, sembrar el terror y el miedo a la población, y ocultarlo con la venia de una prensa obsecuente o censurada. ¿Hubo reuniones en que se discutía este tema? ¿Los prohombres del régimen, que ocupaban cargos de alto nivel y diseñaban la institucionalidad dictatorial, opinaron sobre esto, dijeron hasta dónde torturar, qué esconder y qué no, cómo manejar los medios de comunicación, cómo inventarse un estadista que los limpiara de ese marasmo donde se habían instalado?

Hacía falta un estadista para que mirara el futuro. Una parte de la izquierda, tempranamente, admitió que su principal responsabilidad había sido no reconocer un valor en sí mismo de la democracia representativa. Una parte de la Democracia Cristiana rápidamente se desmarcó de la institucionalización de la dictadura, incluso algunos lo hicieron desde el mismo 11 de septiembre. La derecha se ha tomado más tiempo en esta reflexión y reconocer su responsabilidad en las diversas fases de la tragedia, aunque más de alguno ya lo ha enunciado. Un estadista le habría ayudado al país a caminar esta ruta, a posibilitar el encuentro con el otro, a reconocerlo en toda su legitimidad y dignidad, a construir un territorio que nos acoja a todos. Pinochet no lo hizo. Tampoco la derecha que sustentó sus 17 años de dictadura.

Lo más parecido a ejercer el poder como estadistas, fueron los gobiernos de la Concertación. Hoy, quizás, el esfuerzo del presidente Boric por abrir los espacios de diálogo tenga un perfil similar. Eso es lo que necesitamos. Y no se trata de renunciar a nada. Como dijo la ministra Carolina Tohá, se trata de consensuar con los otros que piensan distinto la forma en que podemos generar un espacio donde todos cohabitemos en justicia y equidad, y progresemos sin pasarnos por encima, como buenos habitantes del mismo hogar.

También te puede interesar

1 comment

Igor Solar junio 8, 2023 - 8:44 pm

Segunda línea del artículo: «…cruzado por la cabeza del consejero Díaz…»
¿»Consejero Díaz»?
En el Consejo Constituyente no hay un «Consejero Díaz». ¿Se refiere a Luis SILVA?

Reply

Deja un comentario