Lo primero que me impresionó de la república de El Salvador cuando en estos cercanos años del 2018 y con ocasión de trabajar allí en un proyecto de cooperación para el desarrollo municipal fue la similitud orográfica con Chile. Cuando recorría ese pequeño país centroamericano, a ratos me parecía como una réplica en miniatura del sur de Chile, pues se encontraba jalonado de volcanes y lagos que lo cruzaban en toda su extensión. También me impresionó la ingenuidad e inocencia de sus habitantes cuando hablaban y se expresaban.
Bailaban con ritmo y gracia como todos los centros americanos, pero los salvadoreños parecían provenientes de un seminario apostólico. Era raro escucharlos hablar con palabras altisonantes y groseras o mostrarse muy efusivos.
El lenguaje no carecía de expresiones piadosas como el recurrido “primero Dios” que sustituía nuestro “si Dios quiere”, pero el primero me parecía dicho con mayor convicción y énfasis. Los salvadoreños son, sin duda, uno de los pueblos más religiosos que he conocido. También me parecieron amables y cariñosos. Acogedores y solidarios, tengo que reconocer que se ganaron un trocito de mi corazón rápido y para siempre. Guardo para con el equipo que trabajé no solo cariño y buenos recuerdos sino también una admiración sincera por su capacidad de trabajo y compromiso.
Tengo que decir también que había en El Salvador un pedazo de mi historia que era completamente desconocida para mis interlocutores. En la convulsa década de los ochenta en América Latina allí se vivieron una de las páginas más sangrientas del continente.
En esa sangre derramada, estaba la de los pobres y de la iglesia de los pobres como la del obispo de El Salvador Arnulfo Romero, asesinado por los fascistas salvadoreños mientras decía misa y consagraba el cáliz. Para mi padre y sus amigos de la teología de la liberación el obispo era un santo antes de que la iglesia lo reconociera como tal. No olvidaré jamás a esas religiosas que se despidieron de sus amigos y hermanos españoles en una misa a la que asistí en España junto a la comunidad cristiana que los acompañaba. Una de ellas temblaba al lado mío. Poco tiempo después varias de ellas eran asesinadas también junto al jesuita español Ignacio Ellacuría. Por eso, y sin que mis interlocutores lo supieran, fui a conocer la pequeña iglesia donde el obispo de los pobres murió y la catedral de El Salvador donde se le conmemora.
Con esa carga histórica realizaba mi trabajo de asesoría con los ojos y los oídos abiertos a diferentes mundos, y distintas perspectivas. Y, probablemente por eso, intentaba comprender la asimetría de esas gentes cariñosas y amables en su trato cotidiano y la crueldad de una guerra fratricida que había costado más de setenta mil muertos y más de ocho mil desaparecidos, lo que impacta más si consideramos que se trata de un país cuya población en su territorio es poco más de seis millones de personas. Esta última distinción no es menor: El Salvador tiene más de dos millones de habitantes en EEUU y el país es tan pequeño que si regresaran todos, ellos dicen que no cabrían.
La guerra civil no terminó como la mayoría de las guerras acaban, es decir por la derrota de unos y la victoria de los contrarios. Más bien acabó, precisamente, porque ninguno de los bandos pudo exterminar al otro y la especial coyuntura de principios de los años noventa (el 17 de enero de 1992) hizo que por una parte que la Cuba del período especial impidió a Fidel seguir apoyando las guerrillas salvadoreñas y por otro el declive de los republicanos y la amenaza de un próximo arribo de Bill Clinton a la Casa Blanca y la particular influencia que los jesuitas tenían en Hilary, y la consiguiente desconfianza y antipatía con los militares salvadoreños, impidió que las Fuerzas Armadas de ese país tuviesen el financiamiento de EEUU para consumar el exterminio. Así fracasó la ofensiva final del Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN) y la reacción sangrienta del gobierno de ultraderecha para derrotarlo. Esa fue la oportunidad que con habilidad y trabajo tesonero Javier Pérez de Cuéllar, por entonces secretario general de la ONU y varios países, como México, Venezuela, y otros, además de las organizaciones de la socialdemocracia europea aprovecharon para buscar los senderos de la paz, y lo consiguieron. Y contra toda experiencia previa el acuerdo significó entre otras cosas la integración de los bandos enemigos en las fuerzas armadas y órganos de seguridad del país.
Y del mismo modo en que se repartieron las fuerzas armadas se repartieron también la política. De hecho, al poco tiempo, existía una suerte de alternancia en el poder entre el partido del autor intelectual del asesinato del obispo Romero, Roberto d’Aubuisson, un militar fascista y psicópata responsable de los escuadrones de la muerte ya fallecido, ARENA (Alianza Republicana Nacionalista) y el FMNL, heredero de las guerrillas. Eso explica, que allí, gobernaran alternativamente, por más de una década, los extremos políticos.
Como fuera que el acuerdo de paz de Chapultepec de principios del 1992 no había resuelto las contradicciones de una sociedad atravesada por las desigualdades y la pobreza, al poco tiempo, entró a la fiesta como invitado de honor la infaltable dama de los procesos políticos en los estados fallidos: la corrupción. Esta participaba de los gobiernos municipales de unos y otros y alimentaba el desprestigio y la ilegitimidad de la política en general. Pero, además de la corrupción, había un factor que tenía que ver con aquello, que como todos los procesos en descomposición comienzan por ser marginales y acaban por convertirse en un dato de la causa y que determina la suerte de los demás factores en juego: Las Maras. O sea, las mafias que, como producto de la emigración de los salvadoreños a Estados Unidos (en gran parte provocada por la Guerra Civil) y el maltrato y discriminación sufrido por los mexicanos y afroamericanos de ese país, acabaron por organizar una pandilla urbana (salvatrucha) que se considera a orgullo de sus líderes como una de las más violentas del mundo.
Así, las pandillas de El Salvador son la perfecta excrecencia de la emigración como factor determinante de la estructura social de la población salvadoreña; la proliferación de extensos grupos marginados y la gran oferta de armas al finalizar la guerrilla. Era sorprendente, para los que no éramos de allí, observar que en las bencineras había guardias armados con AK 47 protegiéndolas. Este mismo armamento proveniente de la guerra era empuñado por jóvenes y niños en las poblaciones marginales del país. Pero Las Maras eran hijas de la emigración y se alimentaban de lo que la guerra había dejado sin resolver: la violencia, la marginalidad, y la pobreza. Muchos de los soldados de las pandillas y casi todos sus líderes provenían de los barrios pobres de Nueva York, desde donde habían sido expulsados o corridos de diferentes formas. Ahora, llegaba el tiempo, en que, de regreso a su país, pero organizados y armados, podían controlar territorios y hacer sentir su influencia en todo el país. Así fue como se transformaron en el otro poder, convirtiéndose en señores de la guerra y asesinos a sueldo, implacables y despiadados y capaces de relativizar los éxitos de unos y otros, areneros y frentistas., porque para ellos representaban más o menos lo mismo: el país al que no pertenecían porque su país estaba donde parte importante del verdadero territorio de El Salvador se encuentra, es decir, en el corazón mismo de EEUU, a donde todo salvadoreño quiere llegar y donde casi todos tienen un lugar donde encontrar un hogar que los acoja.
Nayib Bukele, es, entonces, la síntesis perfecta de todos los problemas sin resolver, especialmente la violencia. Y lo hace sin atender a buscar soluciones integrales, estructurales y profundas. A la violencia de las maras le opone una guerra; -una guerra como la guerra fría con muertes, pero sin declaraciones-. Después de varios éxitos relativos en las municipalidades de Cuscatlán primero y de San Salvador más tarde, este empresario, joven y marketero, ex frentista, propone soluciones rápidas y efectistas. Al poco tiempo de llegar al poder tiene en la cárcel a más de cincuenta mil pandilleros, y aunque las acusaciones de violaciones a los derechos humanos son frecuentes el presidente piensa que no están los tiempos para escrúpulos legalistas. La mayoría de los salvadoreños, cansados de los martirizantes grupos pandilleros en los barrios y la incapacidad de los órganos de seguridad para controlarlos, piensan parecido. Pero todos saben que, es un pacto con el diablo. Porque la violencia que se trata con violencia es como darle a un drogadicto más de la substancia que lo esclaviza. Y, lo que es peor, cuando el crimen se trata con otros crímenes, los pueblos son consumidos por un cinismo inescrupuloso y ya nadie distingue entre la autoridad legítima y el crimen organizado. La peor manera de combatir una mafia es hacerlo con el terrorismo de estado. Y no solo por una cuestión moral sino porque a la larga se impone el apotegma de que el fin justifica los medios.
Habrá que reconocer que de momento los resultados parecen impresionar, pero las políticas efectistas suelen ser como las luces de bengala que después de un corto tiempo de gran claridad sobreviene la oscuridad más profunda. Y vuelta a empezar. Y, probablemente, esto se hará desde un mayor resentimiento, una mayor rabia acumulada, un peor estado de ánimo colectivo, una mayor frustración de una o varias generaciones perdidas en que se condenó a los pobres y excluidos por ser precisamente eso: pobres y excluidos. Y, probablemente también alguien recordará que uno de los más célebres libros jamás escrito El Principito se inspiró en El Salvador y que allí, su autor Antoine de Saint-Exupéry, hace decir a la rosa –probablemente una metáfora de su amor salvadoreño Consuelo Suncín Sandoval Zeceña-: “Es una locura odiar a todas las rosas sólo porque una te pinchó. Renunciar a todos tus sueños sólo porque uno de ellos no se cumplió.”