Por Antonio Ostornol, escritor.
Los presidentes del imperio, como diría Maduro, nunca han sido lo mejor para quienes nos tocó la parte triste del imperio. Donald Trump, desde esta perspectiva, no ha sido diferente. Su política de “America first” hizo explícito lo que desde el sur siempre supimos: ellos estaban primero, segundos, y terceros. Sin embargo, lo que he sentido durante estos últimos cuatro años respecto al presidente de Estados Unidos, no lo sentía desde finales de los sesenta y comienzos de los setenta, cuando estaba seguro de que los Johnson y los Nixon eran unos crápulas que no solo arrasaban las hermosas tierras de Vietnam, sino que también hacían todo lo necesario para complotar contra nuestra democracia y el proyecto de avanzar desde ella hacia el socialismo. Eran los tiempos de la guerra fría y la intolerancia mutua fundada en la lucha de clases que nos obligaba a pensar que la única solución justa era la derrota total del enemigo. Entonces, tenía malos sentimientos hacia los presidentes norteamericanos. Eran lo peor, lo más despreciable y estaba convencido de que no tenían derecho a existir.
no lo sentía desde finales de los sesenta y comienzos de los setenta, cuando estaba seguro de que los Johnson y los Nixon eran unos crápulas
Luego las cosas cambiaron. El escenario donde resultaba muy fácil asignar las responsabilidades a los otros, fue desapareciendo. El lado bueno, ese que se levantaba desde los valores positivos y la pulcritud moral, desapareció. Ya no había revoluciones inocentes y se volvieron indiscutibles las persecuciones, los campos de concentración, las ejecuciones sumarias, el aplastamiento de la prensa, la censura de las artes. Aparecieron en nuestro horizonte libros que estuvieron durante décadas prohibidos en sus países (el caso de la novela soviética Nosotros, de Zamiatin, es emblemático); poetas obligados a hacerse la autocrítica pública para salvar el pellejo después de ser acusados de gusanos, contrarrevolucionarios y traidores; intelectuales gay perseguidos por las nuevas jerarquías revolucionarias; discriminación de las mujeres en las altas esferas del poder en todos los regímenes que le ponían la proa al frente al vilipendiado imperio. En esos tiempos, nosotros o mejor dicho yo, para no ofender a nadie, miraba desde esa vereda, me hacía el sueco y entendía que el tema no era la verdad, sino derrotar a un imperio y hacer una revolución. Podía ser tolerante con los nuestros, pero no con el imperio. Era tiempos donde la política se construía desde la incapacidad absoluta de imaginar que algo del otro pudiese ser bueno, y ni mucho menos que algo de lo nuestro pudiese ser malo. En cierto sentido, la lucha de clases nos hacía ciegos; y a los que sabían y se quedaban callados, los volvía cínicos.
En cierto sentido, la lucha de clases nos hacía ciegos; y a los que sabían y se quedaban callados, los volvía cínicos.
A mí, la experiencia de la dictadura me hizo ver las estrecheces de esta mirada. Cuando enfrentamos la lucha política, y nos propusimos derrotar a Pinochet, nos encontramos con muchas y muchos camaradas que comulgaban apenas con el socialismo, admiraban en muchos casos la democracia norteamericana y tenían temor de las fuerzas totalitarias al interior de la izquierda y que, sin embargo, ayudaron a los presos políticos, se jugaron la vida por defender los derechos humanos, especialmente de quienes éramos perseguidos por la dictadura, le prestaron refugio a muchos y muchas militantes de izquierda, logrando salvarles la vida. En ese otro mundo, que teníamos oculto a nuestros ojos porque habían estado contra la Unidad Popular o eran demasiado cristianos o no les gustaba lo que ocurría en los países socialistas (en todos, desde la Unión Soviética a Cuba, pasando por Asia y África), había una convicción genuina por la democracia, no les gustaba el golpe de estado, querían superar la pobreza. Muchos de ellos se habían formado en las universidades estadounidenses, allá habían conocido pensadores de todas las ideas, habían podido leer todo lo que querían sin cortapisas de ningún tipo. ¿Era esa la sociedad ideal? Ni mucho menos. Estaba llena de desigualdades, discriminaciones, oscuras y nada limpias maquinaciones del poder. Ya se sabía de organizaciones que intentaban fracturar la democracia norteamericana, que buscaban favorecer sus propios intereses de negocios con malas artes, que eran capaces de organizar operaciones especiales en cualquier parte del mundo y su propio territorio. Pero ese mundo no era mucho peor que el de aquellos países que tratábamos de emular.
Nuestra intolerancia hacia el otro no nos permitía ver sus atributos ni nuestros defectos.
Nuestra intolerancia hacia el otro no nos permitía ver sus atributos ni nuestros defectos. Nos enceguecía por partida doble. Cuando me di cuenta de esto, fui más indulgente con los liderazgos norteamericanos y traté de entenderlos y valorarlos en su propio mérito. Ya no me dieron ganas de que desaparecieran de la historia. Hubo algunos, incluso, cuyos proyectos políticos me sonaron progresistas. Pero cuando Trump se transformó en presidente, toda su gestión se me hizo odiosa, perversa, retrógrada. Lo he sentido capaz de cualquier aberración como si fuera un ser inescrupuloso solo comparable con lo peor de la especie humana. No creo que todo esté determinado por su personalidad y su historia, aunque seguro que ello ayuda. Más bien creo que él representa un nuevo momento de la historia donde vuelven a instalarse los discursos de la intolerancia. En su caso, el racismo, la brutalidad imperial bajo la forma del unilateralismo, el desprecio de los inmigrantes y de las minorías de tono progresista. Es la versión descarnada, supremacista, iluminada de un nuevo credo regresivo, que tiene una contracara en nuestras propias intolerancias. Las nuevas elites de la izquierda no partidaria del mundo, muchas de ellas formadas al alero de las universidades norteamericanas, conforman discursos excluyentes y radicales que son el complemento perfecto para cuadrar la delirante intolerancia de Trump y los suyos. Los eventos post elecciones en Estados Unidos, solo han confirmado el escenario, ahora multiplicado por decenas de millones.
Ya no me dieron ganas de que desaparecieran de la historia. Hubo algunos, incluso, cuyos proyectos políticos me sonaron progresistas. Pero cuando Trump se transformó en presidente, toda su gestión se me hizo odiosa, perversa, retrógrada.
En su caso, el racismo, la brutalidad imperial bajo la forma del unilateralismo, el desprecio de los inmigrantes y de las minorías de tono progresista.
¿Toda la derecha será miserable y digna de desprecio? ¿Todos los socialdemócratas serán una cáfila de corruptos y vendidos al capital? ¿Todos los dirigentes que son parte del estado o lo fueron, son sujetos despreciables que no tienen derecho a ser parte de lo público? ¿Los únicos que pueden hacer uso legítimamente de la palabra son los que no han estado en la política durante los últimos cincuenta años? Estas preguntas, cuyas respuestas afirmativas creo escuchar a veces entre líneas y otras, a voz en cuello, me hacen vislumbrar en Chile el escenario trumpiano: el mundo se divide dramáticamente entre quienes comparten una determinada cosmovisión del país, versus los que, ya ni siquiera están en contra, pero a lo menos no comulgan con dicha visión. Y ese es un lugar peligroso para enfrentar, por ejemplo, un proceso constituyente como el nuestro. Y sus aguas podrían llegar a ser el caldo de cultivo para los nuevos trumps –de izquierda o derecha- de nuestro pequeño país.
Y sus aguas podrían llegar a ser el caldo de cultivo para los nuevos trumps –de izquierda o derecha- de nuestro pequeño país.