INTERROGANTES Y DESAFÍOS.
Gonzalo Martner
Chile vive una importante paradoja: los indicadores comparativos de la salud de su población son muy buenos, y al mismo tiempo las encuestas reflejan un alto descontento con los sistemas de acceso a la atención sanitaria pública y privada.
Si se considera la esperanza de vida al nacer en el continente latinoamericano, que es el más importante indicador sintético del estado de salud de la población, tres países destacan sobre el resto, según los datos para 2018 de la Organización Mundial de la Salud: Costa Rica (80,2 años), Cuba (80,1 años) y Chile (79,9 años).
Es importante subrayar que el ingreso por habitante de estos tres países es muy diferente, es decir, respectivamente, de 14.6 mil, 7.5 mil y 21.9 mil dólares por habitante a paridad de poder de compra en 2017, según los datos del PNUD. Siguen en la lista Panamá (78,4 años) y México (77,5 años) y más atrás, pero con dos y tres años menos que Chile, Uruguay (77,8 años), Argentina (76,9 años) y Ecuador (76,8 años).
Que el ingreso promedio vaya de uno a tres en los tres países más exitosos en materia de salud en el continente pone en evidencia la importancia de las políticas para hacer la diferencia en este importante referente del bienestar humano y la prosperidad efectiva de las sociedades. La conclusión es clara: los recursos son importantes, pero más importante es como se utilizan y distribuyen y cuáles políticas prevalecen.
Es importante destacar lo que viene ocurriendo con uno de los países más ricos del mundo en términos de PIB por habitante.
En Estados Unidos, caso único entre los países de altos ingresos, la esperanza de vida al nacer ha empezado a declinar en los últimos tres años, luego de un incremento sistemático desde 1918. El indicador alcanzó en 2018 solo 79,7 años, una cifra inferior a la de Chile, pero con un PIB por habitante que más que duplica el nuestro. Las “muertes por desesperación” en Estados Unidos, como las califica el Premio Nobel de Economía Angus Deaton, es decir la epidemia de aumento de los suicidios y de las muertes por sobredosis de drogas, explican esta situación, en un contexto en que la cobertura de seguros sigue dejando fuera a millones de norteamericanos.
El contraste con el vecino Canadá (82,7 años de esperanza de vida al nacer) es notorio. Un país en que la desigualdad es menor y existe un seguro universal de salud para los tratamientos médicamente necesarios, para no hablar de los sistemas públicos de salud de Europa, con resultados mucho mejores que los de Estados Unidos. Es ahora también el caso de Chile.
Pero nuestro país debe seguir avanzando hacia las mejores prácticas, porque todavía estamos lejos de ellas. La reforma recién anunciada lo hace, pero demasiado poco.
Ella define, junto a un incremento de algunas coberturas de Fonasa de libre elección, un plan único de plazo fijo y copago de 20% en todas las prestaciones de las Isapres. Se avanza en regular algunos aspectos de un mercado discriminador, opaco y con asimetrías de información sistemáticas en detrimento de los usuarios, regulaciones a las que hasta aquí la derecha parlamentaria (y los diversos defensores de los seguros privados más allá de ella, pues no olvidemos que las Isapres también han tenido un sistema de cooptación de ex funcionarios de la Concertación), se había opuesto en las diversas reformas previas.
En efecto, se propone terminar con la declaración previa de salud y se establece tanto un esquema de compensación de riesgo como un sistema de techo de pago familiar anual máximo de 40% del ingreso, cuya articulación con el sistema AUGE-CES habrá que conocer con más detalle. El problema principal es que se seguirá diferenciando el precio del nuevo plan único por edad y enfermedades previas y seguirán pagando más los que más necesitan atenciones de salud.
Lo ya indicado mantendrá los litigios judiciales a propósito de lo justificado o no de las alzas del plan. En suma: nada de salir del principio de que quien se enferma asume la mayor parte del costo de su tratamiento, o bien no recibe atención adecuada en un sistema público que seguirá concentrando la mayor parte de población con mayores riesgos (personas de mayor edad y/o con enfermedades previas) y con menos recursos, aunque como vimos el sector público produce buenos resultados acumulados, atendiendo al 80% de la población gracias a sus mal pagados equipos de salud.
En aquellos países que garantizan la atención de salud ocurre muy distinto: opera el principio de solidaridad a lo largo del tiempo según el cual todos, mediante las cotizaciones e impuestos, empezando por los más sanos y más jóvenes, financian a los que en un momento dado están enfermos.
Existe aún un severo problema de diferencia de acceso y cobertura para ricos y pobres en materia de salud en Chile. La privatización del aseguramiento y de la provisión de atenciones en salud ha sido una de las características de las reformas de los años ochenta en Chile. Se mantuvo la cotización obligatoria, pero el usuario puede asegurarse con el sector público (FONASA) – y su red de prestadores que se organiza en 29 Servicios de Salud que administran los cerca de 200 hospitales de diversa complejidad en donde se brinda atención a los usuarios del sistema público, con frecuentes restricciones de oferta, incomodidades para los pacientes y listas de espera, mientras la Atención Primaria está a cargo de la administración municipal (350 centros de salud familiar)- o bien con seguros privados (Isapres), en un mercado oligopólico integrado verticalmente… en tanto se disponga de recursos suficientes y se sea aceptado por éstos, es decir no se tenga enfermedades preexistentes. La consecuencia es un sistema dual. Los seguros privados no ofrecen programas homogéneos y abarcan cerca de 20% de la población.
Sucesivas reformas han limitado en el margen la capacidad discriminatoria de los seguros privados, mientras se ha establecido desde 2004 un sistema de acceso a un cierto número de prestaciones con garantía universal.
La incertidumbre sobre el estado de salud futura constituye para toda persona la justificación primera para contratar un seguro médico. El mecanismo de mutualización de los riesgos es el fundamento de los mercados de seguros. Siendo la distribución global de los riesgos en una población bastante conocida, el seguro reparte el costo total esperado sobre el conjunto de los individuos asegurados.
En materia de seguros médicos, dos principios se oponen respecto a la manera de realizar ese reparto. El principio del seguro (o de neutralidad actuarial) vincula las primas (o las cotizaciones) individuales al riesgo esperado, y el principio de solidaridad, que desconecta las primas de los riesgos individuales y los vincula a características observables como el ingreso. El principio del seguro es aplicado por las aseguradoras privadas (salvo cuando la regulación pública impone primas uniformes).
Valga consignar que el principio de solidaridad es la base de los seguros sociales o públicos de origen europeo, tanto en el modelo alemán heredado de Bismarck hacia 1880 (financiamiento por cotizaciones salariales obligatorias) o el modelo británico inspirado por Beveridge hacia 1940 (financiamiento por el impuesto). Los seguros médicos, como toda actividad aseguradora, están confrontados al problema de que solo los individuos de alto riesgo se aseguren, mientras los de bajo riesgo prefieran no hacerlo en razón de un costo del seguro fundado sobre un riesgo promedio más importante que el suyo propio.
En aquellas condiciones, el seguro no es viable financieramente o bien debe incrementar las primas y limitar el mercado. Si además el seguro logra informarse sobre los riesgos por clase de edad o grupo social, o incluso los riesgos individuales, y no se compromete en un seguro a largo plazo, explota su adquisición de información excluyendo los altos riesgos o imponiéndoles cotizaciones prohibitivas. Como el riesgo de transformarse en mal riesgo no es asegurable, las compañías no pueden ofrecer un seguro a largo plazo y van a seleccionar los riesgos y no cubrir a los que más lo necesitan. El mercado funciona mal o simplemente desaparece para una parte de la población.
La idea de que todo ciudadano pueda tener acceso a un nivel adecuado de cuidados independientemente de su ingreso parece universalmente admitida, salvo en pocos países entre los que se incluye Chile. El seguro médico privado de tipo actuarial reparte los riesgos entre una misma clase de ellos. En cambio, un seguro en el que las primas son independientes del riesgo individual los reparte entre distintas categorías. Esta solidaridad entre pequeños y grandes consumidores de cuidados es de naturaleza redistributiva y conforme al principio de equidad.
Desde el punto de vista de la equidad, las condiciones de acceso al seguro médico deben ser independientes del estado de salud y del riesgo esperado. El Estado debe intervenir produciendo por sí mismo el seguro, mutualizando los riesgos, o imponiendo reglas de cálculo de las primas y tasas de cobertura a compañías privadas conformes a este principio. Sólo un seguro obligatorio en condiciones de prima y de cobertura independientemente del estado de salud puede asegurar un trato equitativo de los asegurados, la eficacia del mercado, el seguro a largo plazo e impedir la expulsión de los riesgos altos.
Un sistema de seguro universal público obligatorio tiene ventajas evidentes en materia de eficiencia y equidad si es financiado por cotizaciones proporcionales al ingreso (sólo restringirlo a los salarios no es equitativo), dando derecho al acceso a prestaciones médicas cuyos gastos son cubiertos por el seguro junto a otro variable según la magnitud del gasto (hasta llegar a 0% para las enfermedades de alto costo) para morigerar el riesgo de sobre consumo. Las primas se desconectan así del riesgo individual y permiten una mutualización del riesgo sobre la base de que los que más ganan contribuyen más que los que menos en términos absolutos y los que gozan de buena salud financian a los que se enferman, con la certeza de que lo propio les ocurrirá si tienen un episodio de enfermedad.
La evolución del sistema de salud chileno debe permitir muy mayores grados de equidad en el acceso a la prevención y la atenciones de salud, en el contexto de un cambio del sistema de incentivos a los prestadores que promueva la salud preventiva y la primacía del nivel primario de atención.
Lo que no es aceptable es que se mantenga un sistema dual de salud que consagra una desigualdad manifiesta, en circunstancias en que la investigación reciente recalca que “mientras más se acerca un país a un sistema de cobertura universal en el que pocos gastos de salud son de cargo del paciente, más las personas morirán a una edad similar, cualesquiera sean sus condiciones económicas y sociales” y que “el ejemplo (o más bien contraejemplo) norteamericano es particularmente ilustrativo: la medicina es allí esencialmente privada y las desigualdades ante la muerte son muy fuertes”.
Un Fondo Solidario en Salud que reúna las cotizaciones obligatorias, sin perjuicio de un aseguramiento privado complementario que financie el acceso a clínicas y atenciones privadas, debe corregir el mayor riesgo de los cotizantes en el seguro público y utilizarlo para aumentar las garantías de atención en la salud pública que atiende a la inmensa mayoría de la población, que ya abarca el 70% de las patologías, además de reforzar la salud pública primaria y preventiva, que sigue siendo la mejor inversión posible en salud.
El cambio en el modelo de atención es indispensable para evitar las enfermedades graves, y caras, que resultan de la ausencia de una intervención oportuna ante enfermedades crónicas, considerando los hábitos de vida.
Una futura reforma estructural al sistema de salud deberá abordar sucesivas etapas en un proceso progresivo de ampliación de garantías de atención, como lo fue la reforma iniciada en 1952 y que tan buenos resultados produjo para reducir las enfermedades infecciosas y la mortalidad infantil.
Su objetivo será reforzar los aumentos de la esperanza de vida al nacer (se han ganado 8 años desde 1990), contener los costos de la incorporación de tecnología crecientemente sofisticada y aumentar la igualdad frente a la prevención en salud y ante la enfermedad en las nuevas condiciones de envejecimiento progresivo de la población.
Si el país aspira a hacer más igualitaria la atención de salud independientemente de la condición socioeconómica de las personas – no habiendo nada que justifique lo contrario- y que su calidad sea en lo sustancial similar para todos, entonces se debe crear un seguro universal público obligatorio que termine con la fractura social actual, sin perjuicio de una oferta pública y privada de prestaciones diversificada e integrada y de un mercado de seguros privados complementarios, sin capacidad de limitar la oportunidad y calidad de las prestaciones médicas, las que deben ser universalmente garantizadas independientemente de la capacidad de pago. El gobierno debe asimismo mejorar su capacidad de regular y supervisar el sector de prestaciones privadas y mejorar el control y la eficiencia de la oferta pública.
Esto supone buscar nuevas formas de financiamiento, como extender la cotización salarial del 7% al resto de los ingresos para financiar adecuadamente el seguro común, en un país en el que el 30% del trabajo asalariado es informal y en el que los ingresos del capital superan con creces los del trabajo.
Un buen sistema de salud universal no es gratis, más aún es bastante caro, pero vale la pena avanzar (por ejemplo tomando lo mejor de esquemas como el británico, el francés o el español), especialmente si la contribución de cada cual es equitativa y si las prestaciones van a todos quienes las necesitan. No hay nada que iguale más a los seres humanos que la enfermedad y el acompañamiento médico, ante lo cual todos merecen, independientemente de su condición social y en el contexto de los recursos de los que dispone la sociedad, una atención digna.