La derecha es tuerta. O como dice la biblia, “tan solo mira la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio”. Mientras escandaliza por el convenio entre el ministerio de la Vivienda en Antofagasta con una Fundación vinculada a Revolución Democrática, que dirige la pareja de la diputada Catalina Pérez (ciertamente algo más que un severo descriterio político, como lo han señalado el gobierno y los propios dirigentes de RD), guarda sepulcral silencio sobre los graves delitos, asociados al millonario enriquecimiento ilícito que tienen en prisión a su emblemático exalcalde Raúl Torrealba, uno de los fundadores de Renovación Nacional, en operaciones fraudulentas similares a las cometidas por Felipe Guevara y Katy Barriga en sus respectivas comunas. Todo sea en nombre de la tantas veces malgastada presunción de inocencia.
Hoy la derecha es o se siente mayoría y piensa que el gobierno debe rendirse a la evidencia y renunciar a su programa de reformas, limitándose a administrar, con mayor eficiencia, el aparato estatal y controlar el orden público, favoreciendo debidamente el emprendimiento y la reactivación de la economía al tenor del gran empresariado.
Ciertamente la seguridad ciudadana se reitera como exigencia independientemente de los avances empeñados por la actual administración, en contraste con los vacíos del gobierno anterior. En un enjambre de dudosa consistencia se sostiene el empeño por la salida del ministro de Educación, escondiendo la intolerancia a su homosexualidad. Ya no existen reservas para apuntar dardos contra el titular de Hacienda, Mario Marcel, empeñado en la materialización de un pacto fiscal que implica impuestos a los sectores más poderosos de la economía. Algo tan molesto como una urgente reforma al sistema previsional que incluya un pilar solidario y el financiamiento de la pensión básica universal.
La derecha no quiere un pacto fiscal que implique alza de impuestos durante el actual mandato presidencial, tal como lo sostuviera la ex convencional Marcela Cubillos. No sea cosa que el gobierno cuente con los recursos para financiar su ambicioso programa social. Ya tiene suficiente con el royalty minero y los ingresos del litio. Y entonces repiten que si se pretenden mayores recursos no existe otra vía que recortar gastos que incentiven el crecimiento al modo que ellos predican.
Una postura a la que se ha plegado la Confederación de la Producción y el Comercio, que luego de un intenso diálogo con el gobierno, oficialmente ha definido su postura de rechazar cualquier aumento de impuestos, abogando por medidas que apunten a un mayor crecimiento.
No se descubre la pólvora si hoy se sostiene que la derecha apuesta al fracaso del gobierno de Gabriel Boric ante la posibilidad cierta de recuperar el poder a tres años plazo. Poco importa poner en riesgo la paz social o el ya vilipendiado nuevo proceso constituyente en curso. Los sectores más lúcidos de Chile Vamos se jugaron por viabilizar aquel proceso, estableciendo los bordes o principios en los que debía enmarcarse, sin el acuerdo de sus aliados republicanos. La comisión de expertos designados por el parlamento redactó un anteproyecto que consensuó aquella opción, pero ahora resulta evidente que la mayoría de los consejeros constituyentes, con amplio predomino de los republicanos, no comparte esos contenidos y bien pueden imponer sus propios puntos de vista en áreas que constituyen líneas rojas para el oficialismo, con la posibilidad cierta de un nuevo fracaso.
Es todo un riesgo. Nadie quiere un nuevo estallido social ni está chantajeando con esa alternativa. El ministro Mario Marcel, en quien hoy parecen concentrarse los dardos de la derecha, se ha limitado a advertir los riesgos de hacer fracasar el nuevo pacto fiscal, la reforma del sistema previsional o el nuevo proceso constituyente.
Las razones que motivaron el estallido siguen latentes. La ciudadanía continúa demandando empleos de calidad, mejores pensiones, salud y educación, más derechos sociales garantizados, seguridad ciudadana y gobernabilidad. Y ello requiere no tan sólo de mayores recursos, sino también de la voluntad política de arribar a acuerdos en donde todas las partes estén dispuestas a ceder. Algo muy distinto a la rendición incondicional que parece buscar la derecha.
La competencia por la hegemonía y el liderazgo en la derecha
En la derecha se viene librando una inocultable competencia por su hegemonía y liderazgo futuro del sector. Acentuada desde el triunfo del Rechazo en el plebiscito constitucional y ahora liderada por los republicanos de J. A. Kast tras la reciente elección de consejeros.
“Debemos prepararnos para competir con los republicanos”, afirmó Evelyn Matthei, en un reservado encuentro de la dirigencia de la UDI que tenía como objetivo analizar el escenario de las próximas elecciones municipales, sin perder de vista la próxima carrera presidencial. Si el oficialismo se guiara por las encuestas no tendría más opción que escoger entre el cáncer y el sida, como diría Vargas Llosa.
La competencia en la derecha suele ser cruenta. Sin guante blanco o juego limpio. Todo vale. La descalificación, el descrédito, la cancelación, la presión o incluso el chantaje. Por ahora la competencia parece radicada en demostrar qué sector es más duro con el gobierno. Chile Vamos propuso una interpelación al ministro de educación. Los republicanos replicaron con una acusación constitucional, que terminó imponiéndose y que bien podría aprobarse. No tan sólo con los votos de la derecha.
Sin embargo, la disputa por la hegemonía y los liderazgos futuros se resuelven mediante elecciones democráticas. Y todo parece apuntar a que Chile Vamos deberá enfrentarse con los republicanos en las próximas elecciones municipales, así como en las parlamentarias y presidenciales futuras, en tanto que el oficialismo tiene condiciones para enfrentarlas unidos, por un bien público y de sobrevivencia superior.
Y esa historia no está escrita o sus resultados predeterminados. Dependen de muchos factores. Ciertamente incidirán los resultados del proceso constituyente y la suerte final de las reformas emblemáticas del gobierno. También de la marcha de la economía, que continúa superando los alentados malos augurios de los principales grupos de poder, incluido el mediático. Y en la misma línea de interrogantes, la suerte de la agenda de seguridad ciudadana, el combate a la delincuencia y el narco tráfico, con una delgada pero necesaria línea de separación dialogante con los pueblos originarios. Son palabras mayores que sacan al pizarrón la capacidad de sostener un proyecto de futuro asociado a la renovación de la política y sus liderazgos.
Los intentos por reescribir la historia
A cincuenta años de la instalación del régimen civil militar son muchos y vanos los intentos de la derecha por reescribir la historia. Desde la ignominiosa declaración de un grupo de parlamentarios del centro y la derecha afirmando que el gobierno de Salvador Allende habría transgredido la institucionalidad, hasta el grosero y nunca acreditado invento de un supuesto plan Z (Ver artículo de Miguel Lawner en esta edición).
Sebastián Piñera, en un claro intento por cerrar brechas que separan a la derecha tradicional de la ultra derecha (que confunde a un golpista con un estadista), se une al coro, reconociendo “áreas luminosas” en el supuesto legado de la dictadura, en clara referencia al neo liberalismo, impuesto a sangre y fuego por el régimen militar (luminosa para la derecha y los grandes empresarios, muy oscura para los trabajadores), reconociendo las masivas y sistemáticas violaciones a los derechos humanos, sin desconocer la trayectoria impecablemente democrática de Salvador Allende pero afirmando que su gobierno había sobrepasado la legalidad.
El tema del golpe de estado sigue dividiendo las opiniones de los chilenos y chilenas, pesando duramente en nuestra convivencia. A diferencia de la derecha, la izquierda y los sectores progresistas han desarrollado una lacerante autocrítica acerca de las responsabilidades que le caben por el quiebre de nuestra democracia hace cincuenta años. Pero no puede pedírseles que asuman alguna responsabilidad por los horrores vividos durante los 17 años de régimen militar, tampoco el olvido y menos la demanda de verdad y justicia para los miles de familias que aún no conocen el destino final de sus deudos.
El negacionismo, no siendo muy novedoso (aún existen sectores que insisten en negar el Holocausto) es un camino peligroso, que lleva a la regresión autoritaria. A escasos meses de cumplirse 50 años del golpe militar, el llamado es a mirar al futuro. Ayudaría mucho a reforzar ese llamado, no persistir en los intentos por falsear la historia sino aprender de sus lecciones.