Por Antonio Ostornol, escritor.
¿Se puede seguir tan tranquilamente por la vida sin haber leído nada de Darío Oses? ¿Conocemos a Darío Oses? Es un tipo maravilloso de esos que, si te lo encuentras en la calle y le preguntas cómo está, te responderá sin que se le mueva un músculo de la cara, que muy mal básicamente porque todavía no se muere y ya no sabe qué hacer para lograrlo. Y sin alterar sus gestos, luego de una pausa, agregará que, en todo caso, no está muy afligido porque, ciertamente, todo puede ser y será peor. A Darío podríamos definirlo como una especie de himno al pesimismo y a un realismo negro que, ya sea como defensa o ataque, le permite mirar el mundo con agudeza y lucidez.
¿Se puede seguir tan tranquilamente por la vida sin haber leído nada de Darío Oses?
Te responderá sin que se le mueva un músculo de la cara, que muy mal básicamente porque todavía no se muere y ya no sabe qué hacer para lograrlo.
Quiero marcar algunas páginas de su última novela: Elige tu pasado (Fondo de Cultura Económica, 2016). Es un texto relativamente breve (150 páginas), que se deja leer con facilidad y que está plagado de pequeñas o grandes observaciones, de esas que tienen la cualidad de abrir una cierta forma de mirar las cosas que no habías imaginado. Es, además, una indagación sorprendente de la emocionalidad asociada a nuestra historia reciente, sobre todo cuando se pregunta por la frontera infranqueable que pareciera haberse abierto entre la sensibilidad de una generación que vivió la ilusión épica de la revolución, luego la dictadura y su derrota, para instalar una democracia posible, y otra mucho más joven que mira la realidad sin la condescendencia del pasado y que sueña con reinstalar un momento revolucionario en el país.
Es un texto relativamente breve (150 páginas), que se deja leer con facilidad y que está plagado de pequeñas o grandes observaciones, de esas que tienen la cualidad de abrir una cierta forma de mirar las cosas que no habías imaginado.
La novela propone una situación límite en varios sentidos. En la vieja casa de una familia chilena (ese lugar de larga trayectoria en la narrativa nuestra), que está pronta a ser demolida para levantar un moderno proyecto inmobiliario, vive un hombre mayor para quien la vida es un desastre: se está separando una vez más, tuvo que venirse de unas últimas vacaciones familiares en el sur que se transformaron en un infierno, debe ponerse a la tarea de desarmar la casa para la mudanza, o sea, para poner fin a su propia historia. Es verano y con la pesadez del calor, mientras intenta hacerse el ánimo para empezar su cambio, le ocurren dos sucesos claves: uno, se gana un premio grande de la lotería (que no podrá cobrar) y dos jóvenes, que parecieran ser asaltantes pero que son combatientes revolucionarios en plena democracia, lo toman de rehén mientras huyen de la policía tras el fracaso de un atentado.
El protagonista está en franca caída. Su esperanza es el raspe ganador que compró, pero su convicción es que “ya nada tiene arreglo”
¡Y justo me tenían que tocar a mí!”. Estos muchachos se perfilan en la novela como unas especies de proto-encapuchados, como anticipación de los muchachos y muchachas que se han tomado las calles en estos días.
El protagonista está en franca caída. Su esperanza es el raspe ganador que compró, pero su convicción es que “ya nada tiene arreglo”. Su sensación de fondo es la del outsider, del que se ha quedado en un margen mirando pasar la historia. Lo expresa recordando un sueño en el que es arquero de fútbol: “Desde hacía años el juego no se acercaba a su arco. De pronto lo sentía venir y se sentía inútil, pequeño, incapaz de defender la desmesurada geometría de su arco”. Y la irrupción de ese juego aparece bajo la forma de los dos muchachos que asaltan su casa: “Mala cueva, pensó, capaz que estos sean los dos últimos guerrilleros urbanos de la historia ¡Y justo me tenían que tocar a mí!”. Estos muchachos se perfilan en la novela como unas especies de proto-encapuchados, como anticipación de los muchachos y muchachas que se han tomado las calles en estos días. Sin embargo, aunque están las claves sociales que explican en buena medida la crisis, estos jóvenes todavía no han sido desposeídos de los contenidos político – ideológicos que podríamos asociar a la tradición de la izquierda latinoamericana (“Eran, en verdad, los últimos guerrilleros de la historia, desamparados, solos, condenados a morir por una causa muerta […] De todo el fervor de otros años, de los desfiles, los discursos encendidos, las movilizaciones multitudinarias, solo iban quedando dos chicos agotados, heridos, derrotados”). De estos últimos luchadores, ahora vemos mucho más la rabia, la contra – violencia, la destrucción del otro y lo otro, así como una cierta actitud autodestructiva. Cuando veo la ciudad herida, la misma donde esos jóvenes habitan, sufren y gozan, sólo puedo pensar en esas formas de agresión que consisten en dañarse a uno mismo. Alguna vez vi a un niño que, en medio de un ataque de rabia, destrozó el juguete que con mayor encono había pedido para la navidad.
Alguna vez vi a un niño que, en medio de un ataque de rabia, destrozó el juguete que con mayor encono había pedido para la navidad.
En ese acercamiento, que está atravesado por el conflicto generacional y político, radica el embrujo de la novela.
Pero los protagonistas de esta novela aún no llegan a ese lugar. Están un poco antes y, tal vez por lo mismo, van logrando establecer un puente entre su condición existencial de jóvenes abandonados y “traicionados” por el sistema, y la de ese hombre solo, mayor, abandonado, y sin deseos de vivir porque ya fue derrotado por el mismo sistema. En ese acercamiento, que está atravesado por el conflicto generacional y político, radica el embrujo de la novela. Me queda la impresión, al final, de que este es un encuentro de solitarios, de sujetos a los que la sociedad condenó a vivir en un brutal aislamiento (el trabajo agitador, el consumo, las mega – ciudades, las pobrezas), construido a partir de los silencios impuestos por una comunidad exitista, individualista y olvidadiza, donde la miseria de todo orden se oculta.
El conflicto central de esta novela me parece, ayuda a entender en alguna medida la naturaleza del estallido social que hemos vivido.
El conflicto central de esta novela me parece, ayuda a entender en alguna medida la naturaleza del estallido social que hemos vivido. Hay una imposibilidad muy grande de dialogar entre dos generaciones cuyas experiencias de vida han sido tan diametralmente distintas. En un excelente artículo que Roberto Brodsky publicó en The Clinic, comenta un episodio que vivió en Nueva York y que, creo, ilustra la imposibilidad de conversación intergeneracional que se ha hecho evidente durante esta crisis. Cuenta que lo invitaron a una asamblea universitaria, donde la mayoría de los asistentes tenían 30 años o menos. Brodsky dice que asistió “sabiendo que estaría en minoría”. Y esto no porque él representara ideas de derecha o centro, sino porque él vivió la dictadura, “una dictadura de verdad, no de papel como la de las declaraciones oficiales, o la dictadura de la palabra dictadura que se imprime con guante blanco en los diarios y la vocean a voz en cuello los animadores de televisión”. Los jóvenes lo veían como un sujeto dañado, con miedo a la confrontación, traumatizado por la dictadura, y no podían entender la valoración que él hacía del acuerdo político para iniciar el proceso constituyente, que esos jóvenes calificaban de insuficiente y tramposo. En ese contexto, se entiende la conclusión que propone Brodsky: esos muchachos y muchachas “buscaban una épica para ellos mismos” y siendo así, las posibilidades de que dos épicas tan diferentes logren construir un territorio común de diálogo y creación son muy difíciles.
Uno de los fenómenos que más me descoloca de lo que hemos vivido, es la dificultad para encontrar sentido al discurso de los jóvenes y poder, entonces, abrir un canal de comunicación.
Darío Oses, en su novela, alerta sobre esta distancia, sobre estas dos emociones y les busca un camino. Uno de los fenómenos que más me descoloca de lo que hemos vivido, es la dificultad para encontrar sentido al discurso de los jóvenes y poder, entonces, abrir un canal de comunicación. Lograrlo sería un gran avance hacia una solución, pero me temo que eso requeriría, además, que desde los jóvenes también abran su escucha y traten de entender la sensibilidad de las generaciones mayores que, estoy seguro, no hablan desde el miedo –aunque seguramente está agazapado en la memoria- sino desde el aprendizaje de una historia que ha sido larga, dolorosa y que se construyó en base a muchas cegueras.
Como lo comenté hace unas columnas atrás, la literatura tiene una cierta capacidad visionaria y vale la pena dar un espacio a la lectura de los escritores y poetas chilenos, hombres y mujeres que han mirado la realidad profunda de los abusos, la discriminación y la rabia, como si nos estuvieran advirtiendo de los peligros que, al igual que el protagonista de esta novela, se nos venían encima y no nos dábamos cuenta.
la literatura tiene una cierta capacidad visionaria y vale la pena dar un espacio a la lectura de los escritores y poetas chilenos, hombres y mujeres que han mirado la realidad profunda de los abusos, la discriminación y la rabia