Como si se tratase del final feliz de una tormentosa historia de amor, incomprensiones y reproches, el sábado 29 de octubre, en el Palacio de congresos y exposiciones de Sevilla, el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) celebraba los cuarenta años desde la victoria de Felipe González en aquellos recordados años ochenta.
Por primera vez, Felipe era ovacionado junto a Pedro Sánchez, actual presidente de gobierno, y sus discursos mostraron la hermandad que tanto esperaban los militantes socialistas.
Pero ¿quién es este personaje que solo era un niño de diez años cuando los socialistas llegaban al poder poniendo fin a la transición española? ¿Dónde radica su liderazgo que lo tiene a punto de culminar casi seis años al frente del gobierno y con posibilidades de ser reelegido para un próximo período?
Debemos tener presente que desaparecida de la política europea la incombustible Angela Merkel, con Francia y Alemania con sus liderazgos en declive, Italia en los comienzos de un ensayo nacional populista cuyos temores se perciben antes que sus proyectos políticos e Inglaterra con pronóstico reservado, y países de la Europa del este de impronta autoritaria cono Hungría y Polonia y el resto de países del viejo continente cuya influencia va a la par de sus ideas, el liderazgo es tan escaso como las lluvias.
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Pedro Sánchez, es la excepción. A mi juicio probablemente la más destacada y brillante.
Representa, sin duda, con nitidez, la capacidad de resiliencia típica de los líderes, para movilizar a sus comunidades en los momentos aciagos, y una resistencia tranquila a una oposición agresiva.
Recordemos que Pedro Sánchez Pérez-Castejón después de una meteórica carrera de asenso en las estructuras del partido cuando estaba en la culminación de su liderazgo fue súbitamente defenestrado en una convulsa reunión del comité federal del 1° de octubre 2016, dimitiendo a su calidad de diputado el 27 de octubre del mismo año, en una tortuosa crisis del partido que en su trasfondo tenía la sustitución de los viejos liderazgos del partido y sus visiones igualmente añejas, (Felipe González)con los nuevos liderazgos en ascenso.
Si bien es cierto que después de un golpe como ese pocos se recuperan, Pedro Sánchez lo hizo y lo hizo en menos de un año.
Y así fue cuando apoyado por las bases del partido -indignadas por las maniobras políticas de los opositores a Pedro, incluida una poco delicada colaboración de Felipe-, el 21 de mayo del 2017, lo reponían en la dirección de este en las primarias de ese día. Sánchez obtenía el 50,2 por ciento de los votos, pero obtenía sobre todo un liderazgo reforzado, y la jubilación definitiva de los barones más caducos de la organización.
Probablemente ni él sabía, sin embargo, que, en esas aparentemente inútiles luchas intestinas, había preparado, -aunque solo sea subliminalmente-, a la organización, para pactar posteriormente con la izquierda española. Incluidos los comunistas.
En el año 2018, y en su calidad de diputado y jefe de la bancada opositora le correspondió tomar una decisión difícil en un momento difícil: apoyar al gobierno de Rajoy en la aplicación del impopular artículo 155 de la constitución del 78 para desarticular y reprimir el movimiento independista en Cataluña.
La traumática decisión puso en dificultades a los socialistas en Cataluña, pero posicionó al partido a nivel nacional como una organización fiable cuando las cuestiones centrales del estado se encontraron en riesgo.
Más tarde y cuando el gobierno de Mariano Rajoy se vio envuelto en una de las mayores tramas de corrupción que involucró la conducta de ministros, secretarios de estado y muchos funcionarios de relieve de la alta administración pública, además del desgaste acumulado por las políticas económicas ultras de enfrentamiento de la crisis financiera del 2008, sobre la base de recortes sociales y precarización del trabajo, que tuvo como consecuencia elevar los niveles de desempleo, la desigualdad y la pobreza a niveles récord, encabezó el proceso de debate y críticas al gobierno que culminó con la acusación constitucional del 2018.
Cuando el 1° de junio de ese año la acusación constitucional obtuvo 180 votos a favor y 169 en contra más una abstención, Pedro Sánchez se convertiría en el primer presidente de España desde la Guerra Civil que no era diputado, avizorando todos los cambios de situaciones políticas que le seguirían.
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Era también el primer líder de la oposición en reemplazar en España a uno elegido en elecciones generales y consecuentemente, Rajoy, el primero en ser destituido por esa vía. Algo que el Partido Popular jamás le perdonaría. Hasta hoy.
El flamante nuevo presidente sabía que encabezaría un gobierno de corto plazo hasta agotar la legislatura anterior por eso en su gobierno se dedicó principalmente a la trabajosa cuestión de montar equipos y generar políticas de coordinación. Pero sobre todo dio un impulso decisivo para sacar debatir y legislar sobre las que se convertirían más tarde en la Ley de Memoria Histórica cuyo financiamiento Rajoy había negado, impidiendo la reparación de los republicanos asesinados y perseguidos durante la dictadura franquista. La conclusión simbólica fue la exhumación de los restos de Franco del Valle de los Caídos y su traslado a un cementerio privado. Con ello demostraba que cumpliría sus promesas con decisión y coherencia; algo que seguiría haciéndolo en los tiempos venideros.
Marcando diferencias con la derecha en el conflictivo asunto de los inmigrantes evitó un desastre humanitario cuando permitió que el barco Aquario recalara con ochenta y siete africanos en el puerto de Valencia; hecho que repitió poco después al aceptar al Open Arms en el puerto de Algeciras. Este fue el momento, sin embargo, que Sánchez aprovechó con maestría para hacer de la inmigración una cuestión europea, solidarizando con los alemanes y enfrentándose a la actitud agresiva de Mateo Salvini, por entonces, primer ministro de Italia. Así comenzó a mostrarse su liderazgo europeo.
Cuando en diciembre del 2018, el gobierno fijó el salario mínimo en 900 euros, los grupos empresariales y especialmente los relacionados con los bancos, vaticinaron una debacle para el empleo, pero hasta ahora a ocurrido todo lo contrario, siendo el desempleo el más bajo en una década.
Pero cuando una variopinta coalición de partidos que juntaba desde el Partido Popular hasta Ezquerra Republicana tumbó la ley de Presupuestos, convocó a elecciones generales que se realizaron el 28 de abril del 2019, obteniendo los socialistas 123 diputados, una mayoría simple, y en el senado 122, o sea, la mayoría absoluta.
Estaba claro que necesitaba formar una coalición o repetir las elecciones.
En esa tesitura las alianzas políticas se reducían, en la práctica, hacerlo con Juntas Podemos, que contaba con 33 diputados, dado que el partido que se reclamaba de centro, con Albert Rivera a la cabeza se había decantado manifiestamente a la derecha, en su delirio por disputar el liderazgo al Partido Popular en su deriva anti catalanista.
Las negociaciones, por entonces, fueron tortuosas y también cerradas cuando no sectarias, lo que se manifestó en la muy poco afortunada frase de Pedro Sánchez: “si gobierno con Podemos no dormiría tranquilo”. Sentencia desafortunada y mezquina: Podemos se disponía a entrar al gobierno con una contribución incluso menor que la correspondiente a su contribución a los 176 diputados para conseguir la investidura.
Las elecciones se repitieron el 10 de noviembre y aunque el PSOE volvió a ganarlas la distancia para formar gobierno esta vez fue mayor, entre otras cosas por la disminución de diputados de Unidas Podemos y el crecimiento del partido ultraderechista VOX.
Aquí es donde nuevamente se demostró la flexibilidad política del líder socialista. Sin amilanarse por las críticas de la derecha (mentiroso fue lo menos que le dijeron) llegó a un acuerdo con la izquierda española que obtuvo esta vez una mayor participación en el gobierno, con una segunda vicepresidencia para el líder de Podemos Pablo Iglesias.
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Cuando se votó y se consiguió la investidura del nuevo gobierno, Iglesias no pudo contener las lágrimas que probablemente estaban justificadas. La izquierda española llegaba al gobierno por primera vez después de más de medio siglo, en la época de la república y la guerra civil.
Aunque lo anterior conseguía no era menor, este era, además, el primer gobierno de España que desde la instauración del régimen democrático por la constitución del 78 se realizaba con una coalición de partidos. A la importancia simbólica debe agregarse su extensión: porque además de integrar a la izquierda en el gobierno ponía a ministros comunistas en el mismo. Y como si fuera poco conseguía la mayoría de investidura con 167 votos que juntaban los de la coalición de gobierno, el PNV de los vascos, de Compromís de los Valencianos y la necesaria abstención de los catalanes de Ezquerra Republicana. Con esa coalición más grande el líder socialista conseguiría en el futuro sacar muchas leyes que marcaría en ritmo de su gobierno y el carácter de su programa.
También se confirmaba la fortaleza del sistema político español que aun siendo parlamentario parecía presidencialista pues los presidentes solían durar la extensión de su mandato y los gobiernos se formaban en solitario con la mayoría obtenida por el partido victorioso.
Recapitulemos: con Pedro Sánchez el sistema político hispano se puso a prueba pues había llegado al gobierno con el voto de censura; más tarde gobernaba en coalición y el voto de investidura se había conseguido con el apoyo de grupos nacionalistas, y comunistas.
Todo un caso de audacia política democrática.
La reacción de la derecha, por supuesto, no se hizo esperar. Su relato fue, en verdad, bastante simple. En su discurso, negar la legitimación del gobierno y en su estilo, los insultos. Al ya conocido relato que se resume en que el gobierno social-comunista-chavista-cubano era ilegítimo en su origen, aunque se hubiera establecido por medio de impecables procedimientos democráticos, se agregaba la descalificación de inconstitucional a causadel declarado republicanismo de Unidas Podemos, y de la abstención del partido independentista Ezquerra Republicana.
Y con eso bastaba para oponerse al nuevo gobierno. Y, luego, las descalificaciones e improperios. Con ambos impulsos, pensaba la derecha, el gobierno izquierdista se desmoronaría en poco tiempo.
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Por entonces, el líder de la oposición, un joven e inexperto político ultramontano, con más ambición que capacidades, Pablo Casado, le negó al nuevo gobierno, de entrada, la sal y el agua, prodigándole una retahíla de insultos y descalificaciones en cada sesión parlamentaria como jamás se había hecho en las cortes españolas.
Pero la táctica de negar la sal y el agua tiene, como se sabe, varios problemas: la primera y obvia es que el que gobierna no puede ser sorprendido y por consiguiente solo puede sorprender. El adversario se convierte en predecible y, por lo mismo, aburrido.
Peor aún es que la oposición negacionista pierde la posibilidad de debatir desplegando un argumentario seductor contra poniendo ideas y modelos alternativos de gobierno.
Por su parte Pedro Sánchez y sus aliados aprovecharon con distinta fortuna el despliegue de un programa que se integraba en un título atractivo: Acuerdo de coalición progresista.
El gobierno estaba compuesto por 11 ministras y 11 ministros, o sea, era completamente paritario y estaba compuesto por el PSOE; Partido de los socialistas catalanes; Podemos; Izquierda Unida; Partido Comunista de España, y Cataluña en Común. Unidas Podemos quedaba con una vicepresidencia (Pablo Iglesias) y cuatro ministerios.
Como diría un escritor antiguo desplegando un relato para niños: “y en eso estaban, cuando sobrevino la pandemia”.
Continuará…