Páginas Marcadas. Escribir la violencia. El drama mexicano.

por La Nueva Mirada

Por Antonio Ostornol, escritor.

           Hacia fines del año pasado, tuve la suerte de que me invitaran a dictar un seminario en México. Gracias a la gestión de una institución maravillosa, la Fundación para las Letras Mexicanas, dirigida por el generoso Eduardo Langange, estuve una semana compartiendo con los becarios de dicha fundación, todos jóvenes escritores que, previa postulación y sometidos al escrutinio de un exigente jurado, habían recibido un año de beca en dinero para vivir, oficina para trabajar y una tutoría permanente para desarrollar su proyecto (Un sueño para cualquier escritor). Como siempre, aproveché la oportunidad de indagar qué lecturas valía la pena realizar para conocer el “estado de la literatura mexicana actual”. Hubo varios nombres que salieron a la palestra pero uno se repitió siempre: Emiliano Monge.

          Se trata de un escritor que está en torno a los cuarenta pero que ya tiene una trayectoria hecha, con un Premio Jaén de Novela (2012) y una mención como finalista del concurso de cuentos Antonin Artaud. Hacía unos pocos años había publicado Las tierras arrasadas(Penguin Random House, 2015), su segunda novela, y la recomendación de su lectura era unánime. Y mis consejeros tenían razón. Leerla fue una experiencia estremecedora. Dura, difícil de aceptar, con una crudeza que, sin embargo, no renuncia a una cierta poesía.

          La historia relata el viaje “épico” de unos traficantes de personas, que deben  distribuir por el territorio del norte de México a un grupo de migrantes que hacen la ruta desde Centroamérica hacia Estados Unidos. Realizan el transporte en dos vehículos que transitan el camino en forma separada. Uno lo conduce Epitafio, pareja de Estela, que maneja el otro. Ellos lideran este negocio y, además, se aman. Pero no se lo han dicho adecuadamente y tienen cosas importantes que transmitirse. Por lo tanto, en el relato se va creando una tensión entre lo privado amoroso (formalizar la pareja) y lo privado del negocio (llegar con su carga a destino y evitar la traición de sus socios).

          De esta forma, se construye un primer eje del relato que devela y empatiza con los gestores del negocio de la migración clandestina. El narrador no pone a los traficantes bajo la lupa de una mirada condenatoria (esa tarea le quedará a cada lector). Se limita a revelar las condiciones sistémicas que permiten que dos seres humanos castigados por la sociedad desde pequeños (estuvieron en un orfanato donde fueron abusados y deshumanizados) puedan disponer de un conjunto de otros seres humanos que sólo tienen sus ilusiones para imaginar que la vida puede ofrecerles algo que valga la pena.

          Este es un nivel de violencia que irrumpe sin anestesia y de la cual, gracias a una articulación del discurso fragmentado que se sostiene desde un lenguaje popular y descarnado, vamos absorbiendo y evidenciando como lectores desde los inicios. Por una parte, está la lengua de los traficantes, donde la amenaza, el insulto, la ridiculización y el escarnio son el tono comunicacional. Y por la otra, un lenguaje que adquiere el tono de los ritos asociados a dioses ancestrales pero que conforma la desesperanza más absoluta que se va colando en los sueños de los migrantes: “Unos decían ya nos chingaron…/ ya valimos pura verga…otro nomás/ querer decir sin decir nada…como/ rezando o masticando palabras”. Esta desolación se expresa cuando ya recién comienza el viaje y tanto hombres como mujeres que han abandonado la selva para ir a probar suerte al norte empiezan a tomar conciencia de que todo podría salir mal.

          En la novela se va a jugar con esta dicotomía y el contrapunto de estas voces ira poniendo en evidencia que, realmente, no hay ningún contacto humano o personal entre los viajantes (migrantes) y sus guías, que muy pronto serán sus guardias para terminar como sus verdugos. Los procesos de deshumanización necesarios para poder ejercer la violencia sobre el otro sin sentir culpa se despliegan en el relato como una naturaleza puesta en movimiento y, por lo tanto, somos los lectores los convocados a juzgar la aceptabilidad o inaceptabilidad de dichas conductas. La estrategia narrativa no nos deja escapatoria: nos volvemos testigos del horror, nos violentamos con las imágenes a las que nos enfrenta el relato y no podemos escapar: fascinan y espantan. Fascinan porque no podemos creer que aquello sea verdad y que el ingenio humano sea capaz de la sofisticación de la muerte; y espantan porque esos hechos transgreden todos los límites imaginables. Son abyectos y frente a la abyección, quedamos atónitos.

          Esta novela pone la mirada en una violencia internalizada en la cotidianeidad de una sociedad que se mueve en territorios donde la ley es una noción general que debe observarse, en el sentido de mirarla con atención, para vulnerarla. Es una experiencia arraigada a la que concurren todos los estamentos de la sociedad: los mexicanos involucrados en el tráfico y el ejercicio de la violencia van desde sicarios que sólo se mueven por el dinero hasta militares, políticos o empresarios que lo hacen por el poder o el dinero (o ambos, para ser precisos). Leyendo este texto uno se explica mucho de las historias asociadas a la tasa de homicidios en México, los niveles de corrupción, o el desarrollo de la industria del secuestro, por mencionar algunos de los tópicos asociados a la violencia en ese país.

          Leer esta novela no fue una experiencia “bonita”. Se trata de una ficción donde la muerte y la crueldad constituyen su alimento principal. Y duele porque es demasiado parecida a la realidad y México es un país de gente que no se merece esa vida.

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