El llamado Acuerdo por Chile ha desatado toda una serie de declaraciones, precisiones, elucubraciones, suposiciones, y un montón de otros “iones” en cuyo centro bailan dos palabras que parecieran mágicas: legitimidad y democracia. La pregunta de fondo pareciera ser si hay una sola forma de proceso constitucional democrático y una sola legitimidad. La forma desnaturalizada de esta reflexión es aterradora: cualquier tipo de proceso que no sea como el que a mi sector político le gusta y que no llegue al resultado que mi sector quiere, es necesariamente antidemocrático e ilegitimo.
Voy a partir por los “peros”. Fácil, el órgano cien por ciento elegido y convocado para redactar la constitución está encerrado por todo tipo de bordes: las bases constitucionales, el comité de admisibilidad y el de expertos. Cada una de estas instancias estuvo (las bases constitucionales) o estará (el comité de admisibilidad y los expertos) determinado por el Parlamento de la República. Entonces, la primera pregunta a esclarecer dice relación con el carácter democrático y la legitimidad de esta institución. ¿La Cámara de Diputados y el Senado de la república son verdaderamente democráticos y legítimos? Yo creo que sí, aunque quienes acusan este proceso de poco democrático e ilegítimo cuestionan de hecho la capacidad de estos órganos para acordar, diseñar y poner en marcha un proceso constituyente. Si quienes aseguran esto (principalmente sectores muy de izquierda) tuvieran la razón, el anterior proceso constituyente que condujo a la instalación de la Convención constitucional y los plebiscitos de entrada y salida, y la elección de convencionales, también adolecería de legitimidad y cualidad democrática, ya que fue el mismo Parlamento de la República quien lo puso en marcha y definió sus características. Entonces, cuando la misma institución (elegida por votación universal hace apenas un año atrás) toma la decisión política de continuar con el proceso constituyente, con un acuerdo partidario de los más amplios que recuerde nuestra historia, a algunos les parece poco legítimo y poco democrático. No suena bien. ¿Con este mismo argumento debiéramos haber calificado el año 1971 de ilegítima y antidemocrática la decisión del Parlamento chileno de nacionalizar el cobre?
El argumento no se sostiene, aunque como escuchaba a una comentarista política en una radio, todos los estudios y todo el saber de las ciencias sociales indiquen que el Parlamento está “desconectado” de la ciudadanía. El único problema con este argumento académico es que esa ciudadanía que evalúa pésimo al sistema político ha elegido a sus representantes e incluso, a algunos de ellos, varias veces, en eventos plenamente democráticos como son nuestras elecciones. Entonces, en este punto de las conversaciones, debiera descartarse la idea de ilegitimidad y carácter antidemocrático del proceso constituyente, y debiera valorarse como un acto de la mayor legitimidad y condición democrática que un grupo de partidos políticos de máxima diversidad se haya puesto de acuerdo. Este es en mi opinión un gran momento de reivindicación del valor de la política y sus actores. Pretender quitarle el peso histórico que representa, morigerar su trascendencia, anticipar su inutilidad como una condena previa, me parecen gestos altamente contrarios al espíritu democrático y una visión en cierto sentido totalitaria de la política, esa que asegura que solo lo que se ajusta a mis creencias y posturas es lo democráticamente legítimo.
Dicho lo anterior, es imposible soslayar que en los bordes establecidos a este proceso que, como le escuché a Patricio Fernández, puede estar muy marcado por el miedo a que el proceso vuelva a fracasar y termine en un nuevo rechazo o callejón sin salida, está el riesgo de generar una estructura y unos procedimientos que terminen inhibiendo cualquier tipo de cambio sustantivo al sistema político chileno y a su modelo de desenvolvimiento económico y social. No se puede obviar que venimos y estamos en medio de una crisis. Podría existir la tentación –desde cualquier punto del mapa político- a establecer una especie de sistema de “multivetos” (los quórums altos van a estar presentes) que terminen por anular cualquier cambio relevante. Que ello no ocurra y que al final debamos contentarnos con la vilipendiada constitución de la dictadura, dependerá de si la capacidad de diálogo, flexibilidad política y espíritu democrático demostrada para alcanzar el Acuerdo por Chile se prolonga en la discusión constitucional, donde habrá instancias representativas del actual sistema democrático chileno (Bases, Aceptabilidad, Comité de expertos) y otros consejeros, cien por ciento elegidos para los efectos constitucionales. Tanto en un espacio de representación como en el otro, será necesario llegar a acuerdos y estos deberán ser muy amplios. Y en este ámbito, el problema será de matemáticas: para alcanzar la amplitud mayor, los elementos a compartir deben ser los más aceptados que serán, probablemente, los menos. En este sentido, es fundamental el lugar que ocuparán las 12 bases constitucionales. Qué tan de acuerdo estaremos con ellas y cómo se expresarán en un texto constitucional que satisfaga las diferentes sensibilidades o, al menos, las claramente mayoritarias, será el desafío. Los concejales tendrán su oportunidad; los expertos también. La pregunta es cuán capaces serán de alcanzar acuerdos representativos de las mayorías. La Convención cuyo proyecto fracasó estrepitosamente el 4 de septiembre (no olvidar, como dice el presidente: 62% rechazo) tuvo la misma oportunidad y con más atribuciones. Pero no se propuso representar la sensibilidad mayoritaria de los chilenos y así le fue.
Recuerdo las declaraciones en la televisión de María Elisa Quinteros asegurando que, para ella, si la constitución se aprobaba con un 50% más uno, era un enorme triunfo. Era la evidencia de que en su definición no había una vocación de mayorías. El pretender imponer un programa de cambios que lo avalaba la mayoría obtenida electoralmente en la elección de convencionales, les impidió ver lo coyuntural de la aceptación de sus propuestas. La elección de parlamentarios (un parlamento prácticamente dividido entre derecha y centro izquierda), ocurrida en pleno periodo de deliberaciones, debería haberlos alertados del estado de opinión. Literalmente se farrearon, por ambiciosos, la posibilidad de lograr un cambio muy relevante y progresista para la sociedad chilena. Pero eso ya fue. Ahora la oportunidad la tendrán, por una parte, los consejeros elegidos democráticamente por la ciudadanía, y los expertos designados por los partidos democráticamente representados en el parlamento nacional. ¿Estarán a la altura o querrán cada cual hacer su movida partisana? Esperemos que no y que, en esta ocasión, los elegidos –como diría Arturo Prat antes de lanzarse al abordaje- sepan cumplir con su deber ciudadano y democrático.
Por último, hay un aspecto de este proceso que debiera ser resuelto en las instancias que se vienen por delante. Se trata de la participación ciudadana, lo que no se excluye para nada en el actual diseño. En lo inmediato, debiera constituirse como insumos necesarios e imprescindibles para la generación del proyecto constitucional, toda la información acopiada durante la discusión y reflexiones que la sociedad civil llevó a cabo a partir del proyecto de reforma de la presidenta Bachelet, de los cabildos y consultas realizadas por las municipalidades luego del estallido social y, finalmente, el propio trabajo y las presentaciones que hubo durante el funcionamiento de la convención constitucional. Los expertos y los consejeros elegidos no partirán de cero. Por una parte, tendrán la tradición constitucional chilena, acopiada en largos doscientos años. Y por otra, toda la reflexión que la ciudadanía movilizó y atesoró a lo largo de los últimos cuatro o cinco años. En esas discusiones se expresan aspiraciones, conflictos, reivindicaciones sociales y culturales, aprendizajes de una comunidad que no lo ha pasado bien y que vive tiempos muy difíciles. Los expertos y los consejeros deberán capturar el tejido subterráneo que se escondía en miles de ciudadanos que estuvieron dispuestos a ir a un cabildo y expresar sus deseos y convicciones y dejarlas plasmadas en los respectivos informes. Deberán leerlos sin prejuicios y con sensibilidad. Porque en esas acciones estaba la ciudadanía dispuesta a expresarse y ser escuchada. La principal sabiduría, entonces, de los futuros expertos y los concejales, será escuchar la voz del pueblo. Tal como es necesario escuchar e interpretar el resultado del plebiscito de salida, que rechazó una propuesta maximalista pero que reconoció la necesidad de algunos cambios fundamentales: más democracia, mejor sistema político, libertad económica y personal, un estado protector que garantice los derechos sociales, descentralización efectiva del país, reconocimiento constitucional y cultural de los pueblos originarios.
En mi opinión, no necesitamos mucho más. Si el clima de colaboración política y mutua dependencia que posibilitó el acuerdo se traslada a la discusión constitucional, veo con más optimismo el futuro.