“El peligro de un enfrentamiento entre la mayoría ciudadana, sin armas, y los fuertes núcleos paramilitares organizados por sectores de la Unidad Popular, que habían estructurado un plan para asesinar autoridades civiles y militares y alcanzar así todo el poder, hacían urgente el cumplimiento, por parte de las Fuerzas Armadas y Carabineros, de su obligación fundamental de salvar la integridad de la patria”. (Ismael Huerta, Canciller de la dictadura /octubre 1973).
Casi treinta años después, el 10 de agosto de 2003, el exministro del régimen civil militar, Sergio Onofre Jarpa, justificaba el golpe de Estado en conversación con El Mercurio.
¿Con todo lo que hubo…volvería a estar a favor de la intervención militar?
Jarpa: Desde luego. Y con la experiencia que tenemos, algunas cosas se habrían hecho de manera distinta. Por ejemplo, deberíamos haber actuado antes, haber intervenido cuando se proclamó la lucha armada el año 1967.
¿Llama enfrentamientos a lo de Lonquén, de la calle Conferencia, los degollados?”
Jarpa: Esos son casos específicos, deben ser juzgados de acuerdo con las leyes.
El asesinato del general Schneider, ¿lo hizo la extrema derecha?
Jarpa: Esa era una imbecilidad.
Los tipos locos. Nunca faltan los locos. Una torpeza.
“Poco después del golpe se anunció que las Fuerza Armadas habían actuado para impedir que el gobierno de Allende llevara a cabo el plan Z concebido para asesinar a gran cantidad de oficiales en la Parada Militar del 19 de septiembre de 1973. Y, sin embargo, de acuerdo con los propios voceros militares, el plan Z sólo se descubrió después del golpe. Si acaso el plan fue efectivamente uno de tantos planes concebidos por un gran número de pequeños grupos (este plan Z también incluía el asesinato del propio Allende, cuestionando así, la versión de los militares que aducían que era el gobierno el que preparaba la acción), o bien una invención, fue utilizado para infundir miedo en el Ejército. Altos dirigentes del Partido Demócrata Cristiano que apoyaron el golpe militar cuando éste tuvo lugar señalaron al autor que ellos no dudaban que el plan Z era una invención”. (“El Quiebre de la Democracia en Chile”, pgs.280-281, Arturo Valenzuela).
Los partidarios de la dictadura justifican las violaciones a los derechos de miles de chilenas y chilenos por la violencia que “trajimos al país” y que, según Jarpa, fue proclamada por algunos sectores de la izquierda el año 1967.
Aquella argumentación refiere al texto del voto político del XXII Congreso del Partido Socialista, el 26 de noviembre de 1967, cuando señalaba “la violencia revolucionaria es inevitable y legítima. Resulta necesariamente del carácter represivo y armado del estado de clase. Constituye la única vía que conduce a la toma del poder político y económico y, a su ulterior defensa y fortalecimiento. Solo destruyendo el aparato burocrático y militar del estado burgués, puede consolidarse la revolución socialista (…)
Las formas pacíficas o legales de lucha (reivindicativas, ideológicas, electorales, etc.) no conducen por si mismas al poder. El Partido Socialista las considera como instrumentos limitados de acción, incorporados al proceso político que nos lleva a la lucha armada”.
Demás esta decir, en referencia a la consecuencia de esos postulados del citado voto político, que nunca el Partido Socialista pasó de la palabra a los hechos. Por el contrario, sería la “vía pacífica y electoral” la que conduciría a Allende y a la Unidad Popular al gobierno.
Con todo ¿dónde está el origen de la violencia que, según la derecha, justifica lo acontecido desde el 11 de septiembre de 1973?
No parece necesario remontarse a muy pretéritas manifestaciones de violencia social en nuestro país que, entre otras, arrojan un levantamiento militar y guerra civil contra el gobierno constitucional de José Manuel Balmaceda; matanzas obreras y campesinas de principios del siglo pasado y durante buena parte de él.
Pero sí cabe señalar que esas manifestaciones permiten mostrar a una clase dominante que en nuestro país nunca ha tenido el más mínimo escrúpulo en recurrir a medios violentos en defensa de sus intereses.
El origen de la violencia de 1973 reside, entre muchos otros hechos, en la frenética reacción de los latifundistas que por medio de la fuerza, al margen de la Constitución y las leyes vigentes de la época, intentaron impedir la implementación de la Ley de Reforma Agraria, apalearon y despidieron sin causa justificada a miles de asalariados agrícolas; procuraron impedir la toma de posesión de los predios, reprimiendo a funcionarios de CORA e INDAP, incluso llegando al asesinato del funcionario del agro de Linares, Hernán Mery. Cabe recordar que la ley de Reforma Agraria se aprobó en julio de 1967, algunos meses antes de la proclama socialista.
Pero la expresión de violencia arranca antes. En la obra “Chile en el siglo XX” se registra que el Senador Francisco Bulnes declaraba en julio de 1966: ”De aquí a tres años, el campo chileno, por lo tanto el país, va a estar en la anarquía. Esta Reforma Agraria parece haber sido realizada por locos; fundada en ilusiones, creadora de un régimen jurídico que nadie entiende y dirigida a la anarquía”
La virulenta oposición de la derecha al gobierno de Frei Montalva se manifestaría tanbién en el “tacnazo”, expresión militarista acaudillada por el general Roberto Viaux, en octubre de 1969, es decir, casi un año antes de la elección presidencial de 1970.
Como es sabido, la escalada violentista de la derecha, previa al golpe de estado del 73, se expresó en una intentona golpista, también protagonizada por Viaux, en la que un grupo de conspiradores, tras un intento de secuestro, asesinaron al comandante en jefe del Ejército, René Schneider.
“Las investigaciones realizadas permitieron establecer que tanto los ejecutantes como los ideólogos pertenecían a un grupo de extrema derecha. Su intención había sido evitar que Allende asumiera la Presidencia de la República, precipitando un golpe militar”. (“Chile en el siglo XX”)
Jarpa dice “nunca faltan los locos”. Pareciera conveniente a su lógica atribuir acciones racionales del poder a la degeneración de personalidades para eludir las propias responsabilidades. En esa mirada el asesinato del comandante en jefe del Ejército puede ser equivalente a una proclama verbal de la violencia, aunque ésta nunca se haya traducido en hechos similares.
Tampoco “los locos”, por muy locos que sean, actúan fuera de contexto. El asesinato del general Schneider se realizó bajo las circunstancias de incertidumbre propiciada por la derecha para que el Congreso Nacional eligiera al derrotado Jorge Alessandri como presidente, en lugar de ratificar el triunfo de Allende en las urnas, con el propósito frustrado de la irrupción del Ejército en la escena política.
Es cierto que en los años siguientes grupos ultraizquierdistas desplegaron múltiples manifestaciones que, unidas a su extremismo verbal, provocaron altos grados de amedrentamiento y sensación de inseguridad. La reacción de la derecha estimulando la paralización del país y colapso del gobierno constitucional a través de creciente violencia, alentó y derivó en el terrorismo explícito cuya expresión más evidente fue el asesinato del comandante Arturo Araya, edecán del presidente Salvador Allende, con los mismos propósitos del crimen en 1970 contra el general Schneider.
El clima de perturbación social alcanzó un nivel todavía mayor con el intento golpista del “tancazo” de julio-1973, desbaratado por la consecuencia constitucionalista del comandante en jefe del Ejército, General Carlos Prats.
Así se desplegaba una sucesión sistemática de actos violentos por parte de la derecha, con el expreso propósito de provocar el colapso del gobierno popular y abrir paso al golpe de estado de septiembre de 1973.
La justificación imposible
Aún sectores de la derecha defienden el autodenominado “pronunciamiento” del 11 de septiembre como natural corolario de un Acuerdo de la Cámara de diputados del 23 de agosto de 1973.
Un pretexto doblemente falso. Primero porque lo que demandaba de las autoridades legítimas era “poner inmediato término a todas las situaciones de hecho referidas que infringen la Constitución y las leyes, con el fin de encauzar la acción gubernativa por las vias del Derecho y asegurar el orden constitucional de nuestra patria y las bases esenciales de convivencia democrática entre los chilenos”. Contrariamente a los considerandos de ese acuerdo, al 11 de septiembre funcionaban todas las instituciones democráticas y las autoridades de los órganos respectivos del estado eran elegidas por sufragio universal; existía libertad de prensa e información; de asociación, reunión, expresión y tránsito; garantías constitucionales para la libertad e integridad de las personas; ningún chileno podía ser detenido, interrogado o encarcelado sin orden judicial competente y no se practicaban el asesinato político, la tortura, la desaparición de personas. El Parlamento actuaba normalmente, tal cual lo prueba este propio acuerdo, pero luego sería clausurado… ¡hasta nueva orden!
Segundo, más revelador aún, porque como se supo después, por boca de los mismos cabecillas del golpe, preparaban su “gesta” desde junio-julio, mientras Pinochet acomodaba su versión situando los preparativos en abril del 73, aun cuando el General Gustavo Leigh, en declaraciones al corresponsal del Corriere della Sera, afirmaría que “iniciamos los preparativos para el derrocamiento de Allende en marzo de 1973, inmediatamente después de las elecciones parlamentarias”, es decir, a lo menos cinco meses antes del acuerdo de la Cámara.
Bien se puede aplicar entonces que “a confesión de partes relevo de pruebas”. Sin olvidar que para Jarpa “con la experiencia que tenemos, algunas cosas se habrían hecho de manera distinta…deberíamos haber actuado antes, haber intervenido cuando se proclamó la lucha armada el año 1967”.
La historia es bastante conocida, y para encubrir los intereses que están detrás de los acontecimientos, la derecha y sus ideólogos han debido realizar supremos esfuerzos para distorsionarla y escamotear la verdad de los hechos, hipocresía mediante.
El papel pareciera soportar cualquier acomodo. Recordemos que el punto 3 del primer bando emitido por los golpistas señalaba: los trabajadores de Chile pueden tener la seguridad de que las conquistas económicas y sociales que han alcanzado hasta la fecha no sufrirán modificaciones en lo fundamental.
Pero como se sabe el proceso de concentración de la riqueza en las últimas décadas no ocurre en virtud de las pérdidas y ganancias de fuerzas que concurren libremente al mercado, sino que ese proceso fue desencadenado a sangre y fuego por la dictadura.
En él tuvo muy poco que ver la imaginación, capacidad emprendedora y “audacia” del empresariado monopolista, como no fueran las indispensables para tomar por asalto los salarios, los derechos de los sindicatos, la tasa de ganancia de pequeños y medianos empresarios y la propiedad de las empresas públicas.
El imaginativo “historiador” Gonzalo Vial sostiene que Allende y la UP “elaboraron un plan maestro. No fue precisamento secreto, sino reservado…no era lógico dar al enemigo un aviso claro de la táctica unipopular. En este plan, veremos, la Asamblea del Pueblo o Cámara Unica “constituía un elemento clave, imprescindible”.
Este tal “plan maestro” es un invento fruto de la imaginación del “historiador”, la Cámara Unica era un objetivo explícito del Programa de la Unidad Popular, por lo que no tenía nada de reservado, así como en el plano institucional era y es tan legítimo como cualquier otro punto de vista respecto del ordenamiento constitucional.
Lo que debe llamar la atención no es la fértil imaginación de Vial sino el hecho que ellos instauraron una “cámara única” y la ejercieron durante 17 años, con la diferencia que nadie los eligió.
En suma, la violencia ha sido la práctica recurrente de las clases dominantes en nuestro país que alcanzó su expresión máxima con el golpe de estado y la conveniente sumisión de las FFAA al servicio de sus minoritarios intereses.