Seleccionado y publicado en “Antología de Cuentos” por Casa Salvador Allende /Toronto, Canadá 2021
Corro por las calles polvorientas de mi ciudad fronteriza.
«¿Dónde van los muertos, Señor, ¿adónde van?», recita el zapatero cuando paso frente a su local. El corazón retumba, el asma silba y produce los primeros ahogos. Mi sandalia de goma se queda atrás y, al regresar a buscarla, la Rosita Pizarro me llama a jugar, me ofrece su cuerda nueva para saltar. Le contesto que no puedo quedarme y sigo corriendo para cumplir con mi importante encargo.
“Dile al Manuel que tengo que hablar con él”, me ordenó el Elmo desde la puerta apenas entreabierta de su casa. Era el único que llamaba por su nombre al tío Cholo y desde que lo hizo delante de los del barrio, mi tío me enseñó que debía hacer lo que el Elmo me pidiera. En eso estaba yo, pasando de largo de la Rosita que me daba besos cuando le ganaba a las damas y agachado frente a la casa de mi abuela que a esa hora pedaleaba en su máquina de coser junto a la ventana. Pero la tía Raquel me descubre y con su voz de grillo, me para en seco recordándome lo que debo hacer con la bolsa de género que cuelga de mi mano. Entro a la casa y dejo el pan en la mesa del comedor, mientras la abuela corta e hilvana, enhebra y cose las estrellas blancas para las banderas que le piden desde una tienda del centro de la ciudad. Trato de disimular mi urgencia por salir, pero cuando estoy por lograrlo, la tía Raquel me detiene con su garra, quiere saber a dónde voy. Logro zafarme y sin confesar, corro hacia la calle perseguido por sus gritos.
Encontré a mi tío subido en la higuera lanzándole brevas al dueño del taller de bicicletas “El Rayo” para que las recogiera en un canasto.
El tío Cholo con solo tocar las frutas podía distinguir si estaban maduras. Sabía elegir las mejores lúcumas, las guayabas, los tumbos, los membrillos y hasta los higos no guardaban secretos para la aduana que tenía en la yema de sus dedos. Las espinas de las tunas se rendían a sus exámenes y las sacudía de sus manos como si fueran polvo. Un blanco durazno, pequeño y jugoso, regalado por su propia mano fue su gesto de consuelo cuando mamá se fue. Fue suficiente para aliviar mi pena y eludir los sollozos lúgubres de mi padre.
Pero lo mejor que sabía hacer mi tío era faenar el cerdo. Chancho como yo le decía en ese tiempo.
Primero, con el agua recién hervida baldeaba la cubierta de la mesa del comedor ya sin el hule floreado. Después lo más peligroso: había que obligar al animal a estarse quieto ayudado por la abuela, la tía Raquel, mi padre y yo que debíamos inmovilizarlo tirando cada uno de una pata. El tío Cholo, transformado en verdugo, hundía la hoja del cuchillo en el agua caliente y, sin esperar que se enfriara, la clavaba en el cuello del marrano.
Aún recuerdo esos chillidos largos y agudos. Los aterradores gruñidos surgían incluso después del degüello, cuando ya su sangre era recogida en una vasija enlozada.
Las prietas, el costillar, los perniles, el queso de cabeza, todo lo cocinaban mi abuela y su hijo. Mientras ella soplaba el fogón para mantener vivo el fuego, el Cholo, como ella siempre lo llamaba, revolvía la olla, sazonando y moliendo, embutía y faenaba las carnes. Todo podía ser comido. Lo único inservible era la cola retorcida del chancho. Mi tío Cholo la lanzaba y yo la atrapaba en el aire. Ese era mi juguete tradicional de los otoños. Subido al techo del gallinero, con la cola colgando de una caña, se las agitaba a los perros para que pelearan por ella, hasta que el más ágil la atrapaba entre sus fauces.
“Tío, el Elmo quiere hablar contigo” le grito al Cholo todavía encaramado en la copa de la higuera recogiendo las últimas frutas. De un salto está en el suelo. Mientras pelo y me como un higo, los ojos le saltan y empieza a cantar y a bailar entre las bicicletas desarmadas. “…cinco, seis, siete, ocho, nueve, maaambo”. Con la boca imita el sonido de las trompetas y con las manos el movimiento de los trombones mientras se saca el overol como un equilibrista en la cuerda floja. Parte sin despedirse del dueño del taller y debo correr para que no me deje atrás. Es algo muy importante, me dice. Tan importante, pienso, que me toma de la mano para advertirme que no lo debe saber mi abuela, ni mi tía, ni menos mi padre.
“Me voy a Bolivia, Pelaíto, y a lo mejor no nos vamos a ver nunca más”.
No alcanzo a preguntarle que si me puedo ir con él. Solo alcanzo a imaginar que yo y el tío Cholo subimos en tren hasta Bolivia, hasta cinco mil metros de altura viendo como la Tierra se queda chiquita.
La tía Raquel nos ve pasar. “Cholo, ¿dónde vas?”, pero mi tío ni la mira ni siquiera le contesta. A cambio, me chilla que está esperándome para ir donde Alvarado, el peluquero del regimiento, encargado de pelar a los conscriptos que llegan del sur. En una semana más, para las Fiestas Patrias había que desfilar bajo el sol quemando las cabezas recién rapadas de los estudiantes, los policías, los bomberos, la Cruz Roja, los militares. El bom, bom, bom-bom-bom, marcará el paso y mi padre, de pie en la tribuna, soportando las miradas burlonas por los escándalos de mi madre, escondido y orgulloso dentro de su uniforme de gala, con su hijo marchando allá abajo sobre el asfalto quemante, haciéndose hombre como le gustaba decir.
Esa imagen oscura de mi padre, erguido sobre el proscenio, me persiguió durante los siguientes años. Lo vi espiándome vestido de soldado la primera vez que dije compañero en la toma de la universidad. Me persiguió como ave de rapiña durante mi fuga clandestina por las calles con toque de queda. Me vigiló hasta cuando subí al avión de mi exilio.
Por varios años, compartí algunos riesgos y luché por causas en que apenas creía, aunque en ese entonces soñaba regresar vestido de comandante de algún país libertado a ofrecerle mis medallas al tío Cholo. Pero mis pequeñas hazañas no lograban aliviar mis culpas de niño y aún recuerdo su mirada de reproche encaramado en su higuera luego del castigo a coscorrones que le propinó mi abuela.
Cuando ella murió, me autorizaron a entrar al país. Mi madre fue la única que faltó al entierro de su propia madre. Luego de su fuga con un cónsul panameño, la abuela no quiso hablar ni preguntó nunca más por su única hija.
Parte de la familia se reunió una noche para darme la bienvenida, aunque el luto nos prohibió la alegría. Mi padre, que por un par de años fue designado gobernador militar de la ciudad, también estuvo presente. Los otros hermanos de mi madre trataron de hacer bromas sobre mi exilio dorado, pero mi mueca les detuvo la risa. El tío Manuel comió con desgano, apenas levantó la copa al momento del brindis por la abuela, se excusó por sentirse mal y se retiró temprano antes que pudiera hablarle. “Tu tío Cholo está muy grave”, me sollozó la arrugada tía Raquel, “desde que tuviste que irte, nunca más fue el mismo, ni se ríe ni baila el mambo siquiera”.
“¿Y las frutas?”
“Se pudren en los árboles de la chacra, ya no las toca”.
Cuando fui a despedirme a su taller de bicicletas “El Elmo”, lo encontré encaramado en la vieja higuera sin hojas ya, sin frutos.
“Me regreso a Europa, tío”.
Apenas volvió la cara, después siguió mirando hacia el altiplano. Me quedé un rato junto al árbol, esperando no sabía muy bien qué.
Al escuchar lo del viaje a Bolivia, mi abuela dejó de coser estrellas solitarias y fue a sacar a su hijo de la casa del Elmo y, a pesar de sus protestas, lo trajo por el medio de la calle dándole palmetazos en la nuca como a un escolar pillado en falta, gozaba contándolo la tía Raquel. La Rosita, su padre el Comunista Pizarro, el Regidor don Braulio Gil y el Zapatero Poeta se asomaron a la calle a burlarse del Cholo, igual como hasta hoy se burlan al recordar cuando él insistía que le faltó tan solo un viaje en tren para estar a las puertas de la historia latinoamericana. Hasta mi padre se reía con esas historias que ridiculizaba la tía Raquel.
No supe de qué hablaron el Elmo y mi tío, pero años después, en la universidad, me enteré que el Elmo era algo más que el hijo periodista de doña Ernestina y comprendí por qué el tío Cholo aseguraba que por mi culpa no pudo ser guerrillero. Que él le iba a cocinar al mismísimo Che, le enseñaría a escoger las frutas de la sierra boliviana, a comer papa de chuño, a separar la llaita de la simple alga de los ríos, a cocinar y tragar carne de llamo. Todavía me acusa porque le impedí luchar y morir junto a su hermano Elmo, cuando yo sé que él nunca fue su hermano, ni pariente siquiera, cuando toda la culpa fue de la tía Raquel que me obligó a contarle sus planes, mientras Alvarado pasaba una y otra vez su maquinilla de acero por mi cabeza hasta dejarla llena de púas de mi propio pelo. Y yo, qué iba a hacer si estaba llorando, no por el cabello cortado que se acumulaba en el suelo ni por el dolor de esa segadora manual rozando el borde de la oreja. Lloraba, como lo hago ahora, por tener que delatar los heroicos secretos de mi tío.
Apenas puedo respirar, el aire frío que inhalo no es suficiente.
El tío Manuel no contestó ninguna de mis cartas. Los sobres llenos de estampillas y timbres cruzaron el océano, para regresar intactos a mi buzón.
He permitido que el asma invada mis pulmones. Para qué darme alivio con el inhalador si, espero, pronto moriré.
Las campanadas de una iglesia medieval marcan las horas de esta noche fría y extranjera. …Cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez. Ya no hay Mambo.
Por años imaginé al tío Cholo vigilando todavía hacia el altiplano desde su higuera seca, como un faro hecho de un árbol estéril y de un hombre dolido al que condené a morir lejos de sus héroes.
Una barca sin carga ni tripulantes, como carroza marítima, pasa lentamente bajo el puente a mis pies. Tenía razón en llamarme traidor. Porque yo no quería que se fuera a morir a esa selva altiplánica. No fueron las torturas de Alvarado ni el interrogatorio de la tía Raquel. Fui yo quien no quise que me abandonara. Como lo hizo mi madre huyendo tras su amante, sin despedirse de mí. Como la tía Raquel con sus chismes de solterona. Como la abuela sumida en sus costuras y su pena y, también, el abandono de mi padre, cercano pero ausente, con su uniforme tan recto recién planchado, los botones y botines siempre brillantes, enviándome este telegrama que sostengo en mis manos, redactado con emoción y tristeza militar: “Tío Cholo falleció ayer. Stop. Siéntolo. Papá”.
Busco entre los bolsillos de mi abrigo. El nebulizador impide que mis ahogos se conviertan en espasmos. La cobardía me invade, no soy capaz de dejarme morir. Me esperan: el antiguo departamento sin otros ocupantes y el computador encendido aguardando mi digitación para que esas palabras formen el texto final de mis odiosas traducciones. “ROLE DE L’UNION EUROPEENNE DANS LA GESTION DES DECHETS RADIOACTIFS”.
Otra barca navega creando un oleaje silencioso sobre este río parisino profundo y oscuro. Una muchacha detiene su bicicleta y espera que baje de la baranda mi pierna adormecida, para continuar su pedaleo. De mi mano escapa el telegrama y planea unos instantes antes de hundirse en la corriente. Se hunde como la imagen del tío Cholo encaramado en su higuera mirando hacia Bolivia.
El lanchón también escapa pesadamente de sus huellas de agua y los faroles del puente iluminan los pequeños remolinos del río que se forman, giran un instante y se ahogan.
5 comments
Ágil…..conmovedor….envolvente…triste……hermoso.
Gracias por tus palabras, Carmen.
Qué hermoso y conmovedor viaje de una vida, en una página. Muchísima gracias Gerardo. Qué bella y notable plumaaaaaaaaa.
Se siente la trizteza del niño adulto al regreso del pais escondido en sus sueños. Un retrato de la vida de provincia de los años setenta. Triste, conmovedor, me gusto
Muy triste. Una mirada al pasado desde el presente