Las declaraciones del senador comunista Daniel Núñez, quien textualmente manifestó que «el Gobierno tiene que convocar a la presión social de la ciudadanía para sacar adelante las reformas”[1], las cuales fueron asentidas por algunos dirigentes del Frente Amplio, provocaron alarma e inusitadas reacciones de otros sectores políticos. Desde la derecha, cuyo bloqueo a aquellas reformas es el motivo de tales dichos senatoriales, se manifestó que éstos son “una clara muestra de la actitud antidemocrática que suele tener el Partido Comunista”[2] y la precandidata presidencial Evelyn Matthei llegó a decir que el llamado de Núñez “puede llevar a un estallido social”[3].
También, en la centro izquierda y en el propio gobierno el planteamiento mereció prevenciones, en un doble sentido: desde los partidos, se objetó su oportunidad, enfatizando que la prioridad sería “recuperar el diálogo y los acuerdos para sacar adelante las reformas”[4], mientras que el Ejecutivo manifestó que, aunque “los acuerdos son con la política y también con la ciudadanía”, al gobierno no le corresponde convocar al ejercicio de presión social”.[5]
Asimismo, desde ese peculiar ámbito académico-periodístico compuesto por columnistas cuya autoridad emanaría de su conocimiento científico, hubo una seguidilla de reacciones caracterizadas por un notable abandono de la teoría política democrática contemporánea que legitima la presión social. En homenaje al rigor intelectual, nos parece necesario establecer si esa presión sobre el poder político es o no una aberración nociva para la democracia.
Contrariamente a lo que se ha propagado en estos días, la presión social es un fenómeno recurrentemente aceptado en la teoría política e, incluso, en el Derecho positivo, a condición de que se ejerza pacíficamente y de acuerdo a los parámetros legales. Por ello, los grupos de presión, que pueden ser más o menos amplios, constituyen una fuerza política reconocida por todos los autores, en cuanto sujeto colectivo que actúa, principalmente, en la denominada “fase arquitectónica de la política”, aquella en que los gobiernos deben materializar las propuestas planteadas a la ciudadanía. De ello se infiere que el rol de los grupos de presión aumenta cuando existen dificultades para la materialización de aquellas propuestas, como ocurre en nuestro país, en relación con áreas tan sensibles para la ciudadanía como son la seguridad social y la salubridad pública.
El cometido que, unánimemente, se reconoce a los grupos de presión es el de ejercer influencia sobre los poderes públicos, principalmente los órganos legislativo y ejecutivo, para obtener decisiones favorables a sus ideas, intereses o derechos[6]. Esta es una legitimación que se les otorga a la par de los partidos políticos, los grupos de interés, el lobby y la opinión pública. Según Georges Burdeau, es natural que esa “verdadera constelación de poderes” que constituye la sociedad política “englobe una gran variedad de agrupaciones”, cuya existencia, sin embargo, “no llega a afectar la situación de quienes tienen la autoridad política” [7], toda vez que en éstos reside la decisión final sobre la pretensión del grupo de presión. A quienes recelan de la presión social porque la consideran una amenaza a la paz, habrá que responder que si algo puede generar mayormente esta amenaza es, precisamente, en sistemas que consagran la representación política basada en el sufragio universal, desatender la expresión colectiva de las preferencias y reclamos ciudadanos en los periodos inter-electorales[8].
También estas consideraciones tienen su correlato ético-político en la moderna concepción del sistema político democrático. Al decir de autores tan reconocidos como Bobbio, puesto que la democracia apunta a tomar “decisiones que se refieren a toda una colectividad con el mayor consenso posible de las personas a las que estas decisiones se aplicarán”[9], es indispensable abrir todas las posibilidades de expresión activa. El mismo autor agrega que si “los grupos se han vuelto cada vez más los sujetos políticamente relevantes (…) y, cada vez menos, los individuos”, de modo que crecientemente son “los grupos los protagonistas de la vida política”[10], es incontestable que aquellas posibilidades deben poder ser ejercidas colectivamente. Esto se halla en concordancia con lo expresado por otro de los más prominentes pensadores contemporáneos, Robert Dahl[11], para quien la democracia auténtica exige la inclusión de todos los grupos actuantes en el proceso de adopción de las decisiones políticas y legislativas.
En consecuencia, salvo observaciones sobre su oportunidad política o sobre el rol que corresponde al Gobierno, las declaraciones del senador Núñez no debiesen causar el estupor que manifiestan algunos políticos.
Con todo, a mi juicio, causa asombro que destacados miembros del “periodismo ilustrado”, ese que recurre al prestigio intelectual de un académico, hayan prescindido totalmente de la teoría científica y jurídica sobre la presión social y los grupos que la ejercen. Destaca, al respecto, el columnista de El Mercurio Carlos Peña, asiduo citador de autores, quien manifestó que “esas declaraciones (del senador) deben ser rechazadas porque son, ni más ni menos, que una desvalorización de las instituciones”[12].
En parte alguna de sus dichos el senador Núñez sostuvo que la presión social tendría por objeto imponer decisiones -por ejemplo, sobre la reforma de pensiones- al margen del Congreso, sino solo influir sobre él para lograr una determinada solución legislativa, Pero Peña lo acusa de aspirar “a torcer la voluntad de la mayoría política”..
Aunque es claro que, objetivamente, lo planteado por el parlamentario persigue obtener resultados propios del proceso democrático en la sede legislativa, Peña insiste, sin otro fundamento que una sospecha subjetiva, en que el senador pretende “sustituir el resultado del proceso democrático”. Limitando conceptualmente la democracia a los actos eleccionarios y omitiendo la enseñanza de la Ciencia Política contemporánea, el columnista asegura que un llamado a la presión social implicaría que los grupos de presión impongan por la fuerza “lo que no lograron en las urnas mediante el voto”
Pero ¿qué es lo que lograron o no lograron en las urnas los electores de Boric, salvo elegirlo para la presidencia?
Porque si, además, se estima que lograron la aprobación de un programa, estarían, según Carlos Peña, en condiciones de pugnar por su pleno cumplimiento y tampoco existiría motivo para censurar al senador Núñez. En procesos democráticos tan dinámicos como los que vive nuestro país, resulta muy difícil responder aquella pregunta, toda vez que “test final a la hora de averiguar la voluntad del soberano”, como califica Peña a las elecciones, no reviste tal carácter “final”, en cuanto se refiere a las políticas, ni puede por tanto inhibir jurídicamente la presión social, máxime si los electos, una vez en ejercicio de sus cargos, pueden independizarse de los intereses sustantivos de sus electores. Esta postura peca de un idealismo liberal, que no habíamos leído en otras columnas del rector, muy propio de la doctrina vigente en la época portaliana que acusaba como anarquía cualquier expresión de la voluntad popular en una sede diferente al Gobierno o al Congreso.
De otro lado, la experiencia histórica contemporánea demuestra que los sistemas democráticos consolidados promueven y recogen la presión social legítima de grupos de presión muy amplios, para la adopción de decisiones que afectan a la sociedad en su conjunto. Para comprobarlo, podemos recordar en qué medida el cambio de moneda en Inglaterra, de la libra esterlina por el euro, en la década de los dos mil, fue producto de tal presión y que fue el propio primer ministro Tony Blair quien entonces “convocó” a tal presión social.
En un plano más general, en los años sesenta de América Latina, fueron importantes grupos de presión, a escala local o nacional, los que pugnaron por las reformas agraria, el acceso a la vivienda o servicios de agua potable y saneamiento. Y posteriormente, fueron grupos de presión conservadores los que batallaron por la reducción de los tributos, el rechazo a los migrantes o la oposición al aborto. Independientemente de su justedad, ninguna de estas acciones fue considerada una imposición antidemocrática o antijurídica.
Análogo ejercicio de la fuerza de los grupos de presión acaeció con frecuencia en Chile, bajo los gobiernos democráticos de Arturo Alessandri, Aguirre Cerda, Frei Montalva y Salvador Allende. Quizá, debido a las circunstancias, marcadas por la presencia de Pinochet al mando del Ejército, fue bajo los gobiernos de la Concertación que se procuró inhibir la presión de los actores sociales, con consecuencias que han sido analizadas a partir de Octubre de 2019. Toda esta experiencia muestra también que la presión social, en diversos sentidos, ha sido manifestación del pluralismo, que implica superación de la concentración del poder propia de los estados oligárquicos[13].
En consecuencia, lo que debiese ser rechazado con vigor es la pretensión de restar legitimidad democrática a cualquier presión social ejercida sobre las autoridades del Estado, si es de carácter no violento y se adecua a las normas jurídicas. Distinto es apreciar la oportunidad y conveniencia política de ejercer tal presión, lo cual depende de las circunstancias, que son cambiantes, y también de cuáles son los proyectos de los gobernantes y la respuesta de la oposición.
En un ejercicio de comprensión hacia la alarma de los derechistas ante las declaraciones del senador Núñez, es posible inducir que su anticomunismo dogmático los conduce a la convicción de que los comunistas estarían promoviendo un fenómeno análogo, en sus consecuencias negativas, al estallido social de 2019, ese que habría planificado desde la sombra. Ello correspondería a la perversión sustantiva que, según lo conciben, poseería este partido político, sin importarles cómo tal pretensión podría afectar al actual gobierno… Por su parte, en el caso de los críticos de centro izquierda, habría que atribuir su reproche a un criterio de oportunidad, según el cual, realizando esfuerzos políticos en la cúpula, será posible obtener de la derecha aquiescencia a las reformas propuestas por el Gobierno, siendo contraproducente cualquier forma de movilización o presión social, que en cierto grado identifican con la violencia.
El tiempo dirá quién tenía la razón.
[1] El Mercurio, Santiago, 25 de Marzo de 2024
[2] www.lanacion.cl 26 de marzo de 2024.
[3] La Tercera, 26 de marzo de 2024.
[4] Diputado PPD Raúl Soto, www.eldinamo.cl 26 de marzo de 2024.
[5] Subsecretario del Interior, Manuel Monsalve, www.eldinamo.cl 26 de marzo de 2024.
[6] Lucas Verdú, Pablo, Principios de Ciencia Política. Ed. Tecnos, Madrid 1964, Tomo III p. 139.
[7] Burdeau, Georges, Método de la Ciencia Política, Ed. Depalma, Buenos Aires, 1964, p.203.
[8] Dahl, Robert A. A preface to democratic theory: How does popular sovereignty function in America? (Chicago: University of Chicago Press, 1956).
[9] Bobbio, Norberto, “Democracia y pluralismo”, Revista de ciencia política PUC, Vol. 8, N°. 1y 2 (1986), p.127
[10] Bobbio, Norberto, El futuro de la democracia, Ed. FCE México,1986, P.29.
[11] Robert Dahl, Poliarquía, participación y oposición, Yale University Press, New Haven, 1971, 257 páginas.
[12] El Mercurio de Valparaíso, 27 de marzo de 2024.
[13] Dávila, Consuelo y Orozco, José Luis, Breviario político de la globalización, UNAM FONTAMARA, México, 1997, p. 364 y ss.
2 comments
Excelente artículo
Como siempre, un análisis claro y bien fundamentado