En Chile hay 15.150.008 electores. Poseo menos de un 15 millonésimo del poder del estado. Perdone lo poco, pide la democracia, salpicando con dudas, además, el dictum sonoro ´los problemas de la democracia se arreglan con más democracia´, si el remedio consiste en invitar más gente al baile. Pero la democracia no advierte que lo verdaderamente poco es el poder del estado chileno. Nos botamos a autónomos con los impuestos, las regulaciones ambientales, del trabajo, de esto y lo otro, y nos acojonan tsunamis de capitales que cubren hasta las cumbres andinas. Nos tomamos en serio nuestras fronteras, el orden en nuestras calles, en ciertas regiones del sur, prohibimos transar ciertas substancias, ¡lo mínimo de un estado soberano!, y sabemos lo que pasa.
El poder en serio es global, la democracia es un poder nacional; está medio jodida la democracia. No es pan comido interesar a las personas a tomarse en serio un juego de impotencia. Un deporte de lusers, como dicen los jóvenes norteamericanizados de las generaciones recientes. Un juego cachiporra que reparte un hueso con poca injundia, ¿qué gracia tiene? Habría que esperar que se aguachente el encanto de la democracia en proporción inversa al poder del estado de Chile.
Es posible recogernos en el territorio. Aumentar el poder del estado aislándolo del poder global y mandarnos por nuestra cuenta. Una ganancia de poder exclusivamente relativa, que es una pérdida; más vale no engatusarnos con ciertos ejemplos latinoamericanos. Despertémonos a nosotros mismos de la atracción que ejerce la vieja tradición de encularnos ensimismados en nuestros territorios. La siesta de la hacienda durante 4 siglos, el facilismo del salitre, el cobre, el clima y el cielo despejado, que hoy nos ilusiona con la energía del sol y el viento, el litio y el hidrógeno verde. Es que desde que es imaginado y criado de a caballo, el estado nacional es un obsesivo de su territorio.
Quién sigue siéndolo se pierde de vista a sí mismo, mesmerizado por sus recursos. Siente orgullo observando los grandes telescopios, pero no es un gran observador con ellos, ni un óptico de frontera, ni en un mecánico de alta precisión. Algo que no ocurre con los nómades, que solo cuentan consigo mismos. Aventureros de culo liviano, buenos guerreros, gente atractiva, articuladores de redes, comerciantes hábiles, artesanos móviles de alta calidad, expertos en liquidez. Poder solamente lo acumula gente así, moviéndose en el mundo global. Un país chico, con pocas personas, ¿podría liberarse de su obsesión territorial para convertirse en una nación nómade? Quizás hay jóvenes que lo hacen, pero de a uno es fácil olvidar a Chile. Una nación con poco poder, enculada en la comodidad de su territorio, enredada en las peleas de una democracia bastante jodida, ¿quién, tomado el gusto al nomadismo, quiere regresar a ella o cuidarla?
Como propósito nacional, es la pregunta. ¿Podemos convertirnos en una nación de nómades? No es tan difícil imaginar el masivo esfuerzo de educarnos para el nomadismo que eso supone. Más complicado es imaginar la nación y el territorio que debemos crear y cuidar para que Chile no se diluya en el empeño, o termine convertido en un pedazo de territorio sin relevancia recogido en sí mismo. Que se convierta en un lugar imprescindible de articulación nómade, como un gran oasis en medio del Sahara. El territorio geográfico desde el cual nos aventuramos y al cual regresamos, o del cual no nos movemos, para eso están las redes digitales, porque lo cuidamos para echar de menos cómo se vive en él.