Todas las cosas que hay sobre la Tierra se mueven con la Tierra. Una piedra lanzada desde lo alto del mástil volverá al final de alguna manera, aunque la nave se esté moviendo. Giordano Bruno. La Cena de le Ceneri.
Cuando este ángel surca el cielo,
no hay nada que se le asemeje.
El fin de su apurado vuelo
es la sentencia de un hereje.
No se distraiga ni demore,
todo es ahora inoportuno.
Va rumbo al campo de las flores
donde la hoguera espera a Bruno. (Cita con los ángeles, canción de Silvio Rodríguez)
No sé si es porque este largo, larguísimo y anómalo tiempo, donde tantas cosas han cambiado, en que el mundo nos entrega día a día señales ineludibles de un cambio de era, del inicio de una nueva forma de vivir, trabajar y amar que se extenderá más allá del fin de la pandemia, a los tiempos en que ya se habrá convertido en una endemia, ha empezado a calar hondo en mi mente, pero me senté frente al ordenador y se me apareció la página en blanco… di vueltas y más vueltas en torno a un sinfín de temas que he pensado escribir, sobre los que he investigado y leído y todo se desvaneció en mis manos sin llegar a hilar un par de párrafos al menos.
Tanto tema sobre el que escribir y tanta ausencia de palabras… empecé a pensar que quizás estaba perdiendo la capacidad de pensar, que, en una de esas, el aislamiento estaba haciendo efecto y ya no era capaz de relacionarme con el resto de la población…y entonces vinieron a mi rescate Bruno y Galilei cual caballeros de reluciente armadura.
Dos hombres, dos científicos, polímatas que han marcado fuertemente mi vida y que se enmarcan, una vez más, en todas aquellas acciones de la Iglesia católica que caen en la categoría de aberraciones. No por alguna connotación sexual, sino por la ceguera, el obcecamiento, la crueldad del actuar y pensar de sus fieles seguidores y cancerberos.
“Ninguna de las religiones existentes es buena porque todas, en alguna medida, son un instrumento de poder y empujar al ser humano a guerras fratricidas y luchas sangrientas”, Giordano Bruno
Lo llamaron “el Nolano” por haber nacido en Nola, cerca de Nápoles. Giordano Bruno, uno de los espíritus más inquietos e indómitos del siglo XVI, muy joven, recién ingresado a un convento, ya enfrentó problemas con la Inquisición por quitar de su celda los cuadros de vírgenes y santos, gesto que fue considerado sospechoso de protestantismo en aquellos años en que la Iglesia perseguía a los seguidores de Lutero y Calvino. Su curiosidad lo llevó a leer a Erasmo (prohibido por la iglesia) y a interesarse en las teorías de Copérnico, ya cuestionado en ese entonces, pero considerado hoy como el precursor de la astronomía moderna, aportando las bases que permitieron a Newton culminar la revolución astronómica, al pasar de un universo geocéntrico a un cosmos heliocéntrico y cambiando la mirada del cosmos que había prevalecido hasta entonces.
De este modo fueron germinando en la mente de Bruno ideas enormemente atrevidas, que ponían en cuestión la doctrina filosófica y teológica oficial de la Iglesia. Bruno rechazaba, como Copérnico, que la Tierra fuera el centro del cosmos; no sólo eso, llegó a sostener que vivimos en un universo infinito repleto de mundos donde seres semejantes a nosotros podrían rendir culto a su propio Dios.
Bruno tenía también una concepción materialista de la realidad, según la cual todos los objetos se componen de átomos que se mueven por impulsos: no había diferencia, pues, entre materia y espíritu, de modo que la transmutación del pan en carne y el vino en sangre en la Eucaristía católica era, a sus ojos, una falsedad. Todo esto era considerado una herejía de marca mayor para la Inquisición.
Giordano Bruno pasó siete años en la cárcel de la Inquisición en Roma, junto al palacio del Vaticano. Cuando compareció ante el tribunal, era un hombre delgado y demacrado, pero que no había perdido su determinación y como se negó a retractarse, los inquisidores le ofrecieron cuarenta días para reflexionar. Éstos se convirtieron en nueve meses más de encarcelamiento tras los cuales fue llevado otra vez ante la Inquisición, pero nuevamente se negó a retractarse. Fue sentenciado como hereje, se ordenó que sus libros fueran quemados en la Plaza de San Pedro e incluidos en el Índice de libros prohibidos, y, por último, se le condenó a morir “sin derramamiento de sangre” es decir, a ser quemado vivo. Al oír la sentencia, Bruno dijo:
«El miedo que sentís al imponerme esta sentencia tal vez sea mayor que el que siento yo al aceptarla»
Bruno fue ejecutado y para evitar que hablara con los asistentes mientras lo conducían a la hoguera, se le sellaron los labios cosiéndolos y paralizaron su lengua, posiblemente con un clavo.
En definitiva, fueron sus ideas las que alertaron a la Iglesia acerca del peligro que podría suponer la nueva astronomía para la religión, precipitando la posterior condena sobre Copérnico (1616), incluyendo sus libros en el Index librorum prohibitorum .
Casi tres siglos después de la muerte de Bruno, se erigió por suscripción internacional una estatua en el lugar de su muerte, exaltando su figura como mártir de la libertad de pensamiento y de los nuevos ideales.
Años después, Galileo Galilei fue obligado por la Inquisición a declarar que su teoría heliocéntrica era una hipótesis, que situaba al Sol en el centro de todo, en contra de la creencia que situaba la Tierra como el centro del universo. Si bien la teoría heliocéntrica es hoy en día ampliamente aceptada, la postura de la Iglesia católica justifica sus actos pasados sosteniendo, aún hoy, que “en su oportunidad se le solicitaron a Galileo pruebas sobre la teoría heliocéntrica, pero este nunca las proporcionó…”. Ante la polémica desatada la Iglesia católica pidió una nueva revisión del caso en 1979 (mediada por la misma Iglesia) y la comisión confirmó una vez más la tesis de que Galileo carecía de argumentos científicos para demostrar el heliocentrismo en la época en que fue publicado originalmente. Sostuvo la inocencia de la Iglesia como institución y la obligación de Galileo de prestarle obediencia y reconocer su magisterio, justificando la condena y evitando una rehabilitación plena. El cardenal Ratzinger, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, posteriormente elegido Papa, expresó en 1990, citando al filósofo agnóstico Feyerabend: «En la época de Galileo la Iglesia fue mucho más fiel a la razón que el propio Galileo. El proceso contra Galileo fue razonable y justo»
Galileo estaba consciente de que no poseía la prueba que el Cardenal Bellarmino, en representación del Santo Oficio reclamaba, por más que sus descubrimientos astronómicos no le dejaran lugar a dudas sobre la verdad del copernicanismo. El Cardenal Bellarmino fue posteriormente canonizado por la Iglesia católica y pasó a engrosar la lista de los santos venerados. En cambio, el año 1633, el ya anciano y sabio Galileo, a sus casi setenta años de edad, se vio sometido a humillantes interrogatorios durante veinte días, enfrentado a unos inquisidores que de manera ensañada y sin posible apelación calificaban su libro de «execrable y más pernicioso para la Iglesia que los escritos de Lutero y Calvino».
“¡Y sin embargo se mueve! (Eppur si muove). Galileo Galilei
Encontrado culpable pese a la renuncia de Galileo a defenderse y a su retractación formal, fue obligado a pronunciar de rodillas la abjuración de su doctrina y condenado a prisión perpetua. El Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo ingresó en el Índice de libros prohibidos y no salió de él hasta 1728.
Según una leyenda, tan conocida como dudosa, el orgullo y la terquedad de Galileo lo llevaron, tras su vejatoria renuncia a creer en lo que creía, a golpear enérgicamente con el pie en el suelo y a proferir delante de sus perseguidores: «¡Y sin embargo se mueve!» (Eppur si muove, refiriéndose a la Tierra).
Casi trescientos años después, en 1939, el dramaturgo alemán Bertold Brecht escribió una pieza teatral basada en la vida de Galileo y en ella se discute la interrelación entre la ciencia, la política y la revolución social. La obra termina con Galileo diciendo «Yo traicioné mi profesión”.
En 1992, exactamente tres siglos y medio después del fallecimiento de Galileo, la comisión papal a la que Juan Pablo II había encargado la revisión del proceso inquisitorial reconoció el error cometido por la Iglesia católica, pero reiterando la justificación del actuar de la institución. Respecto a Bruno, si bien algunos prelados han reconocido que fue un “error” quemarlo, la Iglesia no lo ha rehabilitado pese a múltiples solicitudes al respecto.