Por Antonio Ostornol, escritor.
Hoy quiero marcar una página que, en sí misma, no es demasiado relevante, pero como síntoma de un problema mayor, sí lo es. El diputado Pablo Lorenzini –especialista de la comisión de Hacienda de la cámara baja y ahora ex militante DC- anunció su renuncia al partido después de varias décadas de militancia. Entrevistado por La Tercera, expone sus razones que son muy contundentes: “Estas no son circunstancias para estar recibiendo instrucciones de partido ni órdenes, prefiero tener libertad de acción para, de acuerdo a mi conciencia, actuar y reaccionar como corresponda”. Dicho, en otros términos, acusa a su partido de intentar imponerle conductas políticas contrarias a su conciencia. ¿Cuáles? La nota del diario no lo indica ni me propongo hacer una investigación al respecto, aunque el periodista, con sagacidad e incluso maledicencia, sugiere la idea de que el diputado estaría afectado porque habría perdido el control del organismo partidario de su distrito y aquello comprometería su posible reelección (ya ha sido reelecto en seis oportunidades). Independiente de lo que se trate, lo ocurrido entre Lorenzini y la DC ha de ser algo muy grave como para que un diputado, elegido en la lista de su partido de toda la vida, decida irse de la agrupación que, suponemos, representa su ideario político.
Probablemente nunca sabremos las verdaderas causas de su renuncia o no lo sabremos suficientemente. ¿Fueron razones de línea política, de diferencias personales, de estilos de acción, de órdenes o instrucciones que violentaron la conciencia del diputado? Cualquiera de estas opciones me parecería una legítima razón para salirse y, me parecería justo para la ciudadanía en general y para los votantes democratacristianos de su distrito en especial, que se informara. Todos los militantes, del partido que sean, tienen el derecho a dejar su militancia. Sin ir más lejos, yo abandoné mi militancia comunista cuando ese partido hizo el giro hacia la política de rebelión popular, porque no me parecía la justa y adecuada para alcanzar los objetivos que me habían llevado a esa militancia. Pero yo no había sido elegido en representación de ese partido para nada, a diferencia de Lorenzini, que sí lo fue durante 30 años, representando rigurosamente a su partido.
Probablemente nunca sabremos las verdaderas causas de su renuncia o no lo sabremos suficientemente.
Entonces, ¿qué sentido tiene marcar una página trivial como la renuncia partidaria de una persona a un cargo de representación obtenido bajo el alero de una colectividad política específica y sus alianzas? Más allá de Lorenzini, en las últimas décadas se ha visto en forma reiterada los abandonos que hacen los parlamentarios a los partidos por las cuales fueron elegidos. Esto nos plantea una pregunta muy relevante que cada uno de nosotros debiera contestar, más aún si nos ponemos en la perspectiva de la discusión constitucional que, en la pospandemia o nueva normalidad, deberemos enfrentar. (Asumo que votaremos y ganará el Apruebo.) ¿De quién son los cargos de representación política en Chile? ¿Son de la persona elegida o del partido que lo postula? ¿Por quién votan los electores, por la figura pública o por una propuesta política? Se ha discutido largamente en los últimos tiempos respecto de la legitimidad de las instituciones en el país, poniendo en niveles de credibilidad absurdos a los partidos, parlamentarios y gobierno. Si esto es así, y alguien como el diputado Lorenzini constata que su votación pasó del 40% al 8% aproximadamente en las últimas parlamentarias, coincidiendo con la caída generalizada del apoyo electoral al PDC, podría pensar que es “mejor solo que acompañado con un partido de bajo desempeño electoral”. Si esto fuera así, poco importaría lo doctrinario, el compartir imaginarios políticos, proyectos de país. Sería un tema de cálculos; incluso, de eficiencia. Pero eso no lo sabemos.
¿De quién son los cargos de representación política en Chile? ¿Son de la persona elegida o del partido que lo postula? ¿Por quién votan los electores, por la figura pública o por una propuesta política?
“mejor solo que acompañado con un partido de bajo desempeño electoral”. Sería un tema de cálculos; incluso, de eficiencia. Pero eso no lo sabemos.
Sólo sabemos que el partido le ha dado instrucciones u órdenes al diputado que han vulnerado su conciencia y él no está dispuesto a aceptarlo. ¿Cuál sería el camino ideal, entonces? En un mundo imaginario, se me ocurre que, si un partido me violenta de tal forma como para dejar la militancia de la vida, y soy una figura de representación popular, debiera denunciarlo públicamente o abandonar no solo la militancia, sino el propio cargo que representa a ese partido. Pero eso no ocurre, ya que el sistema constitucional chileno no lo contempla. Entonces, qué no está bien. Vuelvo sobre el tema del síntoma. Este episodio pone de manifiesto uno de los grandes logros de la dictadura y uno de los efectos más notorio de nuestro sistema neoliberal: la pérdida de peso de los partidos y el despliegue de los caudillos (la mayor de las veces, muy pequeños, en el sentido de poca incidencia). El sistema nos ha vendido la idea de que los ciudadanos no votamos por ideas ni proyectos, sino que por personas. Muchos de los parlamentarios que abandonaron sus partidos en estos años, no lo hicieron porque discreparan de sus políticas o visiones de país. Habrán tenido otras razones, quién sabe. En alguna parte, posiblemente, se sintieron propietarios de la representación y vieron a los partidos como instituciones vicarias de su propio poder electoral. Cada candidato es una marca, se posiciona en el mercado de la política, debe ocupar espacios en los medios públicos, ser reconocido por la ciudadanía por sus excepcionales atributos personales y, por ningún motivo, por el partido, proyecto o ideario que represente. Política de personas y no de partidos. Individualismo versus comunidad. Cada uno se rasca con sus propias uñas y se deterioran las lealtades colectivas. Todos compitiendo por un lugar destacado en la encuesta de turno. Todos haciéndole el juego a un sistema que no quiere partidos poderosos, ideológicos y con militancias disciplinadas.
se me ocurre que, si un partido me violenta de tal forma como para dejar la militancia de la vida, y soy una figura de representación popular, debiera denunciarlo públicamente o abandonar no solo la militancia, sino el propio cargo que representa a ese partido.
Este episodio pone de manifiesto uno de los grandes logros de la dictadura y uno de los efectos más notorio de nuestro sistema neoliberal: la pérdida de peso de los partidos y el despliegue de los caudillos
En alguna parte, posiblemente, se sintieron propietarios de la representación y vieron a los partidos como instituciones vicarias de su propio poder electoral.
Individualismo versus comunidad. Cada uno se rasca con sus propias uñas y se deterioran las lealtades colectivas.
Y ojo, que nadie piense que voy a rendirle homenaje al “centralismo democrático leninista” ni mucho menos. Pero sí extraño en la política actual, por ejemplo, la confiabilidad de partidos como el comunista chileno que, si acuerda un pacto con otras fuerzas, lo cumple; y sus militantes, también. Otra cosa es cómo se llegó a esos acuerdos internamente; sería tema para otro debate. Lo que me importa relevar ahora es la falta de construcciones partidarias donde se discuta con amplitud (me refiero a la gran militancia y al criterio también), se acuerden proyectos y se cumplan. Si las discrepancias son sustantivas, las minorías podrán salirse y formar sus propias agrupaciones. Pero a los ciudadanos debería ofrecérseles proyectos políticos y no figuras. Y el día en que las figuras sientan que deben irse del partido, pasan por secretaría, dejan el carné de militante y también el escaño que su ex partido le posibilitó.
Pero a los ciudadanos debería ofrecérseles proyectos políticos y no figuras. Y el día en que las figuras sientan que deben irse del partido, pasan por secretaría, dejan el carné de militante y también el escaño que su ex partido le posibilitó.
1 comment
Lejos fue Pinochet el causante del debilitamiento de los partidos políticos. A lo más, fue el gatillo de algo mucho más sustancial y trascendente. Simplificando, es el agotamiento de la democracia representativa, modelo político de la revolución industrial y el nacimiento de la una democracia de los de abajo, que podríamos apelar de partipativa. Consideremos, también, que el desarrollo tecnológico dibuja necesariamente relaciones no jerárquicas de interacción laboral y está desarrollando un rechazo implícito de la verticalidad administrativa y gobierno empresarial. Por último, el portalesianismo imperante a lo largo de la historia de Chile, hace agua porque el autoritarismo político que dio forma al estado no puede contener las nuevas formas de organización del llano, como las minorías, las demandas de los pueblos originarios, la territorialidad de lis desafíos locales.
De hecho, los partidos políticos han sumado fuerzas conformando una élite que bien podríamos vaciar en la democracia representativa a la que se ha opuesto decididamente el estallido social.