Por Antonio Ostornol, escritor.
Nuevamente marco imágenes. En esta oportunidad, las de la última película del director español Pedro Almodóvar, Dolor y gloria (2019). Protagonizada por el icónico actor de Almodóvar, Antonio Banderas, con la participación estelar de varias figuras del cine español y latinoamericano (Penélope Cruz, Cecilia Roth, Leonardo Sbaraglia, Asoier Etxeandía), y una notable actuación del niño-actor Asier Flores, este film ha sido recibido como una de las mejores obras del director manchego. Antonio Banderas obtuvo el premio al mejor actor en el Festival de Cannes y el estreno ha sido un éxito de taquilla, tanto en España como fuera de ella. Todas las credenciales, por lo tanto, sugieren la idea de que se trata de una historia que vale la pena ver y que, incluso, es necesario hacerlo, aunque no todas las críticas concuerden en sus méritos. Desde mi perspectiva, creo que para el público chileno que, en los ochenta, y precisamente a través del cine de Almodóvar, miró con cierta envidia e incluso incredulidad el destape de la movida española, ver esta película es una gran oportunidad para realizar una mirada retrospectiva de nuestra propia historia y de las preguntas que se nos abren como generación avanzadas ya las primeras décadas del siglo XXI.
Antonio Banderas obtuvo el premio al mejor actor en el Festival de Cannes y el estreno ha sido un éxito de taquilla, tanto en España como fuera de ella.
En esta película se narra la historia de Salvador Mallo, director de cine que ya tiene sus buenos años y que atraviesa una dura travesía de infertilidad creativa, marcada por los dolores físicos – espalda y cefaleas jaquecosas- que, como diría cualquier médico que se precie, son propios de esta edad que se extiende entre los cincuenta y tantos y la antesala de la muerte. Este hombre vive en una profunda soledad, cruzada por la muerte reciente de su madre, persona que ha sido su puntal afectivo y que ha pelado el ajo para que él pueda tener mejores oportunidades de vida. En este escenario, el reestreno de su ópera prima en la Cinemateca de Madrid le desencadenará un proceso de reencuentro con viejas historias de amor y relectura de su propio pasado, que lo pondrán nuevamente frente al deafío de reinventar la vida e intentar sobrevivir.
ver esta película es una gran oportunidad para realizar una mirada retrospectiva de nuestra propia historia y de las preguntas que se nos abren como generación avanzadas ya las primeras décadas del siglo XXI.
Toda la narración se trama con una tonalidad fuertemente autobiográfica, anclada en el recuerdo de una niñez sesentera de pobreza y marginación. Las imágenes del pasado son traídas al presente desde los sueños alucinantes producto del “caballo” (heroína), adicción que este viejo director emprende tardíamente como un síntoma más de su depresión existencial y como una cita tristea la movida madrileña que le hizo daño y de la que no pudo escapar el gran amor de su vida, abandonándolo. Las imágenes del recuerdo son bellas y emocionan. Su madre joven (Penélope Cruz) junto a sus amigas del pueblo, cantan una vieja canción española mientras lavan la ropa blanca a las orillas del río y el director niño las observa y aprende; el coro del seminario religioso que lo acoge como única opción de salir de la pobreza, aunque él no quiera ser cura; la casa cueva que es todo lo que puede ofrecerles un padre alcohólico y pobre, y que ellos habitarán como si fuese una mansión. Mirar esas imágenes, dejarse llevar por una visualidad que va dignificando la pobreza y le provee un sentido, es uno de los placeres que nos propone la película. No se trata de la nostalgia de una condición de precariedad que no tiene nada de deseable. Lo que se pone en evidencia ahí es el hilo afectivo, el sentido de amor y pertenencia que, a pesar de los cuarenta o cincuenta años que han pasado, no se vuelve a encontrar.
Lo que se pone en evidencia ahí es el hilo afectivo, el sentido de amor y pertenencia que, a pesar de los cuarenta o cincuenta años que han pasado, no se vuelve a encontrar.
Algo similar le ocurre con esa primera película que se reestrenará en la cinemateca. De ella, en algún momento, había abominado porque la actuación del protagonista, según él, había traicionado el espíritu del guion (efecto, según él, de la adicción del actor al “caballo”). Vuelve a verla después de 32 años y ya no le parece tan sobreactuada. Con el tiempo puede releerla como, quizás, podría releer su propia vida. Al final, las obras son lo que resultan y cómo se leen. De alguna forma, ganan autonomía –para bien o para mal- de las intenciones de sus creadores. Pero eso se aprende con el tiempo y de alguna forma esta historia nos habla de esos aprendizajes. Que no son fáciles, que duelen, pero que son imprescindibles para seguir viviendo y no morir antes de que corresponda. Me queda la impresión de que el protagonista hace un tránsito desde la intransigencia culpable más absoluta con su pasado hasta el descubrimiento de una mirada que estará tamizada por la experiencia del amor, en cualquiera de sus formas: la madre, el amante, el cine.
Si pienso en la cinematografía de Almodóvar, de la que no soy un experto y ni siquiera he revisado completa, me queda la imagen de una estética barroca, algo kitsch, con acontecimientos de violencia excedida, presentada a ritmo vertiginoso, ya sea en clave melodramática o cómica. Sus propuestas son provocadoras, desafiantes al lugar común o lo convencional. Pero creo que en esta película hay una revisión de algunos de sus elementos. En primer lugar, la historia es un drama contado con pretensión realista.Una cámara que se acerca a los personajes, que les ve cada una de las arrugas del rostro y también las del alma, en lugares y espacios físicos y mentales que podemos reconocer en cualquier parte. Ahí están muchas de las claves de nuestra propia desazón, de la sensación de frustración por un mundo que no giró hacia los vectores que imaginábamos. En este caso, ese Madrid de los 80 que aparecía como un canto a la libertad y que, sin embargo, estaba matando y transformando esos gestos libertarios en esclavos de sus propias adicciones: a las drogas, al placer, a lo efímero, como anticipo de la cultura del deshecho y la intrascendencia. Pero esos mismos personajes derrotados y traicionados, esconden la necesidad de seguir. ¿Creer en qué? No hay respuestas o, al menos, no las hay como únicas respuestas. Estos personajes desbaratados por la vida y las pérdidas, irán encontrando sus propios caminos de redención: la familia, el arte, la amistad, el trabajo. Cada uno a lo suyo, pero cada uno en algo.
Ahí están muchas de las claves de nuestra propia desazón, de la sensación de frustración por un mundo que no giró hacia los vectores que imaginábamos.
Finalmente, vale la pena una mención a la dirección de arte, que trabajando la paleta clásica de Almodóvar, crea imágenes visualmente bellas. El rojo intenso, ese pasional de tantas películas del español, cruza momentos y espacios como una especie de leitmotiv cromático, que se confrontará con lo blanco de la memoria larga y del recuerdo, en esos territorios al sur de la península, medio desérticos y planos. La inclusión de las imágenes digitalizadas, le da un aire de contemporaneidad indiscutible. Ver las películas de Almodóvar siempre me ha parecido una suerte de orgía visual irrenunciable.
Ver las películas de Almodóvar siempre me ha parecido una suerte de orgía visual irrenunciable.
La película es bella pero es dura. Hay mucho de tristeza, de pérdida, de tiempos que no volverán. Pero vistas esas pérdidas y esas tristezas en la perspectiva del tiempo, haciendo el balance de lo que se ha ido y de lo que nos queda, creo que la mirada acerca de nosotros mismos puede volverse más indulgente y sentir que lo hecho por nuestra generación no es tan malo. Es verdad que no construimos el socialismo ni pusimos el mundo al revés. Lamentablemente, donde se hizo, los resultados no fueron necesariamente los soñados. Pero al menos algo contribuimos a hacer más habitable y mejor el pequeño mundo en que vivimos. ¿Será el mejor de los mundos posibles, preguntará alguien? Y mi respuesta es categórica: no, para nada. Pero es algo mejor, y eso es mucho. Y desde ahí, podremos volver a soñar. Como este viejo director de cine.
Es verdad que no construimos el socialismo ni pusimos el mundo al revés. Lamentablemente, donde se hizo, los resultados no fueron necesariamente los soñados. Pero al menos algo contribuimos a hacer más habitable y mejor el pequeño mundo en que vivimos.