El pintor francés Jules Elie Delaunay (1828 -1891) se inspiró en una visita a la iglesia romana de San Pietro in Vicoli para retratar “Peste en Roma”, un lienzo que refleja la devastación de una feroz pandemia azotada por la desolación y la violencia.
En 1857 el pintor Jules Elje Delaunay comenzó a hacer los primeros esbozos de “Peste en Roma” (1869). Los hizo después de visitar la iglesia de San Pietro in Vicoli y quedar impresionado con un mural de 1476 que muestra el dolor de la peste. Cuando Delaunay hizo la pintura, la plaga formaba parte del pasado romano y a través de la literatura llegó a la leyenda dorada de Jacobo de Voragine que cuenta la historia de San Sebastián. En ella se especifica: «Y entonces apareció visiblemente un buen ángel, que ordenaba al ángel malo, armado de un chuzo, golpear las casas, y cuantas veces una casa recibía de golpes, cuántos muertos habían». Es tan evidente la expresividad del ser alado del cuadro, que Delauney, representante del neoclasicismo francés, famoso por sus retratos y murales, retrata con intensidad y luminosidad la figura de un cuerpo divino que extiende el brazo. La obra refleja el preciso instante en que el ángel bueno le ordena al malo que golpee la puerta de una de las casas, adornada por dos grandes columnas.
La muerte se respira en todo el lienzo de Delauney, la desesperación con que los ángeles tocan la puerta de una casa no necesariamente significa que se trata de buenas nuevas. En la calle las víctimas yacen en el suelo, amontonadas en una esquina con los brazos caídos bajo la penumbra. Otros se refugian al pie de la estatua de Esculapio (Dios romano de la medicina). Sentado en el costado derecho e inferior del cuadro, un hombre, arropado con una manta café, espera la llegada de la muerte con resignación. El suelo de piedra está resquebrajado, como si la ciudad aguardara la inminente llegada del Apocalipsis. Al fondo se encuentra la estatua ecuestre del emperador Marco Aurelio en una metrópoli que agoniza y se hunde. Es el espejo triste de un espacio que antes de la plaga seguramente gozó de un auge esplendoroso.
En una época actual de pandemia, donde afloran las cuarentenas infinitas, este cuadro, que se encuentra en en el Museo d’ Orsay en París, Francia, juega con un simbolismo fantástico, donde el cristianismo se hace presente para combatir el paganismo, la falta de fe, el descalabro de vivir con certezas y sin ellas. La vitalidad de la obra de Delauney está marcada por el gesto iluminado e inquisidor del ángel bueno, el de alas blancas. Él le indica al malo, de manera autoritaria, que debe terminar con el trabajo que ha empezado y marcar con el chuzo dónde realmente se encuentran los muertos, los desdichados, las verdaderas víctimas de la peste.
Las crónicas de la época registran que esta fue una de las obras más famosas y comentadas que se presentaron en el Salón Parisino de 1869 por su expresividad y por la manera en que se marca la presencia del bien y del mal. A pesar de la desolación que distingue la tónica del cuadro, es el ángel bueno el que detenta el poder diciendo en cierta forma “aquí estoy, cuenten conmigo, no los voy a dejar solos”. Más allá del vendaval, de la tragedia, el trabajo desperdiciado y la enfermedad, el conteo de los muertos debe llevarse a cabo. La intermediación entre Dios y la humanidad queda en evidencia cuando ya no hay mucho más que hacer, cuando la ciudad se desmorona a pedazos, cuando el terror existe ya no tiene demasiado sentido luchar contra él porque el miedo perdura y todo escasea. Es entonces cuando la protección del ángel se hace presente en el óleo como la última instancia de redención, la salvación de las almas perdidas.
El delirio de una aparición sobrenatural. Se trata del surgimiento de un último deseo, la apertura mágica que existe entre la vida y la muerte. Ese pequeño instante donde apenas parece asomarse una cálida luz de esperanza.