Cuando escribir es una necesidad vital: Clarice Lispector.

por Karen Punaro Majluf

Hay escritores que llegan a la literatura por necesidad vital. Escribir es para ellos como respirar. Este tipo de autores poseen un trasfondo que inquieta y llevan al lector al borde del abismo, abren una puerta al misterio que se crea cuando la literatura se practica como razón de ser.

Son escritores por naturaleza y viven la literatura como una condena que, casi siempre, cumplen con satisfacción porque son conscientes de que sólo a través de la palabra escrita pueden encontrar el sentido de su existencia. Entre esta clase de escritores se encuentra Clarice Lispector.

La narradora brasileña confiesa que, para ella, escribir “es una maldición porque obliga y arrastra como un vicio penoso del cual es casi imposible librarse, pues nada lo sustituye. Y es una salvación. salva el alma presa, salva a la persona que se siente inútil, salva el día que se vive y que nunca se entiende a menos que se escriba”.

Narrando sin hechos, contando el sentir

Clarice Lispector (1920-1977) siente la necesidad de escribir desde niña, cuando comenzó a enviar cuentos a la página infantil del Diario de Pernambuco. Sin embargo, jamás la publicaban porque “ninguno contaba realmente un cuento con los hechos necesarios para un cuento. Yo leía los que publicaban ellos, y todos relataban un acontecimiento”, explicó la escritora años más tarde al hablar de sus orígenes.

Esa característica de narrar el sentir sin hechos claros para el lector, profundizando la vivencia hace que su narrativa sea compleja y que muchas veces carezca del vocablo exacto: “Hay muchas cosas por decir que no sé cómo decir. Faltan las palabras. Pero me niego a inventar otras nuevas: las que existen deben decir lo que se consigue decir y lo que está prohibido”.

Y si bien su literatura es de introspección, logra sorprender con una narrativa sobria y sencilla (no por ello simplona): “Escribo muy muy desnudo. Por eso hiere (…) No se equivoquen: la sencillez sólo se logra a través del trabajo duro”, comentó Lispector.

Cuando aparece su primera novela, Cerca del corazón salvaje, Lispector –que ya había publicado algunos cuentos y artículos en revistas y periódicos- obtiene el premio Graça Aranha a la mejor novela publicada en 1943 y escritores como Lauro Escorel y Antonio Candido, destacan su arrojo en atreverse a tocar temáticas poco exploradas. Vale preguntarse por qué fue premiada y la respuesta es simple: rompe con lo acostumbrado en la literatura brasileña que es regional y realista, costumbrista y social, como por ejemplo Tierras del sin fin (1943) y San Jorge de los Ilheus (1944) de Jorge Amado (famoso por Doña Flor y sus dos maridos -1966- y Tieta de Agreste -1977).

Ante una manera de escribir tan personal, resulta difícil saber sobre las influencias que haya podido tener la obra de Clarice Lispector. Ella misma confesó que su libro preferido en la infancia fue Reinações de Narizinho, de Monteiro Lobato, y que durante su adolescencia devoró los textos de Rachel de Queiroz, Machado de Assis, Eça de Queiroz, Jack London e incluso a Fedor Dostoievski. Sin embargo, comentó que “entré en contacto con la gran literatura al leer El lobo estepario. De los trece a los catorce años fui germinada por Hermann Hesse.

Ya algo mayor se identifica con Katherine Mansfield, James Joyce, Virginia Wolf y Julien Green. También ha sido comparada con Chéjov, Sartre o Graciliano Ramos y enmarcada dentro de la literatura existencialista.

Si Lispector no tiene la fama que se merece entre la literatura sudamericana es por culpa de Boom Latinoamericano, en donde los brasileños fueron ignorados. Entre los excluidos están João Guimarães Rosa y Clarice Lispector –que podría haber sido el componente femenino de calidad que tanto se echó de menos–. Sus novelas representativas, Gran Sertón: Veredas (1956) y La pasión según G.H. (1964), poseen los hilos narrativos y generacionales necesarios para formar parte del período que hizo explotar la literatura desde sus cimientos.  

El “Amor” de Clarice

Clarice Lispector en un lenguaje simbólico hace real lo introspectivo.

“Un poco cansada, con las compras deformando la nueva bolsa de malla, Ana subió al tranvía. Depositó la bolsa sobre las rodillas y el tranvía comenzó a andar. Entonces se recostó en el asiento en busca de comodidad, con un suspiro casi de satisfacción. Los hijos de Ana eran buenos, una cosa verdadera y jugosa. Crecían, se bañaban, exigían, malcriados, momentos cada vez más completos. La cocina era espaciosa, la estufa descompuesta lanzaba explosiones. El calor era fuerte en el apartamento que estaban pagando poco a poco. Pero el viento golpeando las cortinas que ella misma había cortado recordaba que si quería podía enjugarse la frente, mirando el calmo horizonte”.

El relato comienza con la historia de Ana quien cansada se sube a un micro. Sin razón alguna el narrador comenta que tiene hijos buenos que crecían sin provocarle mayores inconvenientes. Ya es justo que el lector se pregunte si acaso ¿le provocan alegrías?, ¿llevará una vida plana, pero tranquila? Pero no da el tiempo para que el receptor logre captar cuál es el destino de las palabras.

El narrador asume y describe lo que se presenta: una cámara fotográfica toma la posición de aquel que describe lo que enfoca, donde la verdad de la escritura es el ocultamiento de la mentira. Hay un proceso de alejamiento de lo que está siendo escrito en relación al contexto.

“Por caminos torcidos había venido a caer en un destino de mujer, con la sorpresa de caber en él como si ella lo hubiera inventado. El hombre con el que se casó era un hombre de verdad, los hijos que habían tenido eran hijos de verdad. Su juventud anterior le parecía tan extraña como una enfermedad de vida”.

Para Ana, hay una incapacidad de percepci6n del mundo y su sentido. Repite mecánicamente las mismas acciones diarias y la continuidad del día a día las automatiza, hasta el desaparecimiento de la identidad individual. Monotonía es sinónimo de tranquilidad, pero ¿es feliz?

“Lo que le había sucedido a Ana antes de tener su hogar ya estaba para siempre fuera de su alcance: era una exaltación perturbada que muchas veces había confundido con una insoportable felicidad. A cambio de eso, había creado algo al fin comprensible, una vida de adulto. Así lo quiso ella y así lo había escogido”.

Esta “estabilidad” es truncada cuando ve a un ciego parado en una esquina (desequilibrio similar al que siente Fernando protagonista de Sobre héroes y tumbas de Ernesto Sabato). Desde ese momento Ana ya no acepta su mundo y experimenta la pérdida del yo freudiano (es decir de cómo se comporta frente a los demás:

«los huevos se habían quebrado en el paquete de periódicos. Yemas amarillas y viscosas goteaban entre los hilos de la red ….

Fue entonces cuando miró hacia el hombre detenido en la parada. La diferencia entre él y los otros era que él estaba realmente detenido. De pie, sus manos se mantenían extendidas. Era un ciego.

¿Qué otra cosa había hecho que Ana se fijase, erizada de desconfianza? Algo inquietante estaba pasando. Entonces se dio cuenta: el ciego masticaba chicle… Un hombre ciego masticaba chicle”.

Ana ya no camina tranquila por la vida. En cuestión de segundos se siente asqueada y nauseabunda. Le repugna regresar a lo cotidiano, la existencia se le ha fragmentado para siempre entre lo que fue y lo que podría ser. Entre lo establemente aburrido y el incierto devenir.

«La bolsa de malla era áspera entre sus dedos, no íntima como cuando la tejiera. La bolsa había perdido el sentido y estar en un tranvía era un hilo roto; no sabía qué hacer con las compras en el regazo. Y como una extraña música, el mundo recomenzaba a su alrededor. El mal estaba hecho. ¿Por qué? ¿Acaso se había olvidado de que había ciegos? La piedad la sofocaba, y Ana respiraba pesadamente. Aun las cosas que existían antes de lo sucedido ahora estaban cautelosas, tenían un aire hostil, perecedero… El mundo nuevamente se había transformado en un malestar«.

La ruptura de los huevos es la metáfora de su interior quebrado. Su vida habitual es transgredida y no sabe si quiere retornar a ella.

“Lo que llamaba crisis había venido, finalmente. Y su marca era el placer intenso con que ahora miraba las cosas, sufriendo espantada”.

El ciego –ese personaje tan metafórico y difícil de definir por la dualidad entre la ceguera real y la incapacidad de ver la vida- la guía y hace cuestionar la realidad lirica y realidad empírica -lo imaginario de lo real-.

“Mantenía todo en serena comprensión, separaba una persona de las otras, las ropas estaban claramente hechas para ser usadas y se podía elegir en el diario la película de la noche, todo hecho de tal modo que un día sucediera al otro. Y un ciego masticando chicle lo había destrozado todo. A través de la piedad, a Ana le parecía una vida llena de náusea dulce, hasta la boca”.

Es acaso el amor por sus hijos el único hilo –débil- que le queda como conexión con su vida real, pues los recuerda con culpabilidad.

“se irguió con una exclamación de dolor. Tomó el paquete, avanzó por el sendero oscuro y alcanzó la alameda. Casi corría, y vio el Jardín en torno suyo, con su soberbia impersonalidad. Sacudió los portones cerrados, los sacudió apretando la madera áspera. El guardián apareció asustado por no haberla visto.

Hasta que no llegó a la puerta del edificio, le pareció estar al borde del desastre”.

Ese ciego que tanto la perturba representa la mutilación para ella, el existir en una vida en donde no debe ver su realidad para poder soportarla.

“Y por un instante la vida sana que hasta entonces había llevado le pareció una manera moralmente loca de vivir. El niño que se acercó corriendo era un ser de piernas largas y rostro igual al suyo, que corría y la abrazaba. Lo apretó con fuerza, con espanto. Se protegía, trémula. Porque la vida era peligrosa. Ella amaba el mundo, amaba cuanto fuera creado, amaba con repugnancia. Del mismo modo en que siempre se había sentido fascinada por las ostras, con aquel vago sentimiento de asco que la proximidad de la verdad le provocaba, advirtiéndola.

Después, cuando todos se fueron y los chicos estaban acostados, se convirtió en una mujer tosca que miraba por la ventana. La ciudad estaba adormecida y caliente. Y lo que el ciego había desencadenado, ¿cabría en sus días? ¿Cuántos años le llevaría envejecer de nuevo? Cualquier movimiento de ella, y pisaría a uno de los chicos. Pero, con una maldad de amante, parecía aceptar que de la flor saliera el mosquito, que las victorias regias flotasen en la oscuridad del lago. El ciego pendía entre los frutos del Jardín Botánico”.

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