La democracia “realmente existente”.

por Patricio Escobar

La democracia es un régimen político con evidentes limitaciones. Más allá del romanticismo que pretende verla como la mejor forma de organización social posible, existe una democracia real, que en determinadas condiciones puede volverse un régimen opresivo si se intenta ampliar sus límites.

Más allá de las definiciones que la sociología o la ciencia política han construido para dar contenido a la palabra “democracia”, podemos acordar que se trata de un tipo de régimen político en que gobiernan las mayorías y existe respeto por las minorías. Luego de esto, las ideas propias de la sociedad moderna le han adosado toda clase de atributos y características, todas, por cierto, muy sugerentes, pero que no atenderemos en estas líneas. Es más, venimos a decir algo no tan agradable. La democracia es como esas camisas que tan bien nos sentaban en un pasado que deseamos creer no tan lejano, pero que ya cierran con dificultad a la altura del abdomen. Si contenemos la respiración o hacemos un llamado al orden a los abdominales, parecen recuperar ese antiguo esplendor. Pero, por mucho que nos pese, sabemos que ese ejercicio no puede durar demasiado.

La democracia “realmente existente”

Parafraseando a Rudolf Bahro, intelectual de la RDA que alcanzó gran notoriedad especialmente entre el personal de la Stasi, luego de la publicación de su libro Alternativa, en que acuñó el concepto del “socialismo realmente existente”, podemos señalar que también hay una “democracia real” que guarda cierta distancia respecto al ideal utópico que habitualmente parece flotar sobre el concepto.

En este temprano punto de la reflexión debieran estallar voces estertóreas que, cual Júpiter olímpico, primero demandaran respeto por “nuestra democracia”, que podrá no ser perfecta, pero es nuestra, y es lo mejor que se ha inventado, y segundo, porque tanto “nos” costó recuperarla.

Lo primero es que la democracia es una construcción social que está históricamente determinada. Es decir, es resultado de la interacción de grupos sociales concretos que son portadores de intereses opuestos. De esa conflictividad abierta o latente, surge un arreglo institucional que refleja la imposición de unos intereses sobre otros. Un consenso es eso, no un sentido apretón de manos de caballerosos rivales que con ese gesto buscan reflejar el fin de una confrontación. En atención a esto, la democracia chilena es distinta a la argentina o a la boliviana, incluso a la que tenía Chile hace medio siglo. Se trata de una construcción social siempre imperfecta, pero ello no implica que sea necesariamente perfectible o profundizable, como se habla hoy en día.

Lo segundo es que no recuperamos nada. Lo que realmente nos costó fue salir del callejón oscuro en que nos tenía encerrados la dictadura. Desembocamos en un orden institucional que, contando con ciertos atributos convencionales como son elecciones bastante libres y regulares, partidos políticos que frecuentemente hacen intentos por relacionarse con la sociedad civil y una buena dosis de separación de poderes, se dio en llamar “democracia”. Desde un principio para algunos resultó un paraje idílico, y para otros, solo un páramo inhóspito.

En este escenario, en muchos momentos la confrontación política ha pivotado en torno a la idea del perfeccionamiento o la profundización de la democracia, y es justamente eso lo que ponemos en cuestión. Más allá de transformaciones no esenciales, no se ve factible esperar obras mayores.

El caso del mercado laboral

En los albores de la pasada década del 80, distintos analistas del mundo del trabajo identificaron una condición que comenzaba a instalarse en el mercado laboral. Hasta ese entonces, el análisis económico en ese campo se encontraba restringido a escasas variables: ocupación y desocupación, comportamiento de los salarios y distribución sectorial de la ocupación. Sin embargo, luego de la llamada crisis de la deuda externa entre los años 1981 y 1982, entró en juego la calidad del empleo. De los distintos análisis realizados se podía concluir que en la crisis se destruían buenos empleos, y en la etapa de recuperación posterior, se creaban unos de calidad inferior, tanto en términos de las condiciones laborales y de las formas de remuneración como de las coberturas de seguridad que mostraban. A ese proceso de deterioro se le denominó “precarización laboral”. Constatado este hecho, la lucha de los trabajadores ya no era solo por la recuperación de los puestos de trabajo perdidos y/o por el mejoramiento salarial. Ahora, además, involucraba la recuperación de la calidad del empleo; se trataba de recuperar los “empleos de mierda” de siempre.

Fuente: Caricatura de Manel, publicada en marzo de 2012.

Hacia finales de esa misma década, la precarización dejó de verse como un fenómeno de cierta transitoriedad y que se había creído inicialmente como propia de las fases de recuperación poscrisis. Ya se podían identificar claramente situaciones dicotómicas en el mercado del trabajo. Frente a las ocupaciones tradicionales, con contrato laboral, seguridad social, organizaciones sindicales y derechos conquistados a lo largo de todo un siglo de luchas obreras, emergía un modelo con puestos de trabajo temporales o a tiempo parcial, con remuneraciones variables y condiciones que hacían del empleo una variable de ajuste para el ciclo económico. Más aún, en una economía de servicios de baja calificación, se había convertido en la forma dominante. Por si esto fuera poco, se podía constatar que la recuperación poscrisis y la década dorada que se dio en llamar a los últimos años del siglo XX, estaba asentada en este nuevo mercado laboral. La precariedad no era una etapa que sería superada cuando se recuperara la senda del crecimiento. La precariedad era el carácter del nuevo mercado laboral.

Es cierto que los años de crecimiento estable de la economía tuvieron efectos sobre el mercado laboral. Sin embargo, muchos años después, aún poco más de una de cada cuatro personas que se declara como ocupada, lo está en un empleo informal[1] y por tanto carente de las condiciones que la OIT establece como necesarias para calificar un empleo como “decente”.[2]

Transición… ¿hacia dónde?

La transición a la democracia en Chile ha sido calificada de distintas maneras y en muchas ocasiones se la ha declarado muerta y sepultada. Pero, eso de que “los muertos que vos matáis gozan de buena salud”, frase que, equivocadamente, se adjudicaba a don Juan Tenorio, de Zorrilla, aplica igualmente con bastante propiedad.

El fin de la dictadura dio lugar a un régimen político que, constreñido a la Constitución del ochenta, se podía definir como una “democracia protegida” (protegida de nosotros, claro está), o también, baja en calorías, o sin sal ni gluten. Por esa razón la transición parecía ser un interminable sendero que transcurría entre la autocracia dictatorial y algo de contenido un tanto difuso, pero que optamos por llamar “democracia”. Cada cierto tiempo se producían movimientos de rechazo a las condiciones que resultaban de este largo camino a ninguna parte, y en más de una ocasión ello provocó graves alteraciones en el funcionamiento del sistema. Sin embargo, el efecto mayor tendía a producirse en dos direcciones: la desafección de la ciudadanía respecto a la política y la acumulación de un malestar sordo que discurría bajo nuestros pies como un líquido percolado.

Fuente: Caricatura de Manel, publicada en octubre de 2014.

En treinta años hubo distintos momentos en que se tensaron las coordenadas del sistema político y generalmente ello se tradujo en la ampliación del espacio de nuestra democracia. Ello supuso la conquista de nuevos derechos que, aunque más propios de la esfera cultural, fueron de gran significación. Chile dejó de ser parte del abominable club de países que mantenían la pena de muerte, de los que no contemplaban el divorcio o penalizaban las desviaciones de lo heteronormativo en lo afectivo y sexual. No obstante, aquellos derechos relacionados con las condiciones materiales de la vida en sociedad, resultaron siempre más resistentes. La equidad nunca ha sido un rasgo que contara con mucho aprecio entre nuestra élite dominante. Pueden transigir finalmente en muchos sacrosantos otros valores, pero sus bolsillos no se tocan ni con el pétalo de una rosa. Basta verlos enfrentados a los distintos intentos de reformar la estructura tributaria. Sin camisa, con la corbata de cintillo y un puñal entre los dientes, se han dispuesto recurrentemente frente al diálogo social con ese fin. Francisco Malvado y su Team serían interlocutores más amables a la hora de tratar el tema.

No abundaremos en los elementos propios del estallido social, que sesudos analistas han descrito ampliamente, en estas y otras páginas. Pero no podemos cerrar los ojos frente a una gran insatisfacción de la sociedad chilena con su sistema político y el modelo de sociedad que de él resulta, lo que, sin duda, está en la base de ese acontecimiento político social del año 2019.

El “MetaEstado”, la reserva de Occidente

Entre los hitos más importantes que podemos hallar en los diferentes intentos por profundizar la democracia, está la reforma constitucional del 2005, durante el gobierno de Ricardo Lagos. Desde 1989, la Constitución se ha modificado en cuarenta oportunidades,[3] pero la de ese año es ciertamente la de mayor magnitud. En todos los casos era consecuencia de la necesidad de buscar una respuesta política a conflictos sociales que amenazaban con escapar a los cauces propios del sistema político. Sin embargo, como en una embarcación que se hunde, el agua acaba entrando en mayor cantidad de la que se puede sacar. Por esa razón es que nunca es suficiente el esfuerzo reformista, puesto que la insatisfacción no cesa, y cualquier circunstancia, por nimia que parezca, puede agudizar un conflicto. En este caso, el rendimiento de las reformas se vuelve notablemente decreciente en el tiempo. El estallido social del 2019 es expresión de ese agotamiento.

Visto el proceso a lo largo de la historia reciente se evidencia, en primer lugar, una demanda contenida por la superación de los límites que impone el régimen político a la conquista de nuevos derechos y, en segundo lugar, la actitud vigilante de un “MetaEstado” que busca y encuentra el modo de defender las fronteras del régimen político. Este MetaEstado es la expresión de los también llamados poderes fácticos, del “Estado profundo” o del “peso de la noche”. Es el mundo comprometido con la conservación del status quo. Son los dispositivos de seguridad del Estado, derecha política, poder económico, los medios de comunicación y poder judicial que, aliados estrechamente, emprenden la cruzada contra todo infiel que mire con desencanto su entorno institucional.

Fuente: Caricatura de Manel, publicada en abril de 2014.

La evidencia en otros países

Desde hace varios años y en distintos lugares, podemos encontrar procesos similares, y su característica común es que el progresismo empuja los límites de la democracia y esta tensión se expresa materialmente como la afectación de las estructuras fundamentales de la distribución del ingreso o de los tentáculos del MetaEstado. Dilma Rouselff fue acusada de maquillar el déficit público mediante procedimientos que habían realizado regularmente los gobiernos anteriores, y ello motivado por una política que buscaba situar al Estado en un lugar preeminente en la gestión de las políticas económicas. Cristina Fernández de Kirchner fue puesta en la mira -no solo de la agresión política-, desde el momento en que impulsó la ley de medios en Argentina, que afectaba el control monopólico del Grupo Clarín sobre los medios de comunicación. El gobierno de Pedro Sánchez en España fue puesto en jaque cuando quiso modificar el sistema de elección de los miembros del conservador poder judicial, lo que habría cambiado la correlación de fuerzas, evitando la existencia de una “tercera cámara” que continuamente, mediante el Tribunal Constitucional, veta las leyes aprobadas por el Parlamento. Estos casos se unen a los de Lula da Silva, Rafael Correa en Ecuador, Jesús Santrich en Colombia, Evo Morales y un largo etcétera e, incluso, Alexéi Navalni en Rusia.

En todos ellos encontramos como una constante, el intento por ampliar las libertades y derechos de la ciudadanía. Esos intentos pueden provenir desde los gobiernos o desde la propia sociedad civil. En esos casos, de manera recurrente encontramos como respuesta golpes de Estado de nuevo tipo o una guerrilla de lawfare que actúa como muro de contención en defensa del orden establecido.

Sin embargo, más allá del choque puntual entre las fuerzas que buscan la ampliación de derechos y el MetaEstado, el problema real estriba en que es un conflicto que tiende a agudizarse de manera natural. La razón radica en que las sociedades son dinámicas y lo que ayer era una quimera irrealizable, hoy es una demanda social real, tras la cual contingentes cada vez más amplios están dispuestos a movilizarse. Es en este escenario en que se aprecian los límites del régimen político que llamamos democracia.

Llegados a este punto, podemos encontrar dos maneras de mirar el problema. Una estática en que, tal como en una fotografía, podemos apreciar fuerzas sociales del propio Estado y la sociedad civil tratando de derribar los muros que les impiden el despliegue de sus expectativas, en cuyo caso, las posibilidades del régimen político de satisfacer las demandas por más derechos y libertades, son más bien restringidas. Ello conduce a calificar estos regímenes como democracias limitadas o imperfectas.

De manera alternativa y sin excluir lo anterior, el problema podría mirarse en términos dinámicos, allí encontraríamos que la democracia tiene un recorrido posible y una vez que se arriba a su frontera, se convierte en un régimen opresivo. Las ilusiones de ayer que solo provocaban ensoñación utópica, son hoy firmes razones capaces de sacarnos a la calle para conquistarlas.

La democracia real

La expectativa de profundizar la democracia se ve de difícil concreción, lo cual no obsta para realizar los máximos esfuerzos por conquistar nuevos derechos y libertades. Pero no se puede perder de vista que esta es “la democracia” posible. Si buscamos redistribución, control de los poderes facticos o avanzar en más derechos, nos encontraremos indefectiblemente con las modernas versiones de un golpe de Estado.

La democracia real es consustancial a nuestro mercado laboral, a la singular “seguridad social” con que contamos, a la justicia diferenciada para ricos y pobres, y a la participación limitada.

Precisamos un régimen social libre de los amarres materiales del MetaEstado, en que las libertades y los derechos no tengan más límites que el ser una construcción colectiva de amplias mayorías. Pero eso, está más allá de nuestra particular “democracia”.

En ese entendido, muestra especial vigencia lo señalado hace más de un siglo. “…[E]n la sociedad capitalista tenemos una democracia amputada, mezquina, falsa, una democracia solamente para los ricos, para la minoría.”[4]


[1] https://www.ine.gob.cl/estadisticas/sociales/mercado-laboral/informalidad-laboral

[2] https://www.ilo.org/global/topics/decent-work/lang–es/index.htm

[3] https://www.ucsc.cl/blogs-academicos/la-reforma-constitucional-ha-sido-y-es-un-fraude-constitucional/

[4] V.I. Lenin (1917) “El Estado y la revolución”, capítulo V,2.

También te puede interesar

Deja un comentario