Abril es un mes especial para los amantes de los libros y la literatura. La UNESCO decretó en 1995, el 23 de abril como el Día Internacional del Libro y el Derecho de Autor para conmemorar la muerte de grandes escritores como: Miguel de Cervantes, William Shakespeare, Garcilaso de la Vega, Dante Alighieri. Su propósito es fomentar la lectura, la industria editorial, el resguardo de la propiedad intelectual y la realización de encuentros entre la sociedad y los escritores. Un mes donde poetas y prosistas tenemos la oportunidad de compartir nuestro trabajo con estudiantes; en escuelas, liceos, universidades, juntas de vecinos, agrupaciones culturales y políticas y ferias de libro. El viernes 4 de abril pasado tuve la oportunidad de compartir la lectura de algunos de mis libros con las poetas Loreto Jorquera; Yasmín Navarrete; Pablo Soto; Gonzalo Simón; Víctor Hayden; Horacio Eloy; Samuel Leal; Eugenio Dávalos. La actividad se desarrolló en el marco de la primera Feria Itinerante, Comunal y Cultural FII-SECH. Tremenda iniciativa. Gracias, Cristina Wormull y Jorge Calvo por la consideración.
Un territorio
Sí, en Estación Central. Frente al portal del decimonónico edificio de nuestra principal estación de trenes. Oí decir que el lugar es un espacio “surrealista” para la venta de libros o la lectura de poesía. Lo cierto es que los surrealistas éramos nosotros en un espacio híper realista, no sólo por tener todo el tiempo a la vista viejos edificios en una ciudad tan afecta al gris, al cemento, al polvillo de la contaminación, de veredas irregulares o al chongo arbóreo del bandejón central de la Alameda Bernardo O’Higgins. Vendedores ambulantes que se desplazaban de un lugar a otro, toldos ya no sólo “azules”. Los había blancos, rojos, rayados. Hombres, mujeres y niños tratando de vender sus productos de manufactura China en el suelo o en improvisadas mesas.
Como es mi costumbre, llegué media hora antes. Reencontré un lugar que no visitaba hace varios años. Por una de las galerías quise salir a recorrer calle Exposición. Detuve inesperadamente el paso cuando un vendedor sacó un fajo de billetes azules que lanzó en la cara a un adulto mayor que exigía a garabatos la mitad de la ganancia.
Qué hacia en medio de la realidad. La relación entre poetas y las calles llega para mí en primer lugar, como una sombra imaginaria. Esto cuenta especialmente para los poetas que he tenido la oportunidad de conocer de cerca, amigos y no tan amigos. No puedo dejar de fijarlos en el trazado de la ciudad, de emparentarlos con su biografía a territorios concretos, al margen de lo que se exprese en sus discursos narrativos. Supongo que lo vivido se podría dibujar y entretejer en zonas o territorios que dan cuenta de nuestras propias luces y sombras. Que segregados estamos.
Un cuerpo

Desconfiar de los pobres, o sentir rechazo, aversión o miedo hacia ellos, se conoce como aporofobia. Es un término que la filósofa Adela Cortina acuñó en los años 90. No es ninguna novedad que las relaciones humanas, como ayer, por estos días continúan en crisis. La amistad como valor ha sido reemplazada por la competencia, y la ética de las personas ya no responde a sus características morales o intelectuales, sino que se mide por el exitismo y el poder económico que ostentan Ya no somos tan iguales / Tanto vendes, tanto vales dice una vieja canción.
La calle con su color de otoño da sus últimos estertores: gritar, vender, comprar, estafar, correr, insultar, defenderse, volver a vender. Llevar algo para la casa. Mientras los poetas nos sucedíamos con lecturas amorosas, tributos a Andy Warholl, memoria y un viaje en el Nocturno a Concepción que ya no corre. El escritor Jorge Calvo nos llamó poetas de la resistencia. El público: conocidos, amigos y poetas. Hubo vates que, después de leer, se retiraron silenciosos sin escuchar a sus compañeros que les sucedíamos. Una mujer, con menor edad de la que aparentaba, se pasea con una mochila y una bolsa negra de plástico. Cambió varias veces de puesto. Mantuvo en todo momento nuestra incrédula atención en ella. El confiado acercamiento al otro supone una candidez que no condice con la realidad, mientras que desconfiar de los demás se considera una conducta normal e incluso inteligente. Qué buscaba aquella mujer de rostro cansado, piel seca, sin dentadura. ¿Un descuido nuestro? ¿la posibilidad de escuchar a poetas jactanciosos? – me incluyo – Lo más probable es que aquella persona o situación que nos generaba tanta desconfianza tenía más que ver con nosotros, que con ese alguien o algo en concreto. Lo cierto es que pidió dos minutos. Se presentó como poeta. Reiteró que tenía ganado el derecho a opinar porque habitaba el territorio donde nosotros jugábamos de visita y nos declamó:
Hoy trabajé para comprarle los cordones a las zapatillas de mi hijo / qué hiciste con los cordones de tus zapatillas / le pregunté / me los quitaron los pacos en la comisaría.
Rostros incómodos ante un verso monstruoso, cierto y por encima de todo, conmovedor. La monstruosidad es la marginación. En aquella poesía, la mujer defendió el orden donde el único espacio válido para ocupar como sobreviviente, es la calle. Habló de amor y violencia: amor real, violencia real. Tanto dolor para poder amar o para poder ser amada, tanto dolor, tanto riesgo, tanta violencia para poder vivir. Al darle habla a los que han enmudecido producto de la discriminación, la mujer desapareció del mismo modo como apareció. La mujer en la que desconfiamos vino a interrogar al “canon poético” de esa tarde en Estación Central que, ya no importa si los intelectuales se coluden o no y dejan al margen la palabra real de los habitantes de esta furiosa ciudad, donde la mugre y la sobrevivencia enferman, donde la esperanza junta piñén, piojos y te da rabia, asco y odio.
Nunca le pregunté cómo se llamaba
Debiéramos reaprender la confianza e incluir voces y relatos como el de la señora de la que todos desconfiamos. De ahí, a través de un vasto, violento y gris territorio de sueños y exclusión, mi alma quedó al borde de la imagen de aquella mujer, aquella tarde. Igual que en la novela de Humberto Eco, El nombre de la rosa, en su narración final, el anciano Adso confiesa que nunca lamentó su decisión de estar ahí, pues a través de Guillermo de Baskerville aprendió muchas cosas. Sin embargo, también admite arrepentido, no haber sabido nunca el nombre, de aquella rosa.
